Fuego

Oscuridad, creciente, como un oso negro aproximándose a la carrera. La merca se abre paso a golpes en el poblado de los cree. Está apagando fanales, faroles, linternas. Atacan a las luces primero y a las personas después.

Y vaya si las personas van después.

Berridos por doquier. Suena un desgarrón y tras él un grito de horror y el sonido de una larga serpiente de tripas derramando su peso, toda una cagada húmeda sobre el musgo boreal. Alguien ha sido desintestinado.

Dios santo. Santo Dios. Que estás en los suelos. Que acabas de palmar.

Suena el batir de unas quijadas de coyote, justo después un alarido y el desplomarse de otro cuerpo que cae.

Y luego más gritos de la misma voz, en idioma clisteno, berrando al ritmo de un masticar perruno. El masticar chapotea, desgarra y engulle a la voz, hasta que la voz se desgarra también. Luego se escucha otro bocado, que astilla lo mismo que un cepo al cerrarse, y ya no hay más voz.

Mac atraviesa el poblado cree pisando huevos. Camina y se siente como un zompo borracho en un campo de minas. Teme despertar la cólera de la bestia. Cada vez está más oscuro. Las luces suaves del campamento indio le han acompañado en sus últimos pasos hasta aquí. Ahora se van apagando junto con las vidas de los que las encendieron.

La merca parece temer más al fuego que a los que lo hacen. Y está frenética.

Porque hay una jauría de fieras masacrando en este sitio. Una traílla de cosas aceleradas, mil caras sin esquilar, siluetas horribles e imposibles, que se dispersan por todas partes. Difusas.

Furiosas.

Bullen por dondequiera, en turba. Mamíferos irreales que se hacen con todo, ventoleras de pelo y uñas. Puños. Que arramblan con cuanto pillan a su paso y devastan sin compasión carne, metales, hueso, madera, piedra, rollos raros. Personas. Intenciones. El secreto de los cree está siendo desmontado y desarmado, alrededor de Mac. Hay medio centenar de colas velludas, mandíbulas de rottweiler y zarpas de león que se mueven desafiando a la vista y a la cordura lo mismo que una horda de hunos al arrasar un asentamiento romano. El lugar sin nombre queda inmerso en una tormenta de hostias que cae de repente de los árboles, que no duda en hacer astillas los listones, las pértigas y las paredes, ya sean de madera rígida o de ese PVC que se dobla como el bambú. Los críptidos no vacilan en convertir las cabezas de los niños cree en nubes de color rojo vivo, en volcar y hacer rodar caravanas, rancheras y todo terrenos, en arrojar adultos hacia el cielo como el chaval que le arrea una patada a un balón para encalarlo bien alto. Allá vas, juguete de chicha, te chuto para que ver si así te destazas en mil pedazos, lo mismo que las avellanas.

La merca, esa ráfaga de cerdas y almizcle, está molesta como nunca. Sabe que los hombres que huelen a alquitrán han venido por algo que habrán hecho los hombres que huelen a hombres. Sabe que últimamente se han juntado los unos con los otros, y no duda en desprenderse de todos. Ha volado el convoy que les ha mandado Ottawa y ahora se dispone a pasarse por las zarpas y los colmillos a los cree con los que su especie solía tratar.

Porque el trato era simple.

Compartir espacio abierto, en libertad, con el bosque. Contra los enemigos de la taiga. Mantenerlos lejos. La merca siempre ha sabido que, de algún modo, los cree andan por ahí cuando aparecen nuevas crías imposibles. Sospecha que algo tienen que ver los unos y los otros. No le tiembla el pulso al mandarlos al infierno, juntos, a todos.

Porque esta vez le han fallado. Han hecho cosas feas.

