Mac sale de la cueva de las muñecas como el soldado que se pone a tiro. Irrumpe de repente en medio de los retoques finales de quebranto y depredación, justo cuando la merca está rematando a los últimos supervivientes. El poblado ha sido aplastado en un tiempo récord. Ya casi no suenan los gritos y los golpes.
Todo es negrura, y cosas que se mueven dentro de ella como ratas en un cementerio.
Como ratas de ciento cuarenta kilos.
6:32
Hay criaturas inquietas por doquier. Se están parando. A la luz de las estrellas, algunas de ellas parecen adoptar posiciones de descanso, se agachan, se acuclillan, se sientan, se atusan el pelaje, se relamen la sangre de las zarpas. Otras se arrejuntan en grupúsculos, se comunican con miradas, gestos, lenguaje postural, meaditas territoriales, bufidos, gruñidos guturales, leves aullidos. Se diría que hay medio centenar, a cual más deforme, pero a duras penas se pueden distinguir sus formas.
Sólo se muestran bien si se acercan mucho.
Y algunas deciden hacerlo.
Frente a Mac se planta un enorme muflón bípedo (ID: Aries Terribilis, v2.0), de cuernos rizados, que tiene los cuartos traseros atrofiados y los delanteros sobredimensionados hasta extremos que hacen pensar que podría ser casi un primate, o un hiénido. O puede, simple y llanamente, que haya algo de cabronazo en él. Su cara parece la de un carnero con labio leporino.
Justo a su lado aparece un orangután gibado como un dromedario, de patas dobladas. Se mueve a grandes botes lo mismo que un canguro (ID: Nulo. Sin datos). Cierra el paso de un salto. De un salto que lo mismo podría alcanzar en marcha el vuelo de un hidroavión. Su campo visual encuadra a Mac, está pestañeando al ritmo de un tic nervioso, haciendo los guiños de un chivo loco. Y sonríe.
No es que haga una mueca ni que muestre la dentición como hacen algunos primates para intimidar. Nada de eso. Está sonriendo. Y dice:
—Hello.
Así. En inglés.
Su voz es la de un niño alcohólico. Sus ojos, cómo no, de cabra. Tiene las pupilas encendidas, dos rendijas de luz tenue que parpadean lo mismo que las guías de una pista de aterrizaje. Su nariz parece de cerdo. Alrededor del cuello tiene las barbas de un león.
7:40
Mac traga saliva, traga bilis, agarra fuerte la cintura de Perla y apunta al frente con la ametralladora. No está seguro de saberla manejar, y menos con una sola mano.
Y la merca sabe que la ametralladora no dispara igual que la pistola de bengalas.
Al plomo no le tiene miedo. No recula ante él. Sólo lo observa con curiosidad y un ápice de respeto.
Los críptidos estudian a Mac en grupo, con arrullos y susurros, con sus ojos de íbice nocturno. Mac calibra la posibilidad de moverse en dirección contraria al lugar donde ha dejado su moto, para esquivar al cangurangután que habla, pero al volverse al otro lado descubre a otro espantoso híbrido que le muge al tiempo que acaricia con uno de sus pies el firme del suelo.
Es el gesto de carga de un toro de lidia a punto de embestir.
Y su genoma.
La criatura está hecha con una mala leche que haría temblar a Teseo… Parece un hombre, con cabeza vacuna y las astas de un bravo (ID: Minotauro, v1.0). Todo músculo. Nada en el cerebro. Aguarda órdenes.
Del jefe, que ahora viene.
8:00
Asoma de entre la oscuridad el críptido más grande, a plena carrera. Los otros se apartan un poco, y ahora es cuando vamos a ver lo que pasa aquí.
Si habrá tiros. Si el hombre de fuego saldrá de ésta.
El macho alfa tiene un tamaño superlativo, es una sombra densa de las de este sitio, tiene casi la silueta de las colinas, o de los grandes arces. Perla apenas consigue enfocar nada con sus ojos, con tanta tiniebla. Se deshace en mil vértigos, la vista se le nubla todavía más. Suerte que tiene, porque eso es lo que le está salvando la cordura hoy.
La cordura. Mac no gasta mucho de eso. Se queda mirando al líder de la manada de monstruos y de pronto comprende un montón de cosas.
Porque la luz de la luna le revela claramente que hay algo mágico en la cara del Wendigo. Algo que es como cantar bingo en un funeral.
La bestia tiene manchas en el pelaje facial. Parece que le hayan pintado en blanco el mapa de Grecia sobre la boca y el de Islandia a un lado de la frente. Rediós. Esto no es que sea una coincidencia, es que parece hecho aposta.
El vitíligo de Mac y el camuflaje corporal del manto de la bestia están casi cortados por el mismo patrón.
Coño.
Mac y el Wendigo se estudian. La ametralladora baja su punto de mira. Las narices se acercan.
8:10
Chocan los alientos. El jadeo histérico de Mac. El resuello pestilente de la otra cosa.
Mac sonríe. Se siente a medio trastornar.
Y dice:
—Hola, Señor Malacara… Jojojo… Usted sí es el Señor Malacara Pijuda.
—Señor Malacara Pijuda —añade Perla, en voz baja, con una risita.
