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Desde que vi llegar a la pelirroja supe que no traería nada bueno. La pelirroja llegó al pueblo un día de tormenta. Llevaba semanas sin llover, pero, en el momento en que el coche de Gago pasó la curva de Bramadoiro, se desató un aquelarre de rayos y no hubo manera de que escampara. Así que la pelirroja tuvo que apearse en medio de la lluvia y aquel día no nos dimos cuenta de lo flaca que estaba, aunque ya entonces nos pareció huesuda y malhumorada y todos deseamos que se quedara poco tiempo.

N unca debí volver. Uno vuelve porque espera encontrar algo, algo que cree que dejó olvidado y luego descubre que lo ha dejado en otra parte o que nunca supo dónde estaba. Uno no debe volver a los sitios donde fue feliz y mucho menos a los lugares donde ha sufrido tanto.

Ahora sé que las avispas han sido necesarias.

Nunca debí volver. No me ha esperado el mar. Ni las cuatro casas que quedan en pie con los tejados de pizarra invadidos por el musgo y las raíces de los robles enganchadas en los zaguanes. Mi abuela no me ha esperado ni siquiera en el cementerio. Hace tiempo que sus huesos fueron desenterrados y arrojados a la fosa común. Entonces yo era demasiado pequeña para evitarlo. Todos a los que quise han muerto hace tiempo. A este lugar no ha llegado el turismo rural ni nadie que repare los baches de la carretera. El viento sopla hasta el viejo faro que ya no alumbra. Las gallinas son las únicas que todavía deambulan por el pueblo, pero hasta ellas parecen perdidas.

Yo también estoy perdida.

—¿Te has perdido alguna vez?

Lo dijo la mujer del pañuelo negro, mientras me daba las llaves enormes de mi vieja casa, como si fueran las de un arca secreta. Y supe que conocía el viento.

Me miró de arriba abajo y tuve miedo de que se diera cuenta. Pero si se dio cuenta no dijo nada.

—De tu abuela decían que era bruja.

No le respondí.

—¿Tú también eres bruja?

—Las brujas no existen —dije mientras le miraba la nariz aguileña y los ojos verduzcos. Su diente de oro me guiñó el ojo. Pensé que, si las brujas existieran, se parecerían a ella. Pero no es cierto, porque si una mujer tuviera poderes lo primero que haría es convertirse a sí misma en la más hermosa.

Las brujas no existen. Fueron pobres mujeres alucinadas, torturadas, consumían setas para volar en sueños y a lo mejor se masturbaban con una escoba. Cometían pecados innombrables: ser demasiado pobres, demasiado feas, demasiado guapas. Todas las mujeres dicen alguna vez que son un poco brujas y todas las mujeres insultan alguna vez a otra llamándola bruja.

O sea que ser bruja es para las mujeres un deseo. Un orgullo secreto. Un insulto. Una calumnia.

Quizá por eso yo volví aquí, al pueblo de mi niñez, en busca de una bruja del pasado.

H e venido a terminar mi tesis doctoral —seguí diciendo, pero la mujer de negro ya no me escuchaba.

Miraba hacia la ventana abierta como si hubiera visto algo. Lo único que yo alcancé a ver, a través de los cristales rotos, fueron las ramas del viejo roble al que me había subido tantas veces. Olían a lluvia y a madera quemada.

D ejadme que os hable de la bruja.

Dejadme que os cuente el día en que subí a la carreta de la bruja.

Entonces estaba muy lejos de saber que yo también acabaría en la hoguera. Ése fue el día en que lloré por la bruja todas las lágrimas que no lloraron sus enemigos, todas las lágrimas que no lloraron sus amigos. Ese fue el día de la bruja.

Recorrí todo el villorrio buscando una pieza de lino que acortara la agonía de la hoguera.

Me costó tres ducados.

Era el día de la bruja. De la bruja que yo llegaría a ser. De la bruja que soy.

S elene nació la noche de San Juan, cuando más altas estaban las hogueras. El fuego antes del fuego.

Antes de la hoguera, las hogueras. Arden en las cuatro esquinas de la aldea para celebrar el triunfo del sol.

