Paquete

Cuando la voz de la bestia malacara se mete en la cueva de las muñecas suena a profanación, a patada en la puerta, a ocupación ilegal, a allanamiento de morada con agravantes. Algo viola el templo. Un espantoso cangrejo ermitaño se decide a forzar la valva de un caracol marino. Con las pinzas y las antenas por delante.

Suena el bramido de una cosa que lo mismo podría ponerse a aporrear la abertura de la caverna como un gorila. Bien parece capaz de derribar a hostias medio sistema de túneles. El ancho apaisado de sus puños es el del lomo de un espalda plateada. Cuando los cierra y los aprieta sus nudillos rechinan como las mandíbulas de un babuino.

La berrea del Wendigo estalla de repente en la entrada de la gruta y barre la cueva al completo, le saca un escáner por ultrasonidos, retumba por todo el sistema de túneles lo mismo que si acabaran de llamar al timbre del infierno. Cariño, ya estoy en casa, ponte a cuatro patas. Policía, no es necesario que abra la puerta, traemos una orden de registro. ¿Está Flecha Gorda? Vengo a atizarle con una diana bien grande, a hacerle entrega de una citación judicial.

Doscientos metros más abajo, Flecha Gorda araña con la vista la bóveda de la cámara y comprende que no saldrá vivo de ella, da igual dónde se agarre. Su mirada recorre la roca y sobre la piedra blanca parece proyectarse a la luz de las velas toda la vida del jefe cree, como el tráiler de una película de narcos de esas que pintan bien y acaban mal. Le vienen a la cabeza cosas que nadie pensaría que se suelen pensar en este momento. Se da cuenta de que, cuando todo da ya igual, la cabeza vuela libre y se puede meter en cualquier agujero feliz.

Y ahora mismo cualquier agujero es más dichoso que esta cueva. Cualquier refugio parece más cómodo desde aquí. El sabor del café que hace mamá. El saldo que queda en la cuenta de Skype. Aquella canción que solía silbar cuando trabajaba en una fábrica de encurtidos en Argentina. Un anuncio de pasta de dientes que siempre le hizo gracia. El importe del seguro de la ranchera que hay que pagar este mes. Fogonazos. Llamaradas. Deflagraciones. Fucilazos.

Fuegos artificiales particulares.

En el formato MPG del cerebro del indio.

Todo eso que puede verse en la oscuridad de los cañones, antes de que lleguen los destellos.

Porque dentro de nada viene el gran taponazo, la detonación que Flecha Gorda sabe desde hace años que marcará el fin de sus días en este mundo. El agujero lleno de negrura en el que caga de miedo el jefe del clan está a punto de anegarse de fuego por un instante.

Se oyen las pisadas del Wendigo tronando igual que un búfalo a la carrera por las paredes de la gruta. La cosa está corriendo hacia aquí pero no sobre el suelo de la cueva, sino por sus muros y por su bóveda. Brama y muge el cabreo que trae consigo y a su paso caen arrollados los carámbanos del techo, se desprenden laminados y esquirlas, caen finas columnas de polvo calizo cuando son pateadas todas y cada una de las cúpulas de la cueva. Rascan y crujen varios cascotes y hasta se diría que tiemblan las concreciones calcáreas del suelo. Los cielos de la tierra están estallando a lo lejos. Pero todo se acerca. Hay una bestia de novecientos kilos de músculo y cascos que está a punto de irrumpir en esta cámara a oscuras.

Así que Flecha Gorda se lleva la mano a la entrepierna.

Se la mete en el paquete.

Aparta su flecha no tan gorda y escarba hasta sacar lo que ha estado transportando entre los cojones desde que se hizo trapichero.

Una granada de mano.

Ese es el secreto ya no tan secreto del macho alfa ya no tan macho y, desde luego, no tan alfa. Pronto habrá quedado reducido a épsilon.

Porque la silueta del Wendigo ya se recorta en la roca que hay junto a Flecha Gorda.

La merca gorda es un horror peludo, de la altura de medio elefante. De patas cortas que agarran cosas y brazos interminables, a cual más ancho. Sus espaldas difícilmente parecen caber en la gruta. Tiene unas pupilas que aparecen refractarias a la hoguera, horizontales, dos rajaduras al rojo. Grandes como el esternón de un niño.

Primero aparece la luz de sus ojos, al fondo de la gruta. La merca avanza un poco y ya muestra las fauces. Tiene los colmillos salientes de un tigre dientes de sable. Mira al humano olfateando el tufo de su bombona de butano, entornando los ojos, reduciéndolos a dos rendijas finas.

Que miran al líder narcotribal que va a morir.

Flecha Gorda, cuando dice cuatro cosas en cree.

Tiene la mirada perdida. Tararea algo ñoño. Susurra una cosa sobre el seguro de su furgoneta y otra sobre el café de su madre. Luego dice algo sobre el saldo que queda en su cuenta de Skype.

Y luego una cosa sobre la merca.

La cara de la merca le ha vuelto loco por completo.

Dice:

—¡Señor Malacara!

Y luego añade:

—Así que eras tú… —y las carcajadas le impiden continuar la frase. Al poco se serena y pronuncia esta otra como el que lee su epitafio:

—En diecinueve años he soltado siete entregas de tu calibre, en la taiga… Ojalá hubiera venido a matarme la más grande de todas.

Entonces el cuerpo del Sasquatch se tensa como esas ballestas que amortiguan los camiones de ocho ejes. Formas redondeadas que se vuelven de acero bajo un manto manchado de pelo, de pelo áspero y sin brillo. La merca es músculo convertido en resorte. Una acémila de novecientos kilos que va a saltar, lo mismo que un explosivo. Lo mismo que el automático de una central nuclear coreana. Lo mismo que uno de esos gatos que culean al preparar la maniobra de caza, implacable. Letal.

La cosa merca está a punto de aplastar.

Así que Flecha Fofa tira de la anilla.

Y kabum.

Pólvora y metralla. Chispa y centellas.

Muerte y oscuridad, tras la llamarada.

Estos sí son los fuegos artificiales particulares de Flecha Gorda. El flash de su photo finish.

Un espectáculo privado que paladear durante las últimas centésimas de la consciencia, antes de la intimidad más negra, tras la luz más brillante.

Porque le sale de los cojones.