Primero poner a volar el avión sobre una fogata ceremonial, bajo las luces más sagradas del cielo, las que no pueden apagarse a pisotones, a coces, a guantazos. Tamaña blasfemia. Tras ello aparecieron unos cachorros todavía más hermosos que los últimos que trajo Flecha Gorda, hace ya unas cuantas lunas. Acto seguido, los hombres del asfalto mandaron en plena noche a una luciérnaga de hierro que a su vez hizo que arribara al Territorio una caravana de vehículos como nunca se había visto en estos parajes.

Es demasiado. La merca dice basta.

La merca dice sangra.

Dice toma.

Dice fuera. Apaga las luces. Hace el silencio. Termina con el bullicio y las palabras de los hombres para imponer la música del bosque.

Y en medio del caos aparece la figura de un tío cagado de miedo. Paso vacilante, pero que no deja de avanzar, ni de apestar a aceite de motor y a carburadores sucios. Mac se abre paso. Las palmas de sus manos hacen ver que está casi temblando, pero él no desvía el camino ni se detiene ni flaquea de piernas. Sólo avanza. Atraviesa un bombardeo que no va con él.

No es su guerra.

Intenta ver algo entre tanto caos. Busca a la chica. El mundo ya puede estallar, irse a tomar viento. Que se maten los yetis y los indios y un elefante dándole. Que venga la CNN a cubrir el embolado para que lo miren otros. Que traigan canapés de caviar y celebridades y a Oprah, y a YouTube, y a otro elefante dándole. Mac sólo ha venido para llevarse a Perla y salir de este barullo. Tanta gaita rara. Él nada más pretende escapar de la MTV, la NSA, el CSIS, la CBC. Siglas. Pamplinas. Mac quiere sacar de todo esto a su nena y volverse a su taller. A Private Fireworks. Si su vida estuviera dispuesta a soportar cosas de éstas, mediaría su guitarra. Pero no es el caso. Ya no.

Aunque se avecina el momento M.

Para Mac existe un límite. Lo Marcan con la M.

Tanta traca no es para él. Estos no son sus fuegos artificiales. Los tiran para una boda a la que no le habrían de invitar. Pero la M, de Malacara Pijuda, todavía no es la letra por la que va su hipoteca cerebral. Mac no se piensa amilanar ahora, aunque ya empieza a preguntarse cuánto más aguantará. Ha dejado sus ruedas cerca y en este momento se dispone a encontrar a la nena para salir a toda castaña de este sitio, y a los trapichas y a sus bestias que les den. No entiende mucho, pero se imagina cómo va todo esto. Y no, no va con él.

Parece que los narcos han vuelto loco al bosque. Pues vale. Eso no es que le concierna a Mac. De hecho, le va a ir bien. Seguro que ahora ya no le vienen con más milongas. Y esta vez se ha traído una pistola de bengalas y dos agallas. ¿Dónde habéis puesto a la chica, hatajo de hijos de puta? Me parece estupendo si os pillo en plena gresca interna. Ahí os maten a todos.

Así que Mac echa a andar como un niño autista, entre los gritos y los aullidos. La merca suena a jauría en pleno festín. La gente a accidente de aserradero y a gárgaras con cuchillas de afeitar. Y a Mac que todo esto le pone malo, conque intenta que no le hagan perder el control sobre sus fobias. No enfoca los detalles. No mira ojos ni objetos. No presta atención a los sucesos.

No se da cuenta de que la merca ya le ha visto a él.

De que le mira y, cuando lo hace, se detiene por un instante. Lo observa con curiosidad. Sin acercarse apenas. Lo estudia con… ¿respeto?

