Selene

Se había desgarrado el gabán rojo saltando la valla del corral pero no importaba porque yo nunca había visto a nadie tan lindo, ni tan bien vestido, su atuendo tenía tantos adornos que parecía el de una muchacha. Olía a violetas y a almizcle. Luego me contó que con tal de agradarme había agarrado el pomo de esencias de su madre y se le había ido la mano. Yo me sentía mareada no por el aroma dulzón del perfume ni por la fetidez nauseabunda del estiércol donde estábamos sentados. La cabeza me giraba desde que había acudido a aquella cita a ciegas en los establos y sobre todo desde que él había puesto su mano en la mía. El billete lo había dicho bien claro. Él tocaría tres veces la choca de la vaca más vieja y yo sabría que debía escabullirme con cualquier pretexto y como si fuera menester alguna necesidad sin nombre acudir presta a nuestro edén de boñigas. Estábamos sentados sin hablar porque ninguno sabía qué decir. No creo que él tuviera tan poca experiencia con las mujeres como yo tenía con los hombres a juzgar por la maña que se dio con el billete pero ahora sus arrestos le habían abandonado. Me confesó que temía las artes de mi tía, de la que le habían dicho que era una temible hechicera. Aquello me hizo reír.

—No es más hechicera que tú y que yo.

—Pues tú eres muy hechicera, Selene, cualquier hombre caería rendido por la magia de tus ojos.

Yo no sabía que los hombres pudieran hablar como los libros pero no hizo falta que me dijera que era bachiller.

—Como soy el hijo menor, mis padres quieren que me haga sacerdote.

—¿Y tú quieres?

—¡Quia! Yo qué voy a querer. Habiendo en el mundo tetas como las tuyas.

Y alargó la mano hacia mi seno. Yo se la cogí con fuerza y me la llevé a la boca.

—¡Ay, ay, ay! ¡Me has mordido!

—Y tú me has tocado.

—Ha sido sin querer.

—Pues lo mío ha sido queriendo.

Ese fue el primer día, a partir de entonces casi todas las tardes y muchas madrugadas yo acudía a la llamada de la campana de la vaca Galana como si acudiera a la llamada de los ángeles.

El segundo día Samuel se disculpó por su comportamiento y para compensarme me regaló la que dijo ser su posesión más valiosa, un Lazarillo editado en Flandes en 1554. Yo nunca había poseído un libro aunque mi tía me hubiera enseñado a leer. Lo apreté contra mi pecho.

Era como tener un trozo de cielo.

—Ten cuidado, porque es un libro prohibido.

—¿Ha hecho mal a alguien?

—Cómo va a hacer mal si es un libro.

—Pues entonces, ¿por qué lo prohíben?

—Porque ellos prohíben todas las cosas buenas, prohíben los libros y las mujeres.

Deberían haber prohibido a los hombres, porque un día la campana dejó de sonar. Yo perdí el apetito, la color, las fuerzas, no me levantaba ni siquiera de la cama. Mi tía probó conmigo todos sus remedios, y luego me atiborró con infusiones de ruda.

—Por si fuera mal de amores.

—¿Puede la ruda curar el amor, tía?

—El amor es enfermedad incurable. Incluso para mí. La ruda puede paliar sus efectos más nocivos y duraderos en muchacha tan joven y casadera.

No dije nada pues también yo conocía las virtudes de la ruda, única hierba capaz de evitar que la semilla germinase en la mujer, no en vano era la mejor y única alumna de mi tía.

La ruda no me curó, me agostaba como las plantas cuando les falta el agua, y creo que nunca me hubiera alzado de mi jergón si no hubiera sido por las palabras que mi tía me arrojó como pedradas una tarde cuando comenzaba la calor.

—Dicen que la familia de la casa grande se ha ido casi sin despedirse del pueblo, dicen que el hijo menor que estaba a punto de cantar misa se había enamoriscado y planeaba escaparse y también dicen que eso no es cierto, que lo cierto es que el padre andaba metido en deudas de juego y en lugar de saldarlas ha puesto pies en polvorosa. No lo sé ni quiero saberlo, sólo quiero que te pongas en pie y aprendas cómo hacer que los demás se levanten.