Ainur

El revisor del talgo de Barcelona a Asturias de las 19.30 se llevó un susto de muerte. Por un momento, creyó que la pasajera del asiento 6A había muerto.

Estaba pálida e inmóvil como si fuese de cera. Se acercó a ella y no pudo sentir su respiración. Tratando de no alarmar a los otros pasajeros, empujó suavemente el cadáver hacia la ventanilla. Aquel cuerpo se estremeció y la mano de la muerta tocó una cicatriz casi invisible en su barbilla. En ese mismo momento, la luz pareció volver a los ojos que se tornaron verdes y lo miraron.

—¿Se encuentra bien? —acertó a preguntar.

—Sí, claro —contesté.

Y volví a acariciarme la cicatriz que me había hecho al golpearme la cabeza contra el lavabo en aquel baño del hotel Amigo hacía tanto tiempo o tan poco, según se mirase. Yo era una joven licenciada y aquél era mi primer viaje a Bruselas. Todavía no había cobrado mi primer sueldo y estaba entusiasmada. Me entusiasmaba todo lo que luego llegaría a cansarme: el aeropuerto, con sus interminables alfombras de metal transportando viajeros y maletines; la delegación de alcaldes españoles uniformados con corbatas italianas y trajes azul marino, excitados como niños con zapatos nuevos en medio de las lenguas extranjeras, de las damas cubiertas con túnicas negras que les tapaban hasta los ojos, de los hombres trajeados con turbante, de la turba variada y exótica del aeropuerto que era como otro país, un país en el que luego pensaría que había transcurrido toda mi vida. Pero aquel día era el primero en que yo esperaba en la cola para el control de pasaportes. Sonreí al policía que comprobó tres veces mi identidad y al taxista que me llevó al hotel Amigo, cerca de la Grand Place. Incluso sonreí a mi flamante presidente, un hombre un poco grueso, cuya barriga enorme me pareció a la luz mortecina de Bruselas la mejor prueba de su bondad.

A medida que recuerdo, la cicatriz vuelve a dolerme y yo me convierto en ella, porque es evidente que, aunque tenga la misma cicatriz, ya no soy la misma persona que era: aquella chica de veinticuatro años la noche de su primer viaje de trabajo. En el momento justo, a las once y cuarto, y tras una cena copiosa en el mismo hotel sonó el teléfono de su habitación. Acababa de ducharse y estaba viendo la CNN para practicar el inglés que había estudiado en Brujas y que, de momento, no le había servido para nada, porque la Comisión estaba llena de gente demasiado amable que hablaba siempre español. Tenía el pelo mojado y los ojos llenos de jabón.

Era la voz de su jefe, el presidente gordo y simpático. Le pedía que le llevara unas toallas a la habitación.

—¿No puede pedirlo a recepción?

—No, ven inmediatamente, te lo ordeno —dijo la voz. Y colgó.

No le habían dicho si debía ser dócil pero ella quería que todo saliese bien, que se llevasen bien desde el principio; pensó que su jefe no sabía hablar inglés, pidió un juego nuevo de toallas a la gobernanta y llamó a la puerta enmoquetada. El número de la habitación era el 513. Había olvidado muchas cosas pero no olvidaría ese número.

Su presidente la esperaba en albornoz. Ella había vuelto a ponerse el traje de chaqueta aunque tenía el pelo mojado. Dejó las toallas sobre una silla pero, antes de que pudiera darse la vuelta, él la tomó del brazo.

—Chúpamela.

—¿Qué?

—Que me la chupes o estás despedida.

No podía creer que aquello le estuviera pasando a ella. Inmediatamente pensó que había hecho algo mal, quizá el escote era demasiado pronunciado o sonreía demasiado. Trató de abrir la puerta y huir mientras se excusaba.

—Yo, no, ¡ayyyy!

El no soltaba la presa. Hizo fuerza y sintió cómo sus manos hacían cepo. Vio cómo sus uñas se clavaban en su brazo. Estaban negras de suciedad y le dieron ganas de vomitar.

—Suélteme —le dijo—, puede despedirme.

—Pero no es eso lo que quiero —dijo él, y la agarró del pelo para arrojarla sobre el baño de mármol.

Cayó sobre el lavabo dejando un rastro rojo en la blancura del suelo.

Le dolía siempre cuando llovía, o cuando estaba nerviosa como hoy, y lo otro… lo otro dolía más. Ella creía que lo había olvidado pero, como los cadáveres de los ahogados, el asqueroso recuerdo volvía a la superficie en cuanto se descuidaba.

Durante años había empleado todos los palos de su mente en ahogar ese recuerdo. Después de ganar el juicio pensó que lo había conseguido.

Suspiré y, por unos pocos instantes, mientras el paisaje de Castilla se deslizaba a toda velocidad hasta volverse un garabato verde, sentí que yo volvía a ser yo.

Ese fue el tren que me llevó hasta Satán. Aunque primero me trajo aquí.

Mis profesores decían que el mundo fue creado por Eros y Tánatos. El amor y la muerte. El rojo y el negro. Mis profesores subestimaban el miedo. Porque el miedo también creó el mundo.

El miedo me había traído aquí, al pueblo de mi abuela, a un refugio físico en las montañas del norte y un refugio psíquico en la historia de una comadrona perseguida injustamente como yo y asesinada brutalmente tal y como podría llegar a ocurrirme a mí. Pero ni siquiera aquí había dejado de tener miedo. Por eso, para enfrentarme a mi miedo, había ido sola al cementerio durante el eclipse y había rogado que pasase algo.

Y había conocido a Satán.

No era la primera vez que lo veía. Llevaba semanas vagabundeando por el pueblo. Aparecía y desaparecía como una sombra. Fue la vieja calva de la tienda, la del pañuelo negro, la del ojo de cristal, quien me dijo que se llamaba Satán.

—Chucho del diablo, quebrenche os oyos —aseguró.

Y, desde entonces, el perro vagabundo me cayó bien. Era de los míos, de esos que no son queridos en ninguna parte pero que siguen tirando y no descartan al final salirse de algún modo con la suya.

Decían que el perro era hijo de un lobo y una perra del pueblo. Decían que aparecía y desaparecía en la niebla, que él mismo no era real sino que estaba hecho de jirones de niebla. Decían que estaba maldito. Que no se dejaba tocar por nadie, que había mordido a dos niños.

—Vale, yo también estoy maldita.

Y allí estaba el perro a mis pies, enorme, inerme, temblaba tendido bajo el eclipse. Tan grande como un oso, tan indefenso como un cachorro. Lo acaricié y resopló. No le tenía miedo. No me tenía miedo.