Selene

Desde que fue capaz de andar, su tía la llevaba a los brezales y a los bosques de castaños donde las hojas tejían una alfombra para las xanas. Buscaban verdolaga para las fiebres y pétalos de rosas rojas para cataplasmas. A menudo encontraban tomillo y bellotas que se molían, se mezclaban con unto de cerdo y se extendían sobre los forúnculos y las pústulas. Primero fue un juego, luego una escuela. En esos paseos, la vieja sanadora le enseñó las virtudes secretas de las hierbas. El mundo entero era el jardín de los remedios. Las medicinas no estaban en las boticas de los sabios sino que crecían por todas partes. En los bosques y en el matorral bajo. En lo alto de los árboles y bajo la tierra.

Extraer la raíz del tejo era laborioso pero muy eficaz a la hora de evitar los abortos y abrigar al feto en el seno de su madre. El altramuz era útil para preparar compresas calientes y abrir los abscesos. El cálamo de los pantanos exudaba un fuerte aroma que evitaba el deterioro de la memoria provocado por los humores húmedos y fríos. Las bayas de enebro podían hervirse para despejar las fosas nasales. Aprendió que el mirto y la malva sirven para las erupciones que escuecen y la hierbaluisa y el eneldo para las infecciones urinarias. Selene creía que no podría recordar tantos nombres, pero nunca olvidaba el aroma y el tacto de una planta ni dónde encontrarla. Porque algunos remedios crecían en la umbría y otros gustaban del sol. Algunos eran hojas, otros eran bayas, otros, raíces. A veces se usaba toda la planta y otras sólo una pequeña parte. También diferían los efectos según se usasen en cocimiento, en infusión o en cataplasma. Selene quería comprender la sabiduría de su tía que se le antojaba sobrehumana.

—Para todos los males que Dios puso en el mundo, puso también el remedio —decía su tía Milagros— y sólo es menester encontrar qué parte de qué planta contrarresta cada veneno.

—¿Y tú cómo lo has aprendido?

—Yo lo aprendí de mi madre, y ella de la suya. De hija mayor a hija mayor. Y ahora tú eres mi hija y te lo enseño.

—¿Y cómo lo aprendieron ellas?

—Observando, probando, mirando con las manos y viendo con la intuición, que es el gran ojo del alma. Cada una de nosotras tiene la obligación de aprender algo nuevo y la obligación de enseñárselo a alguien. Si todas lo cumplimos, llegará un día en que seremos como dioses.

—Como diosas —corrigió Selene.