P odéis llamarme Ainur. Es un nombre como otro cualquiera. Y también yo soy de cualquier parte, aunque antes creía que era de aquí mismo. He vivido en muchos lugares, demasiados. Hace treinta y cuatro días dejé Barcelona para siempre —o para un espacio tan largo de tiempo que los humanos lo llaman «siempre»— y volví a este pueblo de la costa. Lo recordaba como el Paraíso. Uno no puede fiarse nunca de la memoria de su infancia.
Los acantilados son oscuros, pero más oscuras son las playas de arena negra. Las rocas son blancas, relumbran en una tierra blanda donde la hierba parece musgo. El viento sopla y las casas parecen inclinarse para dejarlo pasar. O al menos eso piensa una la primera vez. Luego se da cuenta de que ya estaban inclinadas, por los siglos, por la humedad, por el aburrimiento espeso. Todo es hermoso con una belleza que hace daño. Mientras camino se forman nubes delante de mi boca. A veces puedo ver imágenes del Apocalipsis en los vahos que forma mi aliento. Y, de repente, cuando estoy a punto de llegar al faro, los veo. Son agujeros en la tierra que arrojan trozos de mar blanco. Aúlla la espuma. El mar hierve. Son géiseres de agua salada. Me habían contado que existían pero no los había visto nunca. Dicen que han levantado a un hombre más de cien metros. Cuentan que cayó a tierra en trozos tan pequeños que se pasaron días recogiéndolo y al final se lo dejaron al mar. Al fin y al cabo, el mar es sagrado.
En la tierra de mi abuela los llamaban bufones. Porque bufan. Porque braman. A mí me parece que gritan. Hay un monstruo escondido en esta tierra que grita para que lo dejen salir. Y, en unos segundos, se aleja el viento y el mar se vuelve suave. Y hay algo que echo de menos. Con los bufones, el paisaje me da miedo pero sin ellos me da tristeza. La niebla sube en ese momento y el faro se ilumina. Corro hacia él. Hacia el faro.
Y el hombre con los guantes rojos corre a mi encuentro.
E scribo para el mismo ser al que escriben los enamorados cuando escriben sus nombres en la arena de la playa.
Sólo que quizá yo escriba en la arena de un desierto.
Y ese desierto es el de mi vida.
LA VOZ DEL NORTE
REDACCIÓN
Sin noticias de Ainur
Han pasado ya tres semanas desde su desaparición y sigue sin haber noticias del paradero de Ainur, la mujer que cambió la historia laboral de España al ganar el primer juicio en nuestro país por acoso. Fuentes cercanas a la desaparecida aseguran que habría recibido amenazas de muerte. El alcalde de Idumea, condenado por acoso sexual y laboral, ha negado cualquier relación con las supuestas amenazas y ha reiterado que no dimitirá hasta que exista sentencia firme sobre el caso. Por el contrario, aseguró que ganará la apelación: «Estoy dispuesto a todo. Iré hasta el Supremo y el Constitucional, iré a donde tenga que ir y haré lo que tenga que hacer con tal de lavar mi buen nombre y que mi pueblo y mi familia se resarzan del daño que les han hecho». Ayer, en Idumea, el pueblo de cinco mil habitantes del que es regidor, volvieron a reunirse quinientas personas frente al consistorio de la localidad a los gritos de: «¡Alcalde, alcalde!», «¡Puta, puta, puta!» y ¡”Bruja, bruja, bruja!”. La manifestación, no autorizada por el delegado del Gobierno, se disolvió sin incidentes.
Esperaba que el pueblo hubiese cambiado, que fuese más grande o más pequeño; no estaba preparada para encontrarlo igual. Lo único diferente eran los colores. Ahora parecían más difuminados, más fantasmagóricos, como si la niebla que bajaba cada mañana de los montes hubiese comenzado a borrarlos. Así se sentía ella: borrada.
Había ganado el juicio pero, cuando se miraba al espejo, le parecía que el Tribunal se había llevado todo el brillo de sus ojos, esas chiribitas que transformaban sus ojos pequeños y feos en faros para no perderse en la oscuridad.
Ahora su cara era una cara sin ojos. Miraban hacia dentro, como los de los ciegos.
Era pobre y cuando tuve dinero descubrí que seguía siendo pobre. Toda tu vida eres tan pobre o tan rico como lo has sido de niño.
Ellos me dieron dinero.
Para callarme la boca.
Cuando se tiene dinero, el dinero es como un colchón de plumas. No cambia la realidad, la acolcha. A veces el colchón de plumas se extiende sobre las paredes; en ese caso, no impide que oigamos la realidad pero hace que las voces parezcan venir de muy lejos.
Y ni siquiera el dinero puede borrar los recuerdos.
Usted me obliga siempre a hacer cosas que no quiero.
—¿Yo?
—No me contradiga, no quiero reprenderla, no quiero interrogarla pero usted sigue obligándome a ello.
—No ha sucedido nada que pueda reprocharme.
—Eso no es lo que tengo entendido.
—¿Puedo saber de qué se me acusa?
—Sus compañeros me han asegurado…
—¿Qué compañeros?
—He prometido no revelar su identidad.
—Cómo puedo defenderme si no sé qué han dicho ni quién lo ha dicho.
—Parece ser que celebró una orgía en la oficina.
—¿Una orgía?
—Sí, con la excusa de celebrar el hecho de que por fin se le reconocía su título universitario.
—Sólo invité a unas Coca-Colas.
—Me lo han contado de manera diferente. Me han asegurado que se consumieron todo tipo de licores. Quela fiesta no se limitó a su despacho sino que se extendió por toda la planta noble de la oficina. Dicen que una joven, cuyo nombre también me he procurado, se quitó las bragas sobre mi mesa y, uno tras otro, varios compañeros satisficieron sus bajos instintos.
