La tía Milagros cultivaba algunas plantas en la parte trasera de la casa, en un patio fangoso protegido por estacas de los cerdos que campaban a sus anchas por el camino. Allí tenía hierbas preciadas, como cicuta, cincoenrama, belladona o adormidera. Pero su planta favorita era un matojo de ruda que cultivaba en un cántaro partido. Todos los días la tía Milagros la cambiaba del sol a la sombra y de nuevo de la sombra al rigor del sol. Porque la ruda se agostaba al sol y perecía a la sombra, de manera que languidecía siempre y no prosperaba nunca. En vano se afanaba la tía Milagros en probar en su planta preferida abono de pájaros, ungüento de gallina, semen de toro u otros fertilizantes milagrosos porque la ruda se mantenía con dos tristes hojas en el leve territorio entre la vida y la muerte. De manera que ni dejaba libre el cántaro para una planta fuerte y nueva ni iba a parar al armario de hierbas de la tía, donde en primavera las plantas medicinales acababan en manojos, puestas a secar y clasificadas con sus hermosos nombres. Aquella ruda ni vivía ni moría, estaba allí para ser amada sólo por sobrevivir. Selene pensaba a menudo que ella era como aquella planta y por eso la quería la tía.