El año en que murió su tía Milagros fue un año ventoso y lleno de calamidades. Ya en enero, las comadres habían dicho que aquellos tiempos pertenecían a Satán. Había guerra por todas partes y las levas del rey hacían llorar al pueblo. Las lluvias fueron catastróficas, los cielos se abrieron y el agua se lo llevó todo a su paso. Los ríos se desbordaron y se llevaron el viejo molino y el puente romano. En otoño hizo tanto frío que la escarcha destruyó las cosechas. En los cielos oscuros e inhóspitos caían las estrellas y los pastores aseguraron haber visto una lengua de fuego que tal vez fuera un cometa. La tierra tembló y los huesos de los muertos asomaron al altar de la iglesia. Un rayo quebró la cruz de la capilla. Las comadres se santiguaban. Aseguraban que Cristo y los santos dormían y que el Diablo había venido a reinar este mundo. Dijeron que del manantial de la Virgen manó sangre durante tres días y algunos viajeros vieron a las xanas en los bosques. Su tía no creía en nada de todo aquello, pero ordenó a Selene que hiciera la señal de la cruz cada vez que se lo contaran.
—La gente tiene hambre —decía su tía mientras sus manos rugosas clasificaban las hierbas que habían recogido aquella tarde en los humedales—. Peor aún, tienen miedo. Tienen miedo de todo y no saben por qué. Pronto comenzarán a buscar las razones de su miedo. Si no las encuentran, verán enemigos por todas partes. Necesitan a alguien a quien culpar de tantos males. Y ese alguien no puede ser Dios porque ya no quedaría nada a lo que aferrarse. Entonces empezarán las persecuciones. Perseguirán a todos los que son distintos. A los más pobres y a los más ricos. Perseguirán a los judíos, a los moriscos, a los herejes. Y antes perseguirán a las mujeres, sobre todo a las mujeres como nosotras, que no somos ni viudas ni casadas, ni monjas ni solteras. Las cosas van demasiado mal. Hasta que no hayan cebado su ira en algún pobre desgraciado, ni Dios ni el rey estarán a salvo.
Selene sabía que su tía Milagros casi siempre tenía razón, pero ese día no le dio importancia a sus palabras. Sólo cuando vinieron a prenderla se dio cuenta de que habían sido un epitafio y una profecía.