De las brujas entonces yo no sabía casi nada. Eran señoras montadas en una escoba, eran amantes del Diablo, quien, a veces, se las tiraba por las noches y otras se contentaba con que le besasen el culo: el culo frío como los muertos, como el pecado solitario. Las brujas no tenían nada que ver conmigo.
A las brujas en los libros las pintaban feas, espantosas, con verrugas, siempre morenas, nunca había visto una bruja rubia, aunque sí pelirroja. Como si le hubiesen teñido el pelo con sangre de zanahoria. Eran brujas que no daban miedo, a veces daban pena.
No me cabía ninguna duda de que, si alguna mujer hubiera tenido alguna vez poderes extraordinarios, hubiese sido extraordinariamente hermosa. Las brujas, si existían, no podían ser feas. Esto funcionaba también al revés. Las feas no podían ser brujas.
Yo soy fea. No sabéis lo que significa ser fea todos los días.
Ya no soy tan fea como antes. Pero soy fea. Me costó muchos años poder hacer esta afirmación en voz alta. Era fea. No la más fea, pero sí lo suficiente. Llevaba gafas que al principio eran de culo de botella y con los años y los euros se hicieron de cristal ultrafino. Gafas al fin que disimulaban un poco mi nariz de caballete. Sobre el color de mis ojos podrían escribirse muchas cosas pero no había ni dos personas que estuviesen de acuerdo en cuál era. Ni yo misma sabía cuál era. Cuando estaba nublado tenían el color del pelo de las ratas de laboratorio. Los días de sol eran verduzcos. A veces, cuando un rayo de luz caía sobre ellos, parecían, de repente, azules y también yo, por un instante, dejaba de ser fea. Bajo determinadas luces parecía otra persona. Mis escasos amigos lo sabían bien. Me transformaba o puede que yo me sintiera transformada. Eso bastaba para que el mundo fuera un lugar diferente.
Pero esos momentos duraban poco. La última vez sucedió un domingo en un pub. Llovía desde hacía días. Aparqué la bicicleta en el barro y entré para tomar un carajillo. Me gusta que el alcohol me queme un poco la garganta mientras aprieto mi nariz fría contra la loza caliente de la taza. Y ése fue el día en que encontré a Satán.