Mac no se entera de eso. Sólo intenta ver algo al frente, recuperar eso de que sean las estrellas tan potentes de este cielo las que iluminen sus movimientos. No piensa salir tras ese chaval que intenta huir hacia el embalse portando sobre su espalda una canoa justo antes de que su espalda se convierta en un aspersor de sangre de jardín. Ahora el musgo boreal es verde, ahora rojo, ahora haz como si fueras daltónico o tendrás que vomitar. Ahora han apagado otro de los faroles y ya casi no se ve nada. Y tal vez sea mejor así. Mac no se quiere ni fijar en esa mujer que intenta huir llevando a su hija sobre los hombros hasta que (escapa un tajo de los árboles y) ya no tiene hija. Ni hombros. Mac no quiere saber nada si suenan disparos o si hay una bestia con cascos de burro y puños de gorila que está convirtiendo en compota de arándanos a un par de desgraciados, a su paso, a su derecha. A su lado.

Mac sólo tiene pupilas para Perla. Pero Perla no aparece. Sólo aparecen el caos y la destrucción. Y desaparecen las luces, golpe tras golpe. Va a ser que no hay espacio para Mac y Perla, aunque ellos sólo venían aquí para echar un polvo. Otro. Que ésta es la historia del polvo dos. De un espectáculo personal, de unos castillos de fuego mentales que todavía no han llegado.

Entonces cae frente a Mac una cosa que no está hecha para verse. Le hace frente. A dos centímetros de su cara. La mitad de las criaturas que componen la merca están mirando a Mac con ojos curiosos y sin acercarse. Pero este espécimen no.

Este es de los que hacen frente a todo. Un macho retador, territorial.

Brama en su cara un grito que haría agruparse y retroceder a los lobos. Le aúlla en la testera y salpica en su cara el sonido de la taiga hecha locura. Hola. Yo no soy el reclamo de un reno. Tú de qué vas.

Mac mira un cacharro tuneado, customizado, trucado; personalizado, como las máquinas que suelen entrar en su taller. Salen de él hechas pecado, cuero, metal y blasfemia. La criatura que le cierra el paso a Mac ahora apenas puede distinguirse con tan poca luz, pero tiene el mismo acabado modular, quimérico. Fauna cruzada. Teriomórfica. Un error en los semáforos del mundo animal. Piernas de simio terminadas en pies prensiles. Brazos conectados al cuerpo con lo que parecen unas alas de murciélago. Abdomen de canguro, con bolsa marsupial. Cola de gato erizada igual que se erizan las colas de los gatos al pelear. Y cosas que no alcanzan a verse bien.

De un salto se baja frente a Mac un tocho compacto (ID: Papio Letalis, v3.12), de doscientos kilos de músculo y crines, de quijadas y espumarajos; dispuesto a ejercer de implacable portero de discoteca. De trasto definitivo. De valla de concierto. Atrévete con mi carburador. Con mi chasis.

Su cara es todo fauces. No hay nariz. Apenas se le ven los ojos más allá de un par de rendijas sutiles, de cabra. Mil colmillos que escapan de una comisura afilada. Sonrisa hecha cepo.

Y Mac, a punto de vomitar, saca la pistola de bengalas, apunta arriba y al frente con ella.

Es un arma de fuego. Tiene un gatillo. Puede detonar. Explotar.

Bosar una centella.

Y esta merca puede asumir impactos del treinta y cinco sin que el cuero de su piel se abra. Puede encajar disparos policiales y luego irse a cazar caribúes, como el que lava.

Pero la que va a sonar ahora es una pistola de bengalas. De una pólvora que arde despacio, señalizando, incandescente; cohete pirotécnico, baliza de luz, tizón al rojo, colilla de centinela, cigarro en una garita, aurora boreal en el firmamento. Uno de esos proyectiles incandescentes, los que hacen los hombres para marcarle su posición a los helicópteros de la Sûreté.

Mac aprieta el gatillo de plástico y manda a la cabeza de la bestia un cohete de fósforo blanco que se tomará diez minutos en asarle los sesos en vivo. Diez minutos. Tan largos como los que tarda el Sol en llegar a nosotros.