El Wendigo asiente. No es de los híbridos que hablan. No entiende del todo lo que ha dicho Mac.
8:15
Pero asiente con la cabeza, sin dejar de mirar al hombre que huele a aceite de motor.
Mirar a Mac es como mirar su reflejo en los embalses de este Territorio y verse persona.
Mirar a Mac le hace sentir que ambos pertenecen a algo idéntico. Que no son tan monstruosos. Que no están tan solos. Que, en cierto modo, tienen una misma identidad.
Comparten sangre.
Mac se mira al espejo. Piensa en su espejo, en el que hay en su vida. Porque tras el espejo de su lavabo es donde guarda las pastillas. Mira al Wendigo y el pánico le hace desear tranxilium, orfidal, rohipnol, trankimazin, valium, haloperidol. Ahora Mac se mira en la merca, en su merca. Es algo estupefaciente. Su estupefaciente.
Se ve en la bestia. La bestia se ve en él. Se reconocen. Hombre que deviene monstruo. Monstruo que viene del hombre. Perla le ha mirado y no le ha reconocido. El Wendigo le ha reconocido al mirarle pese a que nunca le había visto.
8:19. Y ya. Bum. Otro deus ex machina.
En eso que llega la llamarada solar del siglo. El firmamento se vuelve de un naranja ígneo y arranca a bailar como las olas del mar en una tormenta. La aurora boreal hace el día al explotar sobre las estrellas hasta cubrir absolutamente toda la bóveda celeste con varias ondas concéntricas de aparatosa radiación solar, y toda la escena de engendros queda groseramente iluminada.
Arden las alturas. Justo ahora. Anda ya.
Esta noche todo el cielo es un incendio. Una luz descontrolada.
No es como las hogueras que a veces enciende la criatura. El Wendigo es el único ser de toda la merca capaz de dominar el fuego, por eso le adoran y le temen tanto, porque a veces les hace comer setas venenosas y luego bailar alrededor de una fogata, como la que vio el piloto del hidroavión al llegar al territorio.
La merca está larvando un culto, una religión, una mitología propia, una jerarquía mística y social. Ya tiene sus rituales. Y unas ideas muy febriles acerca de lo que son y significan las luces del cielo. Que nunca antes habían brillado tanto.
La luz fantasmal de esta aurora la están viendo en Jamaica. Sí.
Pero no como aquí.
Aquí parece que se vaya a acabar el mundo.
Y la merca arranca a cantar, a bramar, a mugir. El coro de voces espantosas celebra la cólera de los dioses con una intensa algarada. Las alimañas patean, dan saltitos, rebuznan, berrean. Hacen chocar sus cascos. Dan latigazos con las colas. Una de ellas derriba un árbol de un guantazo. Otra aúlla hasta que las manadas de lobos que orbitan en torno a la reunión de críptidos responden a la celebración y se ponen también a celebrar la inmensa hoguera de plasma que incinera las capas altas de la atmósfera.
Las luces de los muertos.
El Wendigo mira al cielo y luego mira a Mac. Vuelve a asentir.
Y se aparta.
Mac se apresta a arrancar la marcha, a caminar hacia su moto.
A su paso, las criaturas se hacen a un lado. Ahora pueden verse bien. Son peores de lo que el ojo alcanzaba a adivinar bajo la luz de las estrellas. Se van apartando, todas.
O casi todas. El oso hormiguero con púas de erizo que sorbe y lame el tuétano de El hombre de la botella de pis valiéndose de una lengua de medio metro parece no enterarse de nada. Es casi ciego. En cambio, hay una mujer negra con blindaje de armadillo que se hace a un lado para dejarle paso a Mac con una ampulosa reverencia.
Parece que algunos especímenes han estado interactuando con sus diseñadores, aprendiendo cosas de los hombres como los que trajo el convoy. Hasta decir basta. Hasta decir hello.
Mac reprime las náuseas y vuelve a vencer a su ataque de pánico. Comienza a andar hacia su moto, despacito, con movimientos suaves. Tirando de Perla con cuidado. El olor de las bestias imposibles le envuelve.
Hacen un pasillo de almizcle para él. Un corredor de pelo, largo, interminable. De paredes que bullen y vigilan. El techo arde hecho un océano de lava, se agita y cambia de colores pero sin abandonar los tonos ígneos. Amarillos. Azules. Rojos. El cosmos es una hoguera descontrolada. Hay mil sombras anaranjadas y negras que se proyectan de un lado a otro. Monstruos artificiales particulares. Drogas duras. El bosque enloquecido se abre vivo para la pareja y la deja escapar. Perla cojea, trastabilla, intenta enfocar las piedras del suelo. Musita cosas en castellano. Va saliendo del poblacho, a trompicones.
Y así es como los dos malcarados alfa de esta historia se separan, el motero y el Wendigo; Se alejan despacio, tras mostrarse respetos. No es que las mandíbulas se hayan abierto paso. No es que la ametralladora haya servido de nada.
Sólo ha valido para que Mac reuniera agallas. Para darle tiempo al Sol.
A un Dios que siempre hace su trabajo. Es una de esas putas que no libra ni por las noches.
La oportunidad de Mac ha venido por casualidad. Cosas del destino. Ese cabrón malcarado que siempre se la solía jugar.