Su madre estaba gritando desde hacía más de tres días. Al cuarto, da un grito sobrehumano, un grito que le corta la leche a su hermana recién parida y detiene las danzas de San Juan en la plaza del pueblo. Entonces, asoma la cabeza de la niña y, en ese mismo momento, se desata una tormenta. Cayó tanta agua que se apagaron las hogueras y los relámpagos y los truenos fueron tan terribles que todo el pueblo huyó espantado, y aquélla fue la noche de San Juan más horrenda que recordamos en memoria de hombre. Su tía le contó luego que trece gatos se pusieron a maullar debajo de la ventana de la pobre casa de piedra donde nació. Al oírlos, la madre de Selene comenzó a llorar. Su llanto tapó el del recién nacido. Sus gritos asustaron a los gatos y aterrorizaron a su pequeña, que le mordió el seno hasta hacerle sangre. Después de aquello no quiso ver nunca más a la niña, aunque fuera su hija. Como la leche le chorreaba por los pechos, que estaban a punto de reventar, pidió que le trajeran al bebé de su hermana y comenzó a darle de mamar. La criatura llevaba en este mundo sólo una semana y quería ya irse al otro, porque menguaba cada día como si se estuviese secando por dentro. Pero era un varón y Selene era la séptima hija de sus padres. Su madre mandó que la dejaran llorar hasta que se cansara de hacerlo. La muerte sabe acallar todos los llantos. Sin embargo, su tía Milagros, no se sabe por qué, se apiadó de ella. Como sus pechos se habían secado, le dio a beber un trapo mojado en leche de cabra. Su madre crió al hijo de su tía Milagros y su tía Milagros a ella, y el nacimiento fue sólo una equivocación del destino. Y, en verdad, Selene era igual que su tía, tan pelirroja y huesuda. Y pronto el pueblo creyó que era su única hija.

La tía Milagros no tenía marido, pero era partera, la mejor del valle, y nadie se atrevió a reprocharle nada. En cambio, su verdadera madre estaba casada con un herrero, un hombre que raramente pronunciaba más de tres palabras seguidas. Lo único que le oían mascullar era: «¿Y mi comida?».

Cuando supo que su mujer había dado a luz a una séptima niña, no se preocupó de las habladurías del pueblo sobre los gatos y la tormenta. Se fue directo a la taberna y, por primera vez en su vida, pasó la noche hablando con unos y con otros y a todos les contaba que, si volvía a nacerle una niña, la ahogaría antes de que abriese los ojos. No hizo nada de esto con Selene. Se limitó a ignorarla. Se aficionó a su sobrino y lo crió como si fuera su propio hijo. Y las malas lenguas decían que lo era. Con el tiempo, pareció olvidar que era el padre de Selene. Ella también lo olvidó o quizá no lo supo nunca, porque, un día en que los niños del pueblo le quitaron por la fuerza el cántaro de leche que llevaba y Selene lo recuperó a pedradas, uno de ellos, el hijo del alguacil, le dijo sólo para hacerle llorar que su padre era su tío el herrero. Selene rió a grandes carcajadas y pronunció las palabras fatídicas que sus enemigos habrían de recordar ante el Tribunal:

«Antes preferiría ser hija del Diablo».

D icen que toda aquella gente murió por mi culpa. Lo dicen y no encuentro la manera de que nadie me crea. Todos están ahora muertos. Ya no queda nadie que diga la verdad. Ni siquiera yo. Porque no tengo quien me escuche. Pero está escrito: el que tenga oídos para oír que oiga. Por eso te lo cuento a ti. El único amigo que me queda en el mundo. Un amigo que es más que humano.

Siempre han quemado a las mujeres que llamaban brujas. Me costó tanto descubrir por qué… Ellos mienten siempre. Mienten sobre todas las cosas, pero nosotras somos lo único sobre lo que les importa mentir. Algunos dicen que todo empezó el día en que te encontré. Es el mismísimo Diablo, dijeron entonces. Sólo eras un perro negro y grande, que en aquella época era pequeño y asustadizo. Te salvé la vida. Con el tiempo, tú me la salvarías a mí. Aquel día de noviembre, cuando cayó el meteorito, la gran oportunidad se abrió para muchos. La llanura estaba llena de extraños. Tú sólo eras un extraño más.

P rimero era ella sola. Luego llegó el cojo. Desde que llegó el cojo, las cosas no fueron ya las mismas. Un día el cojo desapareció y empezamos a verla con el perro negro. Algunos la compadecían. Yo no me dejé engañar. No me gustaba. No sabría decir por qué, pero no me gustaba nada. No sé si fui la primera en decirlo. Sin duda fui la primera en saberlo. La chica era bruja. Igual que su madre, lo mismo que su abuela. Su madre era mulata. Engañó al chico de los Galán, un chico bueno como su padre. No se parecía en nada a la madre, que había sido meiga hasta el día en que se murió y, sin duda, seguía siendo meiga en la otra vida. La madre le enseñó la magia de los negros, la magia que ella misma había empleado, porque la chica era de piel blanca, de piel blanca, pero de alma negra. Hay cosas que no cambian. Cosas que no podemos cambiar por mucho que queramos.