—Usted no puede creer eso y tampoco tiene imaginación para inventarlo.
Mi jefe hace girar el puro en su boca, como si fuera un destornillador. Gira en su boca, que es la tuerca en la que se atasca mi cordura. Creo que su boca se soltará y caerá al suelo en cualquier momento.
Seguirá hablando desde el suelo.
—Usted me obliga a creer estas cosas, me obliga a abrirle un expediente, cuando usted y yo sabemos que las cosas podrían ser de otro modo. Que todavía pueden ser de otro modo.
«Los brujos y brujas son esclavos del Diablo. Mientras los brujos son proclives a la soledad y se caracterizan por su hosquedad y serenidad, las mujeres son en general hermosas, expertas y amantes de las diversiones tanto legítimas como ilegítimas».
Todos los textos que tratan este argumento coinciden en señalar en qué modo se pueden establecer las características de una bruja. Las más evidentes son su incapacidad para llorar, la imposibilidad de hacerles brotar sangre de una herida y su resistencia a morir ahogadas. En todos los procesos efectuados contra las brujas en toda Europa, las mujeres acusadas de brujería eran torturadas y confesaban entre gritos, lamentos y llantos, pero no parece que esto hiciese dudar a los inquisidores.
Las acusaciones se basaban en la participación en el Sabat o aquelarre y no tanto en su capacidad para preparar hechizos. En muchas localidades se llevaron a cabo grandes matanzas de gatos porque se creía que las brujas podían transformarse en gatos o en otros felinos.
La ceremonia del Sabat se llevaba a cabo en un lugar elevado. Era esencial que un bosque delimitase la explanada. El bosque representaba al coro y la explanada, la nave de la iglesia. En el bosque se erigía un altar de piedra que tenía encima una estatua de madera que simbolizaba a Satanás con cuerpo humano pero con la cabeza, las manos y los pies de un macho cabrío. La estatua estaba pintada de negro, tenía un órgano viril de gran tamaño y se le ponía entre los cuernos una antorcha encendida.
La llegada de las brujas y los brujos, llamada introito, daba lugar a los inicios del Sabat. Primero se elegía a la sacerdotisa, joven y virgen. Se le llamaba «princesa de los Antiguos».
La princesa ordenaba a sus súbditos que encendieran todas las antorchas, incluida la que estaba colocada entre los cuernos de la imagen. Acto seguido, la sacerdotisa invocaba la ayuda de Satanás y la protección de los malvados con una voz fuerte y llena de inspiración.
Con las antorchas llameantes situadas en fila, las brujas y los magos se acercaban al ídolo para besarle los miembros inferiores mientras que la princesa abrazaba el falo y fingía que se abandonaba al ídolo.
A continuación, el rito pasaba a ser un banquete. Los presentes, divididos en parejas, comían lo que habían traído y bebían vino, sidra o cerveza, brebajes que ya eran conocidos en el siglo XII. Las viandas se sazonaban con hierbas supuestamente encantadas que provocaban una irrefrenable excitación en los comensales.
Henos ya en la ceremonia principal del Sabat: la danza. Brujas y magos bailaban espalda contra espalda, cogidos de la mano y con la cabeza vuelta para poder ver al vecino. Estas danzas provocaban vértigo. Llegado cierto punto, los bailarines rompían el círculo pero seguían bailando y saltando, cambiando continuamente de compañero. Se efectuaba una auténtica zarabanda. Teniendo en cuenta que el ritmo de la danza iba cada vez en aumento y se aceleraba, es fácil comprender que los participantes cayeran pronto en un estado desenfrenado de éxtasis, entonces comenzaba una orgía sexual.
En el culmen del desenfreno, una orden de la sacerdotisa rompía la fiesta. Ella misma, en ese momento, se convertía en altar. Se extendía desnuda sobre el ara de piedra y el oficio era efectuado por uno de los magos, considerado como la encarnación de Satanás. Este realizaba las ofrendas sobre el cuerpo de la sacerdotisa. A este mago le sucedían otros y también brujas, mientras que, en medio del frenesí, los restantes presentes se intercambiaban las ofrendas. En los tenebrosos textos de la brujería, se lee que la sacerdotisa era torturada de la manera más cruel durante muchísimo tiempo.
La frase es oscura pero, teniendo en cuenta el hecho de que ninguna tortura (en el sentido de fustigación) era efectuada y, sobre todo, considerando que el término «ofrendas» puede aludir al acto sexual, es evidente que la repetición de estos actos sobre una muchacha virgen acaba siendo una tortura para ella.
La orgía se efectuaba entre continuas invocaciones a Satanás y actos sangrientos como decapitaciones de erizos (considerados venenosos) y otros animalillos.
El Sabat comenzaba a avanzadas horas de la noche y terminaba al amanecer. La aparición del lucero del alba señalaba el final de la fiesta. El rito terminaba con un enorme coro de maldiciones. Después, cada uno de los participantes seguía su camino.[1]
Siempre he sabido que hay cosas que no se pueden contar a nadie. Cosas secretas. Ocultas. Siempre he sabido que los deseos pueden hacerse realidad si se piensan de un cierto modo, suavemente y con ingeniosidad. Imaginas en tu interior las cosas que quieres. Como si las vieras en el fondo de un pozo.
Y siempre he sabido que nadie debe saberlo, nadie debe oírlo, porque pueden pensar que estás loca o que quieres llamar la atención; sin embargo, a veces quisieras ayudarlos, explicarles cómo son las cosas, para que la vida no sea tan larga y tan difícil.
Y lo intentas y, en el mismo momento en que lo intentas, sabes que has vuelto a equivocarte.