El tiro le entra a la merca como un balazo por la cuenca de un ojo, se lo revienta y se le mete inclemente en la mollera, dentro de la cavidad encefálica, perforando materia gris y materia blanca, hasta instalarse en el centro del coco de la bestia. Y ahí se inflama y se pone incandescente. Cuarenta gramos de incendio de bengala que arderá y arderá, al tiempo que le cuece el cerebro al vivo. Y la merca se agita y convulsiona como un muñeco con epilepsia. Su cara se ilumina, una calabaza de Halloween, al rojo. Una tea viva. Mecha y carga de una traca nupcial que se apaga despacio y sin explotar. Su cabeza se consume igual que la de una cerilla, iluminando todo el campamento con una luz trémula y pulsátil, apestosa y chisporroteante.

Mac mira cómo se agota el combustible dentro de la calavera de la cosa que intentaba cerrarle el paso. Hay unos momentos preciosos de piromanía cerebral… Pero qué forma más horrible de espicharla. Esto no lo vamos a olvidar en mucho tiempo. Mac reprime otra arcada. Se acerca la M.

Bramidos de cien decibelios, ascua de carne, nervio y sesos a la brasa, que de pronto se dejan de doler y caen al suelo para empezar a retorcerse en unos espasmos cada vez más lentos.

Y así es como saldamos todo intento de enfrentar a la ingeniería genética contra un motero de pueblo a medio desempastillar, que únicamente ha llegado a este sitio para llevarse a una moza que, a su vez, pues… Bueno, lo mismo resulta que no merece tanto sacrificio.

Pero lo cierto es que Perla para Mac es como el contrapeso de una grúa. Le hace de palanca. Le da el punto de apoyo sobre el que podría mover el mundo.

—Dónde está, cabrones.

Un escenario plagado de ojos de cabra refulgentes que enfocan lo horrible de la escena, a la luz de la muerte. Los berridos de Mac también intimidan.

—¡Decidme dónde tenéis a mi amiga! —les grita. Mientras humea la mente de un críptido musculoso, de rodillas, frente a su pistola roja de plástico chino. De un único disparo. No es que a Mac ya no le quedan balas, es que su pistola es de las que no se pueden recargar. Una bengala desechable. Ese era todo su plan.

Ese y correr. Enroscar el acelerador. Salir cagando leches. Lo de siempre.

La merca ve lo que hace el arma de Mac. Calcinar hasta la ceniza la cabeza de sus semejantes. El hombre que huele a aceite de motor tiene un arma capaz de hacer que arda por dentro la cara de las fieras del bosque. Tiene un arma de fuego. No una de las que escupen plomo. Tiene algo mucho peor que el Zippo que enseñó anoche.

Tiene una cosa que hace que se consuma tu cabeza como si fuera la peor idea que te pudiera arder dentro. En vivo.

Y lo cierto es que la merca es una plétora de híbridos de mamífero.

De unas criaturas que saben de serie cómo es de espantoso el fuego. El chamuscar de tu pelo. El prender de los bosques. El sofocar del humo.

Lo hueles y viene lo chungo, el quemarse del mundo. El quemarse tú.

El horror. El cabello hecho mecha.

Todos los mamíferos temen al fuego. Es uno de los pocos miedos grabados a fuego en sus mentes. Lo tienen en común todas las bestias que han aportado material genético a la merca. Cérvidos. Mustélidos. Úrsidos. Cánidos. Équidos. Félidos… El instinto de evitar a toda costa el fuego es de las pocas cosas que comparten todos esos animales, en materia de etiología. Así que cuando el fuego demuestra su poder, la merca ve flaquear el suyo.

Recula.

Se aparta.

El medio centenar de engendros que se ha congregado durante los últimos cien segundos para ver arder a su amigo hasta los estertores finales abre un hueco, un acceso. Hacia un agujero.

Hacia el foso rampante que ha excavado otra merca, con garras de topo.

La cueva de las muñecas.

Pero dentro de la cueva se escuchan gritos.

La voz de Perla.

Bramando cosas en español.