Selene

Vimos los cuervos antes de ver la casa. Volaban en círculos gimiendo como bebés lastimeros. No había ni un árbol, ni una fuente ni una gota de agua, ni un alma. El aire era caliente y traía pestilencias desde el otro lado del río, tan lejano ahora. No podía creer que hubiera vida en aquella desolación y sin embargo allí estaban los cuervos.

—Buena señal —dijo mi tía—, los pájaros sólo volarían así en torno a un lugar de gran poder.

—¿Falta mucho? —pregunté.

—No lo sé —dijo mi tía—, sólo sé que vamos por buen camino.

Yo no entendía por qué habíamos tenido que hacer todo aquel camino a pie, cuando podíamos haber descansado hasta la siguiente feria. No teníamos montura, ni dinero para aquel viaje, pero mi tía estaba sedienta de conocimientos.

—Dicen que la vieja sabe cortar el aire.

El único aire que cortaba era el de la sierra que habíamos atravesado. Nos costó mucho subir al Pozo de las Mujeres Muertas, que así llamaban a aquella desolación. Allí la tierra se había quedado calva y el rocío quitaba la respiración. Dormimos en un abrigo de la roca. Hicimos un fuego anémico que ardía con una llama azul, casi transparente. A la luz blanquecina del fuego, vimos los esqueletos de tres mulos despanzurrados. Más tarde, cuando me hube acostumbrado a la luz temblorosa vi que el abrigo era, en realidad, la entrada a una cueva; al fondo de la negrura había otra negrura más negra por donde la cueva se escapaba hacia el centro de la tierra. Era como una boca e incluso tenía dientes porque había unas manchas blancas que brillaban allá abajo. Al poco, mis ojos, ya acostumbrados a la oscuridad, se hicieron amigos de la tiniebla y vi que aquello blanco eran esqueletos humanos. Uno de ellos era el de un niño.

Dormimos poco y despertamos cuando todavía estaba oscuro. Era mejor caminar en el alba mientras la niebla se levantaba. Desde lo alto, vimos una llanura inmensa que parecía de sal. Al otro lado del puerto, el mundo había dejado de ser verde. Se había convertido en una desolación sin agua y sin hierba. Yo no sabía que el horizonte era algo que quedaba tan lejos. En nuestra tierra, el horizonte es amable y está cerca. Las montañas parece que pueden cogerse con la mano y el mar se nos mete por los resquicios del cuerpo. Aquí, en la llanura, el aire temblaba en la lejanía. Yo tampoco sabía entonces que el mundo era tan grande.

Tenía los pies llenos de ampollas cuando llegamos a la casa de los cuervos. Era una casucha redonda con el tejado de paja. Dentro había un lar y, sentada junto al fuego, una mujer muy pulcra con el cabello más canoso que había visto nunca. Toda vestida de blanco sin una mancha ni una mota de polvo. Me pregunté cómo hacía para no ensuciarse sentada en el suelo como estaba.

—Me alegro de verte, Milagros, los espíritus me previnieron de tu llegada pero no dijeron cuándo sería.

Mi tía y ella se abrazaron. La mujer tenía la piel fina y los ojos como rendijas azules.

—No soy ni maga, ni nigromante, ni adivina, ni encantadora, ni arbola, ni hidromante, ni arúspice, ni augur, ni astróloga, ni sortílega, ni salisatres.

—¿Qué? —dije.

—Eres todo eso y mucho más —dijo mi tía Milagros y le besó la mano.

—Pero soy un poquito menciñeira y puedo cortar con mis ensalmos el aire de alferesía, el de araña, el de perro, el de raposa, el de buey, el de vaca y, con la ayuda de Dios, corto el aire de condenado, el de culebra, el de lagarto y el de topo. También puedo echarte el pasteco; tú no lo necesitas pero la niña sí.

—Quiero que le enseñes a mi niña a cortar el aire como tú y a echar el pasteco y a usar el zumo de sapo.

—Milagros, Milagros. Tú no quisiste aprenderlo. ¿Por qué quieres ahora que ella vaya a donde no fuiste tú? Ya no se puede volar tan lejos. Están muy malos los tiempos. Ya no hago ensalmos ni preparo hierbas, ni mucho menos lo enseño. Ahora temo al Santo Oficio que me puso el sambenito y me desterró aquí para que me muriera de hambre.

—Nunca tuviste miedo de nada ni de nadie —dijo mi tía, y sacó la bolsa que llevaba al cinto. La puso en el suelo de la casa que era de polvo y camino, porque nada lo separaba de la tierra.

—Y no lo tengo. Pero están malos los tiempos. Ahora han abierto una asamblea ele demonios que llaman «universidad», y sólo pueden curar los que a ella han ido y curan a los ricos. Los pobres no tienen para pagarles y vienen a vernos a nosotras, pero el Santo Oficio nos llama brujas, echa la culpa al Diablo y nos persigue.

—¿Qué es eso de las «universidades»?

—Es cosa de ricos, y sólo se puede estudiar medicina en ellas, y las mujeres no podemos ni entrar, por lo cual no somos ni seremos médicos y, si no somos médicos, tenemos prohibido curar.

—Pero tú has hecho bien a mucha gente. Quiero que enseñes a mi niña.

—Por ser hija tuya, la ensalmaré para curarle esa tristeza que tiene en los ojos, pero no puedo enseñarle; tengo demasiado miedo.

La mujer de blanco repitió nueve veces una oración secreta mientras me frotaba la frente con un ramo de sabujo.

Luego se agachó para coger unas hierbas secas que extrajo de una arqueta y las puso a calentar encima de un tejo. Me hizo respirar el humo y pronto perdí el sentido.

Oí, muy lejos, que la vieja seguía hablando con mi tía Milagros.

—Los pobres siempre vendrán a nosotras. Ellos sólo nos tienen a las saludadoras, a las mujeres buenas que ahora llaman brujas. Haré lo que pueda por tu niña. Si consigues cornezuelo de centeno, puedo hacerla volar.

Entonces me di cuenta de que aquella mujer estaba loca, de que sin duda era una bruja, de que estábamos perdidas.