Ainur

Sali a la calle. El pueblo estaba desierto. Había llovido mientras dormía y regueros de agua sucia corrían a ahogarse en charcos llenos de hojas secas. Del fondo de la calle venía una niebla espesa. Avanzaba hacia mí y lo cubría todo. En unos minutos, no fui ya capaz de distinguir la ermita. La niebla se había tragado al perro negro. Pero había dejado algo. Era un olor extraño y penetrante que me hizo estornudar. Un olor que se metía por la nariz y dejaba un nudo en la garganta. Olor a hojas podridas, a madera quemada, olor a incendio y olor a tierra. Nunca había olido algo así. Supe que volvería a olerlo. La niebla se había llevado a Satán y me había dejado el hedor y los charcos.

El mantel era blanco, la sangre formaba sobre él el contorno de un continente extraño. Podría ser África pero se parecía más a América. Yo necesitaba encontrarle alguna lógica, algún parecido. Necesitaba darle alguna excusa a mi cerebro para que mi grito no se oyera en todo el valle.

El mantel había viajado conmigo desde Barcelona, pero era mucho más antiguo, me había acompañado en los tiempos del acoso de mi presidente, durante el juicio y a través de las amenazas, los anónimos y los insultos. Había sido uno de los regalos de boda de mi madre. Se lo había regalado su suegra. Perteneció a su ajuar. Había pasado de novia a novia, hasta llegar a mí, que nunca lo he sido. Y ahora estaba empapado en una sangre espesa que se volvía negra por momentos. Sólo es un pájaro, dije. Hablaba en voz alta para reconfortarme con el sonido de mi propia voz, pero mi voz no se parecía a mí, era ronca y gutural como si otra persona hablase en mi lugar.

Y, mientras, en mi boca se acumulaba la sal y la amargura de las primeras lágrimas.

Habían transcurrido siete días, trece horas y exactamente treinta y cuatro minutos del regreso de Ainur a la aldea perdida de su infancia cuando apareció el primer pájaro muerto. Era un cuervo.

El perro negro.

A todas horas y en todas partes veo una y otra vez al perro negro.

Trato de refugiarme en la historia de Selene, en su lucha contra el Tribunal, de la que hay numerosos testimonios en las crónicas de la época, y vuelvo a ver al perro; el pasado deja de ser un espejo de mis miedos. Se ha convertido en una cosa muerta que no tiene nada que ver conmigo. Porque el perro tiene todo que ver conmigo. Lo sé.

Cuentan que Selene hablaba con los lobos, que sabía conjurarlos y que un inmenso perro negro la acompañaba siempre. Algunos decían que era un lobo, otros que era el mismísimo Diablo.

Un perro grande como un pastor belga con mucho pelo. Creo verlo a todas horas, entre la niebla, en el humo de las chimeneas. Oigo cómo cae el agua de los canalones y se estrella en las piedras y allí, atravesando un campo de berzas, está el perro negro.

Me parece que es Satán pero, al acercarme, lo veo distinto. Echo a correr y el perro echa a correr. Me paro y él se para. Aparece y desaparece entre la bruma que sube del mar y la niebla que baja de las montañas.

Trato de seguirlo pero nunca lo encuentro hasta que, un día, persiguiéndolo, conozco al remero.

Corro por el sendero. Si consigo alcanzar al perro negro querrá decir que los que me buscan no podrán encontrarme. Si vuelvo a tocar al perro no ganarán los malos. No me cogerán. No, esta vez. No.

El sendero desemboca en una ría, veo la niebla que sube como el vapor de un guiso delicioso hacia el cielo gris. Y veo al remero.

Me gusta la ría, me gusta la isla con el cementerio y el agua salada que fluye como un río. Vengo aquí cuando el sol se debilita y comienzo a ver al remero todas las tardes a la misma hora. Lleva un jersey azul. Estoy segura de que sus ojos son azules. Tiene un aire familiar, me parece que lo conozco de algo. Me recuerda al único amigo que tuve en mi infancia, el mismo que se marchó con sus padres a Bilbao a los nueve años. Desde que se fue, las montañas negras no volvieron a dejar pasar el sol hasta el valle. En aquel tiempo yo no sabía el nombre de la ría. Entonces aquellas montañas estaban llenas de lobos, de noche se les oía y era imposible adivinar si aullaban o gemían. Ya no hay lobos y sigo sin aprenderme el nombre de la ría. Sé que es el de una diosa que habitó aquí mientras los hombres creyeron en ella. Ya no creo en los dioses ni en las diosas. (Ya nadie cree en los dioses ni en las diosas). En la ría, estamos solos. Él y yo.

El remero se acerca de improviso y me sonríe, yo también le sonrío. Se acerca a la orilla y vuelve a alejarse, me acerco a la orilla y él se aleja. Parece un espejismo, pero un espejismo que se ríe.

El torso del remero sube y baja. Se notan sus músculos. Aunque está demasiado lejos, sé que tiene el ceño fruncido. No lo veo, lo adivino.

Los cuervos han empezado a volar en círculos sobre la vieja casa de la viuda Rius, la que murió sin decir palabra. Son letras en el aire. Letras negras que dudan, quieren formar una palabra en el cielo pero no se atreven.

Parecen notas musicales sobre un pentagrama de nubes oscuras esos cuervos que se reúnen de repente como si fueran roqueros. El cuervo es un ave solitaria. Le prestó buenos servicios a Edgar Alan Poe. Pero, en el mundo real, ya casi no se ve ninguno. Aquí las reinas siempre han sido las gaviotas. Los cuervos siempre han tenido mala prensa y las gaviotas siempre han sido populares. No soporto a las gaviotas. Ratas del aire, acaban con los peces indefensos de la bahía. Me gustan en cambio los cuervos. No le hacen daño a nadie. Pero son impopulares. No se les quiere. Como a mí.