Selene

Mi tía Milagros no me dejaba jugar con las demás niñas del pueblo.

«No te enseñarán nada —decía—, sólo a ser esclava».

Pero tampoco me cargaba de la mañana a la noche con trabajos como les ocurría a ellas en sus casas. No tenía que ir todos los días a por leña, a por agua; no había animales que ordeñar ni hermanos pequeños que vigilar. Eso sí, si alguna vez me enviaba a por brezo para el fuego o a por troncos secos o a pedirle huevos a la vecina. En esas raras ocasiones lo esperaba todo de mí, no servía decirle que no los había encontrado o que no me los habían querido dar. El afán de no decepcionarla fue el tormento de mi infancia.

«Tú tienes que ser perfecta porque eres mía», decía.

Yo la llamaba mamá y a ella le gustaba. Compartíamos el mismo lecho. En la oscuridad la voz de mi tía me adoctrinaba sobre el verdadero arte de la medicina, el que ignoraban los doctores sacacuartos.

—Nuestro negocio es otro, curamos el cuerpo de las gentes, y sobre todo curamos su avaricia, su mala conciencia, su mezquindad y su falta de miras, les damos una oportunidad de volver a tener salud, de perdonarse a sí mismos todo lo que se han hecho, para eso hay que saber mucho de hierbas pero mucho más de almas.

Durante el día, mi tía Milagros me llevaba a recoger hierbas, me enseñaba a distinguir la digitalina de la manzanilla y la belladona del diente de león. Algunas hierbas eran fáciles de encontrar, otras, casi imposibles. Las más, las recogíamos en los campos; algunas, mi tía las cultivaba en el huerto detrás de la casa.

—Mi madre me enseñó y mi abuela enseñó a mi madre. Las mujeres siempre hemos cuidado a los niños, a los viejos, a los moribundos, a los enfermos. En los tiempos en que todavía guerreábamos contra los árabes, las mujeres iban con sus maridos a la guerra para curarlos. Ahora dicen que, para ser médico, hay que ir a la universidad, a esos antros de piedra que han levantado en Santiago, en Salamanca, y ahora en Oviedo, lugares prohibidos a las mujeres. Sólo puede curar el que ha estudiado en ellos. A las mujeres no las dejan siquiera traspasar el umbral. No podemos curar. Somos proscritas. Y si no podemos curar, tampoco podremos ya cuidar a los niños, a los viejos, a los moribundos. ¡Ah! ¡Eso sí! Sin embargo curar a los enfermos y salvar a las mujeres de morir de parto nos está vedado, es sólo para ellos como todo lo que trae consigo dinero y prestigio. Pues no, no será así, mientras esté por aquí la vieja Milagros.