Ainur

Encontrar a Satán fue, desde luego, la cosa más importante que me ocurrió aquel año. Más importante que quedarme sin trabajo y aún más que ser violada y despreciada por aquel miserable politicastro.

Cuando era niña, había vivido por aquellos pagos sin sospechar que existían las ciudades. Creía que todo el mundo era así y que lo habitaban, como mucho, doscientas personas. Un mundo de vallas y cercados, de matojos y árboles frutales. En cualquier recodo del camino podías encontrarte un arándano o una serpiente. Los niños buscábamos ambos con igual desesperación.

Los únicos rascacielos que yo conocía entonces eran las montañas. Eran como torres de perfil dentado que vigilaban nuestro pequeño pueblo y acechaban el océano inmenso. En verano dejaban algunos días de ser negras y se convertían en azules, envueltas en una bruma perpetua que parecía un sombrero. En invierno eran blancas como el azúcar pero mucho más amargas, porque casi no había invierno en que no muriese alguien allí arriba, atrapado en un desfiladero, sepultado por un alud o roto en el abismo.

Se perdían en la niebla. Caminaban creyendo que el suelo era seguro para ellos, que sabían dónde estaban y quiénes eran, que se podía confiar en la tierra, y entonces llegaba la niebla.

Al principio eran unos jirones que parecían acariciarte, una mano fresca sobre tu frente como la que te alivia cuando tienes fiebre y, pronto, demasiado pronto, se convertían en un monstruo invisible que rugía a tu alrededor. La niebla te devoraba y quedaba poco de ti. Los lugareños sabían que la única defensa contra la niebla era cerrar los ojos y quedarse quieto. Pero los forasteros intentaban huir del monstruo, avanzaban a pesar de que eran incapaces de verse los cordones de los zapatos. Creían recordar el camino, creían ser capaces de salvarse. El sendero sin duda era por aquí, decía uno tropezando. Y el abismo se los tragaba para siempre.

Aparecían en primavera con el deshielo, el deshielo del año siguiente o el de treinta años después. Iguales a sí mismos, a salvo del tiempo para siempre, congelados en la eternidad en la que al final se transformó la niebla.

En 1967 se perdió un hombre del pueblo, el padre de mi mejor amigo, que entonces tenía un año. Apareció cuarenta años más tarde. Lo reconocieron al minuto porque creyeron que era a mi amigo al que habían hallado. Y mi amigo no pudo soportarlo. Fueron a buscarlo y le enseñaron en el fondo de un ventisquero su propio cuerpo congelado con el mismo gesto que él tenía mientras lo miraba. El cuerpo de su padre muerto con la edad que él tenía ahora: su espejo en el hielo, con sus mismos gestos, inmóvil para siempre su media sonrisa. Nunca sabemos cuánto nos parecemos a nuestros padres porque contamos con la benevolencia de los años que nos separan. Mi amigo se vio a sí mismo, vio a su padre tal y como era, como él había llegado a ser. Su doble, en el hielo, esperándolo. La impresión fue demasiado fuerte, cayó fulminado por un infarto. Y su madre no quiso que los enterraran en el camposanto, sino que yacieran juntos en la nieve casi eterna, congelados en lo profundo del glaciar, esperando que alguien, un tercero, ¿quién?, fuera a rescatarlos.

Porque así eran las gentes entre las que yo me había criado, las gentes que blasfemaban no para negar a Dios sino para ponerle de mala hostia. Las gentes que vivían atrapadas entre las montañas negras y el mar oscuro, aunque ambos se tiñesen a veces de blanco por la nieve y por la espuma. No sabían a quién temían más ni tampoco a quién amaban más. Porque, en los miles de años que llevaban allí, las montañas y el mar, sin dejar de ser enemigos, habían pasado a ser parte de ellos mismos.

Y luego estaban los que habían sido asaltados por el monstruo de la niebla en el monte y habían sobrevivido. Los que eran como yo. Habían sido capaces de quedarse quietos intentando asirse a algo sin perder pie. Cerrando los ojos con tanta fuerza que las lágrimas podían ser de sangre, y aguantando casi la respiración para que el monstruo pasase de largo. Y más tarde, como yo, habían abierto los ojos y habían visto la niebla que se alejaba. Habían visto sus pies, como los míos, a pocos milímetros del abismo y habían sabido aguantar y convertirse en roca y por eso, como yo, estaban vivos.