Tu marido va a morir —dice Selene. Y la mujer del cantero no se lo toma a broma.
No pregunta: «¿Y tú cómo lo sabes?». No dice: «¡¡Cállate!!».
—¿Cuándo?
—¿Te pega?
—No mucho, a veces, como todos los maridos. —Se santigua—. Es pecado desear la muerte del propio esposo, yo no la deseo. —Y vuelve a santiguarse.
—No es un deseo, va a morir, lo he soñado.
—¡Ah!
—Te lo digo para que estés preparada.
—Tú puedes hacer que muera —dice y baja la voz.
—Yo no tengo nada que ver, sólo lo he soñado.
A los tres días la esposa del cantero es la viuda del cantero. Ha heredado la casa y ha comprado vestidos nuevos a los niños. Atraviesa el pueblo y va en busca de Selene.
—Se ahogó en el arroyo, en un palmo de agua, estaba borracho, volvía de la taberna.
—Lo sé —dice Selene, y no queda claro si se lo han contado o si lo sabía de antes.
—Quiero pagarte.
—¿Por qué?
—Por el servicio que me has prestado.
—Yo no le he hecho morir. Sólo sabía que iba a morir.
—Es lo mismo —dice la mujer del cantero—, me has devuelto la vida.
—Dios te la ha devuelto, buena mujer.
—Eres una santa —dice la mujer del cantero y le besa la mano.
Pero Selene sabe que no hubiera debido hablar. Todavía no.