Lo peor de la vida en la cárcel era la sed. La cárcel era como un establo, el suelo estaba lleno de charcos, de excrementos, de gritos. Pero lo peor era la sed. La sed lo llenaba todo. Llenaba incluso sus recuerdos. Le parecía que siempre había tenido sed. Que tenía sed de niña cuando a la gente le daba miedo que entrase a la iglesia. Que había tenido una sed infinita mientras curaba el mal de muelas, el baile de san Vito, la sequedad de vientre y los cólicos por los caminos del norte de España. Le parecía que toda su vida había sido una vida sin agua, una garganta seca. Quizá por eso nunca había podido llorar, simplemente le faltaba el agua. Ahora el agua le llegaba hasta los tobillos: agua sucia, pardusca. Arañaba la pared para resistir la tentación de bebérsela. Algunos la bebían y morían presa de terribles cólicos. Luego, los quemaban en efigie. A menudo tenía fiebre. Por dos veces estuvo tan enferma que el inquisidor pagó a Juan de Requesens para que hiciese su efigie de madera, pues no querían privar al pueblo del placer de verla en la hoguera ni siquiera muerta y todo el mundo sabía que las efigies que se hacen a semejanza de un cadáver son imposibles de reconocer. La cárcel y la muerte deforman hasta los rostros más hermosos. Muchas madres no reconocían a sus hijos. Muchos hijos no reconocían a sus madres.
El inquisidor quería que todo el mundo pudiese reconocerla, que todos tuviesen la oportunidad de escupir sobre ella. Para el inquisidor, el fuego era voluptuoso y estaba hambriento. Nada complacía tanto al fuego como una mujer hermosa.
Llegar hasta aquí no es fácil. Para llegar aquí es necesario haber cogido siempre el camino equivocado. No una. Muchas veces. Confiar en las personas que te traicionarán. Amar a quien no te ama. No saber qué efecto hace el sonido de tu propio nombre cuando otro lo escucha. Estar maldita.
He confiado en traidores y escuchado a enemigos. Sólo yo tengo la culpa de mis lágrimas. Y sólo yo voy a pagar por ellas. No creo que ni siquiera el calor de la hoguera pueda calentar la llanura helada de mi corazón. Sé que la luz de las llamas no podrá llenar la oscuridad de mi alma. Porque no sé si soy una bruja. Pero sé que estoy maldita.
No sirve de nada llorar. Las brujas no lloran.
Ni siquiera si me vieran llorar creerían que no soy bruja.
He vivido para los hombres, para lo que los hombres quisieron de mí. Y ahora me siento como un cubo de basura donde los hombres han arrojado sus inmundicias y, un día, esta basura germinó, como a veces le ocurre al estiércol. De la mierda ha nacido una planta esquelética y frágil: mi propia hija.
Por ella hago aquello de lo que se me acusa y que nunca he hecho: enveneno las fuentes. Escribo mi historia.