E ra el peor invierno de mi vida. Avanzaba bajo la lluvia, de vuelta al pueblo por entre los acantilados. El agua me mojaba las pestañas, el mar rugía y el aguacero bailaba a mi alrededor, como un aquelarre de brujas enloquecidas. El agua quemaba como fuego. La hierba parecía musgo al acercarse al abismo. Me detuve en el mismo borde del precipicio. Extrañas fuerzas en el cielo y en la tierra se habían puesto en marcha con la única intención de destruirme. No era momento para perder la cabeza. Sobre la hierba estaban los restos del almuerzo que había vomitado. Y eso no era lo peor. Hombres que nunca había visto antes me buscaban para matarme. Y no tenía ni idea de qué hacer con mi vida.

Estaba en Asturias, de pie sobre los acantilados del destino, haciéndome más vieja cada minuto que pasaba. Medía un metro sesenta y cinco y, por más que había hecho largos en la piscina del Raval, no había conseguido estirarme por encima de mí misma. De pequeña quise ser piloto de aviación, pero no sólo era mujer; peor aún, era miope. Tenía la cara tan llena de pecas como lo está una jirafa de lunares. Era demasiado corta de estatura incluso para ser azafata de avión y ya no iba a crecer ni un centímetro más; al menos, no hasta que estuviera en mi sepultura. A pesar de mis sueños infantiles, no había logrado subir nunca a un aeroplano. Sin embargo, me subí al podio como número uno de mi promoción en la Facultad de Historia. Eso sirvió de algo, pero no de mucho, ni durante mucho tiempo. Me habían echado del trabajo. Gané el primer juicio por acoso laboral del país. Había salido en todos los periódicos. Un caso histórico. No me había servido de nada. Por más que había intentado conseguir trabajo, en cuanto reconocían mi nombre, encontraban alguna excusa. Y, ahora, yo acababa de darles la excusa definitiva.

Párate, me dije, ¿qué es lo que te pasa?

¿Por qué has vuelto aquí? ¿Creías que encontrarías algo nuevo? ¿Algo diferente? ¿Una respuesta? Porque la verdad es que no hay respuestas. Y lo único cierto es que te haces más vieja cada minuto que pasa. Todavía no has cumplido los cuarenta y, para ti, ya es demasiado tarde.

Has vuelto a este pueblo adonde no debiste volver, donde no te quieren y nunca te han querido. Un pueblo arrimado a un precipicio, como tu propia vida, con el dinero de la indemnización y la frágil excusa de tu fascinación por una bruja del pasado. Casi me das pena. ¿Adónde crees que vas a llegar? ¿Qué vas a descubrir? ¿No tienes miedo de la verdad sobre las brujas? Que eran pobres mujeres como tú, que querían ser amadas como tú. Y al final sólo las esperaba el fuego.

E l día de Pentecostés, y en el mismo momento en que intentaban que el cuerpo de la difunta Luz Cifer Fuentes entrara por la puerta principal de la iglesia parroquial de Priorio, un rayo fulminó la cúpula de la basílica. Murieron tres personas. El cuerpo de Luz Cifer jamás llegó a entrar en la iglesia y por expreso deseo del señor párroco se la enterró sin misa ni bendición en un terreno cercano al cementerio, sin consagrar. Todos habían dicho que era bruja.

Cuando leí en el periódico la noticia, la tomé por una broma de esas que los becarios, con más ingenio que sueldo, gastan a los sufridos lectores, domingo sí, domingo no. No era ninguna broma, sino el comienzo de la más macabra historia que me ha tocado vivir.

E n el principio era el verbo. Y el verbo se hizo cuaderno. Y habitó entre nosotros.

Antes de un libro siempre hay una taza de té.

Abrí el cuaderno y escribí: «Aunque seamos malditas».

Llevaba años trabajando en la historia de Selene, la partera, la que hablaba con los lobos. Injustamente acusada y perseguida y al final quemada en la hoguera por bruja.

Aquél había sido el sentido de mi vida. Un sentido sin sentido, como el de la mayoría de la gente, con el que pude ir tirando por un tiempo.

Luego lo olvidé. Con el proceso, los periodistas apostados en mi puerta, las gafas negras y los programas de televisión, la caza de brujas dejó de ser algo del pasado para convertirse en parte de mi presente.

El teléfono no dejaba de sonar. Pensé que nunca dejaría de sonar.

Y un día dejó de sonar. Se olvidaron de mí. Los amigos y los enemigos. Volví a ser yo misma. Volví a quedarme sola. Para unos había sido una víctima, para otros una embaucadora. Había leído tantas cosas sobre mí, que ni yo misma sabía quién era.

Todos los días leía esos periódicos, que ya no hablaban de mí como si fuesen el mapa del tesoro. Creía en la letra impresa, en la verdad de lo que ha sido escrito. Las palabras se las lleva el viento. Los libros se los lleva el olvido. Creía que en alguna parte, entre la tinta que se me quedaba en las manos, estaba la clave o el sentido perdido de mi vida.

