Selene

Tenía los ojos enfermos y no podía llorar. Desde el amanecer en que los árboles de fuego se levantaron en la plaza del Mercado no había vuelto a llorar. Tampoco había pronunciado palabra. No había podido comer, ni tenía nada que comer, habían pasado tres días sin que se acostara a dormir. Caminaba en una pesadilla, en cada recodo creía ver un árbol ardiendo y luego resultaba ser una ardilla, o el reflejo del sol, o un mendigo pelirrojo. Se había sentado en el crucero a las afueras del pueblo. La señal de la cruz intentaba asustar a los malos espíritus que juegan al escondite en las encrucijadas. Aquéllos eran los cuatro puntos cardinales. Tenía que irse de este pueblo, de este mundo, qué más da. Caminaría hasta romper sus escarpines, hasta romperse los pies, hasta romperse el alma, caminaría hasta caer muerta, llegaría al confín del mundo donde su tía decía que estaba la Laguna Estigia y encontraría al barquero de los muertos, le preguntaría por su tía, que era su madre, la única bondad que había conocido. Ella era buena con todos, no cobraba a los pobres, por eso mismo la habían matado. No merecía la pena vivir y la única duda era cómo morir. Podía caminar hacia el norte, el corto trecho hasta los acantilados: las piedras afiladas, la muerte aguda, el rugir del agua. O al oeste buscando el Finisterrae. Hacia el este donde viven los paganos o hacia el sur donde están las montañas de la nieve que nadie ha conseguido traspasar. La muerte la esperaba en todas partes, más rápida o más lenta. Sólo tenía que elegir. Siempre le había costado. Porque escoger es perder y porque era muy joven y todavía esperaba que sucediera algo, algo que justificara el no morir. Algo que hiciera que vivir no fuera una traición a la memoria de la muerta, que sobrevivir no fuera una cobardía, que fuera posible volver a tener dieciocho años y caminar en busca de una razón para vivir. Ahora sentía la debilidad del prolongado ayuno y la falta de sueño. Apoyó su espalda en la frialdad del crucero de piedra y cerró los ojos. Habría podido permanecer allí para siempre. Se secaría con el sol, se convertiría en una carcasa vacía, resistiría unos meses y un día se desmoronaría convertida en polvo del camino y los viajeros la llevarían en los pies cuando partiesen a todas partes.

Entonces abrió los ojos. Mirar al sol era como mirar por el ojo de una cerradura un mundo distinto. Más allá de las nubes violetas. Al otro lado de la puerta. La barca del sol naufragaba en el mar del ocaso. Vio una muralla de fuego como si estuviese mirando a través de la hoguera de su tía. En la niebla rojiza vio al inmenso perro negro.

Se acercaba.