Ainur

Pensé que todo había terminado. Volví a salir a la calle, dejé de utilizar gafas oscuras y de volverme sobresaltada cada vez que alguien caminaba detrás de mí. Hacía la compra en el gran mercado lleno de flores, de ruidos y de pollos despedazados y el mundo estaba casi bien. Pensé que se habían olvidado de mí, al fin y al cabo yo era la gran perdedora.

Entonces llegó el primer anónimo.

Nadie sabía que vivía allí, en el número 13 de la calle Martí. Me había mudado para no tener que dar explicaciones. Huyendo de mis vecinos y de mi alcalde y de las declaraciones que yo debía hacer en el juicio. Durante años me había empeñado en vivir, en comprar un piso, en tener una hipoteca. Creemos que lo que compramos es para siempre, no nos damos cuenta de que siempre estamos de alquiler. De alquiler en nuestras casas y en nuestros cuerpos. Compramos, por ejemplo una vivienda, que será nuestra sólo el tiempo que nos quede de vida, pero ser propietarios nos da ilusión de eternidad. Hemos comprado algo «para siempre», para lo que dure ese siempre. Ahora era feliz de estar de alquiler, era feliz de haber aceptado finalmente que las cosas no son para siempre. Me sentía más ligera. Ahora todo era prestado, todo era provisorio, todo era de alquiler y el mundo se había hecho un poco más grande.

Me gustaba vivir en Barcelona. Adoraba ir al Mercado de la Boquería y bajar por la Rambla de los Pájaros, compadeciendo a cada ratón enjaulado y volando con los colores de los papagayos. Soñaría muchas veces que bajaba por esa rambla abriendo todas las jaulas. Los vendedores salían tras de mí enfurecidos y una muchedumbre de hámsteres, de conejitos de colores, de tortuguitas, de loros, de canarios, de urracas, gallinas y pavos reales subía como una procesión multicolor hasta el Paseo de Gracia como si las vidrieras de Gaudí hubieran cobrado vida al final de los tiempos.

Me gustaba el olor a calamares fritos en la Barceloneta y pararme a hablar con las echadoras de cartas en la Plaza de Cataluña y perderme en el Borne por la noche, lejos de todo y hasta de mí misma.

Hablaba con todo el mundo pero no le decía quién era a nadie. Utilizaba mi primer nombre que, como el de muchas otras españolas, es María.

Había cambiado de ciudad, de amigos, de lengua y casi de religión. Probablemente acabaría perdiendo el juicio en segunda o tercera instancia pero habría valido la pena.

Y entonces recibí la carta. Subí la escalera, canturreando, acababa de conocer a alguien, me parecía que volvía a la vida y que mi historia de amor con Barcelona estaba pasando rápidamente de idilio a matrimonio casi hurgues. Siempre dejaba una lámpara encendida en el recibidor de la casa, desde niña he tenido miedo a la oscuridad y desde niña he deseado que alguien me esperara en alguna parte, que alguien saliera a recibirme al llegar a casa. Por eso dejaba la luz encendida, como un faro. Proyectaba sobre la entrada de mi casa un resplandor rectangular como el de un felpudo invisible que me diera la bienvenida. Aquél era un día ventoso. Era octubre y apenas comenzaba a hacer frío, pero me estremecí al ver el rectángulo oscuro del sobre en el rectángulo de luz. Un sobre sin sello y sin remite. No lo habían echado en el buzón sino debajo de la puerta, donde estaba obligada a verlo. Nadie podía escribirme, nadie sabía que vivía allí. Traté de respirar con lentitud y de calmar mis manos que, frenéticas, querían encender un cigarrillo. Seguro que es una tontería, un mensaje de cualquier vecino, una publicidad.

Pero no era así. Rasgué el sobre y, antes de terminar de leer las tres líneas, ya me estaba precipitando al dormitorio. En menos de media hora cogí lo que me cupo en una sola maleta, dejé una nota en la cocina y paré el primer taxi que pasó por la Travesera de Gracia. Entonces me di cuenta de que no había soltado el anónimo, que me quemaba en la mano. Lo arrojé desde el tren, apenas dejamos atrás la Estación de Francia, como se arrojan al mar los muertos.