«Antes preferiría ser hija del Diablo», escribí y al escribirlo supe que eso era lo que había dicho Selene. Avanzaba a tientas en la oscuridad, a veces encontraba un viejo legajo, algún documento en el Archivo Provincial, una mención en una tesis doctoral y conseguía ver a Selene por un momento. Los papeles viejos eran como cerillas que iluminaban por un instante un retablo. Los personajes de la vida de la comadrona cobraban vida unos segundos y enseguida volvían a sumirse en lo oscuro. Era como un secreto que me contaban al oído en la oscuridad. Alguien encendía una cerilla e iluminaba partes de la historia como si fueran trozos de un retablo, pero la luz duraba sólo un instante. Yo seguía buscando la fuente que aclarase todas mis dudas. Una vela, una lámpara, una partida de bautismo que diese luz el tiempo suficiente. Sabía que entonces la historia completa, el gran dibujo, que siempre había estado ahí me golpearía en los ojos. Mientras tanto, sólo tenía fragmentos. «Antes preferiría ser hija del Diablo», había dicho Selene, la hija del herrero.

Empezaba a creer que mi tarea era imposible, que el oficio de historiadora era peor aún que el de inventora de historias. Que nunca había habido nada nuevo bajo el sol, ni nadie que supiese encontrarlo.

Y, entonces, encontré la historia de Luz Cifer. Un nombre imposible para una historia imposible.

Las brujas son un invento europeo, que luego hemos ido exportando. En el resto del mundo conocen la brujería, pero no a las brujas.

Aunque no lo creamos, toda Europa es una misma cosa. Al menos lo son los pueblos. Los domingos se hace bricolaje y se envidia al vecino. Los días de semana se trabaja y se ahorra para comprarse un coche más grande que el del vecino. Sólo los sábados la gente sale a la calle o al campo con la esperanza de hacer algo distinto, de ser diferentes por un día, por unas horas. Puede ser la cerveza, el fútbol o las setas. Los hombres salen al campo para ser distintos.

Y algunas mujeres vuelven al campo para ocultarse, para ser como las otras o para que no se note si son distintas. Porque algunas mujeres siempre han querido ser como las demás y nunca lo han conseguido.

L a víspera del día en que debían quemar a su tía Milagros, Selene se levantó antes del alba. Estaba oscuro, cantó un gallo y temió que amaneciera de repente y la descubrieran, pero ella sabía que los gallos cantaban toda la noche. Se escabulló hacia la cuadra, alcanzó el corral y salió de la casa procurando que el ruido que hacía se mezclase con el de los animales que a aquella hora empezaban a revolverse en sus sueños temiendo ya la mano que vendría a ordeñarlos, a quitarles el huevo, a robarles lentamente lo que tanto les costaba engendrar en su seno. Quería comprar dos maravedíes de lino pero alguien le dijo que la lana ardía mejor. Tenía que guardar algo de dinero para sobornar al verdugo y que la leña estuviese seca y crujiente. Ella misma la había recogido y la había llevado a la cárcel cargada a sus espaldas, aunque las prisiones de la Inquisición donde estaba su tía se encontraban a medio día de camino. La vieja hilandera, su única amiga, le dijo que era inútil. Si no sobornaba al verdugo, la leña seca sería vendida y su tía sería quemada con troncos jóvenes y húmedos que arden lentamente y te ahogan en humo negruzco. Las oraciones puede que no ayudaran pero el oro podía hacerlo. Selene no tenía dinero. Por suerte, el día anterior la mujer del cantero se había visto aquejada de un horrible mal de muelas. Su tía Milagros era la única del pueblo que hubiera podido ayudarla. Selene tenía ahora sus instrumentos. Le costó mucho sacarle la muela y más aún sufrir sus insultos y sus gritos. Esa misma tarde, se encontró mucho mejor y la mandó a buscar para darle dos maravedíes. Uno por haberle sacado la muela y el otro para que ayudase a su tía. Entonces se dio cuenta de que la mujer del cantero era una buena mujer. Su tía Milagros la había asistido en los partos. Con manteca y buena mano le había dado la vuelta al único varón que había traído al mundo y que venía de nalgas. A su tía Milagros no se le había muerto en el pueblo ninguna parturienta. Que ahora dijeran que eso era mérito del Diablo, a ella no le importaba. Su madre había muerto de parto, seguía diciendo la mujer del cantero, le daba igual a quién hubiera que agradecérselo, esperaba que llegara un día en que, gracias al divino o al maligno, las mujeres no tuvieran que morir al dar a luz.

Selene, aunque sólo tenía trece años, le tocó la frente para ver si el flemón le había hecho subir la fiebre en exceso, y luego le dijo que callara, que tales cosas podían llegar a otros oídos y de éstos a los del Santo Oficio, pero la mujer del cantero ya le había puesto el dinero en la mano y cerraba la puerta tras de sí, santiguándose.