Los domingos mi tía me despertaba a las cinco de la mañana para ir a misa. Yo sentía cómo me sacudía desde un mundo mejor y muy lejano y procuraba quedarme en aquel mundo todo el tiempo posible. Detestaba los oficios divinos que duraban cinco o seis horas y pasábamos de pie al fondo de la iglesia sintiendo cómo nos dolían los pies y los oídos, pues el párroco era un gañán cuya única virtud era vivir con una barragana bella, joven y bastante más inteligente que él. Mi tía Milagros decía que debíamos ir sólo para que no murmuraran que no acudíamos a sagrado.
—Tienes demasiado miedo, tía, y yo demasiado sueño.
Como siempre no le podía negar nada a mi tía ahora que estaba empequeñeciendo con la edad. Parecía una niña con sus trenzas blancas antes de hacerse el moño. Sus ojos azules de pájaro eran lo único que no había cambiado desde que me acordaba de ella.
Yo sentía los pechos aplastados por las sayas y los refajos que había heredado de mi tía. Me había hecho mujer y eso me parecía una gran tragedia, aunque no sabía para quién.
Solía darme asco tomar agua de la pila del agua bendita, porque a menudo estaba sucia de las muchas manos que la habían desflorado y llevármela a los labios era contrario a toda la ciencia que me había enseñado mi tía. Así, aquella mañana de San Juan cuando el muchacho del gabán rojo se acercó a mí y me dio el agua bendita, lo primero que me hizo feliz fue que estuviera limpia y cristalina como si hubiera bajado en ese momento del cielo. Lo segundo que pensé fue en los ojos verdes. El chico era como un ángel de los que estaban pintados en las paredes. Después por un largo rato no pude pensar en nada más que en el fugaz contacto de su piel con la mía. Sentía cómo mi vientre se volvía de aceite, y cómo mi mente caía en algo blando que me hacía cosquillas por todo el cuerpo. El se quedó a mi lado durante todo el oficio a pesar de que iba vestido como un caballero y le correspondían otros asientos. De vez en cuando su mano rozaba la mía y volvía a sentir el mismo calambre que la primera vez. No me atrevía a alzar los ojos por miedo a que él se diera cuenta de lo pequeña y fea que yo era. Así que permanecí inmóvil con una expresión tan arrobada que todos pensaron que estaba rezando.
—Pareces muy piadosa.
Al principio no podía creer que aquella voz tan fuerte viniera de un muchacho tan delicado. Pero era él el que había hablado. Volvió a darme otra vez el agua bendita y yo ni siquiera me santigüé. Estábamos saliendo de la iglesia, yo no me había dado cuenta de que había terminado la interminable misa y de que las gentes me empujaban hacia fuera.
Pronto estuve rodeada del olor de los granjeros. El muchacho había desaparecido y hubiera creído que había sido una imaginación mía si no fuera por la regañina que me echó mi tía por hablar con desconocidos y por una cosa más. En la mano me había nacido como si fuera una planta un bulto extraño. Cuando pude mirarlo a solas vi que era un trozo de pergamino. Un billete.
De Samuel.