El hombre de la máscara de gas está hasta los cojones.
Continúa al frente del aparatoso convoy, que a su vez sigue avanzando a velocidad de Unimog militar cargado hasta las trancas. El hombre de la máscara de gas es algo así como el explorador de la comitiva. Aunque sabe que el nombre que le dan sus jefes no es el de «explorador», sino «fuerza de choque», que es un término intermedio, pero molón, a caballo entre las expresiones «escudo humano» y «ariete de carne».
Hace mucho que el hombre se huele que la máscara de gas no le hará ningún papel en esta misión. Se figura que la contaminación que han venido a perseguir a este inmenso erial no es un diseño de biosíntesis, sino un producto de la ingeniería genética. Le parece lo más probable por cómo está yendo todo: sus jefes no llevan protección, pasan despacio los kilómetros sin que los sensores detecten nada inusual en el aire, no se detienen a tomar muestras de nada… Esto parece ser una infestación por un agente biológico grande y evidente, no por microorganismos.
Comienza a hacerse una idea acerca de lo que se cuece aquí, ha oído ya cuatro fragmentos de conversación al respecto. Teme que este sea un caso grosero de desarrollos descontrolados de recombinación, de splicing. Alguien podría llevar tiempo liberándolos por este paraje. Quizá sean varias decenas de especímenes, o de diseños. Ni idea acerca de por qué alguien haría algo así. Y ningún interés por conocer la respuesta. El hombre de la máscara de gas resuelve estos marrones sin preguntar mucho, lo mismo que devora los filetes de ternera sin querer saber cómo llamaban a la vaca.
Hay cosas que algunas personas hacen como el que lava. Da igual si lo que se cuece aquí es un asunto de bioterrorismo o de experimentación desordenada y desmandada. Nuestro enmascarado ha venido a este sitio a despejar el camino a los señores que le vienen empujando, que son agentes de operaciones especiales, encubiertas, irregulares, extraoficiales. De todo. Menudo despliegue. Qué de gente.
Todo eso le viene a la cabeza a El hombre de la máscara de gas, mientras se apoltrona en el asiento del copiloto del Jeep descapotable en el que avanzan, pisando la grava despacito, él y un funcionario. Que va al volante hablando de hockey sin parar, como si eso le tuviera que gustar a todo el mundo.
A ambos lados del camino, espesura ocasional.
Sobre las copas de los cedros, coronando la arboleda, inmóvil en las cimeras, se mimetiza la merca. Seis ejemplares adultos.
Apenas parpadean. Respiran a un ritmo despacioso y casi sincronizado. Achinan y entrecierran sus ojos como esos francotiradores que permanecen horas y horas petrificados, dispuestos si es necesario a mearse en los pantalones antes que a delatar su posición, perder la postura, la ocasión, la concentración.
El apostadero estratégico.
Porque la merca va de caza mayor. Se dispone a emboscar al convoy de vehículos tácticos. Para ello ha venido cargadita hasta las trancas de explosivos. Y se ha encaramado a las copas de los árboles. Media docena de monstruos diagonales, bizcos, imposibles, bastardos y otros cuatro adjetivos. Hay uno de ellos (ID: Behemoth, v2.1) con los brazos más anchos que la espalda. Dos con cabezas de mustélido. Uno de los que mueven la cola como si la cola tuviera su propio cerebro, ni que le hubieran pegado al culo una serpiente de dos metros. Uno que luce una aparatosa cornamenta de ciervo sobre la testa. La mitad tienen el pelaje listado o jaspeado, con tonos pardos, de piedra y tierra. Con un verde que recuerda a la taiga muerta. Con negro noche y blanco nieve. Casi todos montan el gen de ojos de cabra y unos enormes huesos frontales sobre los arcos superciliares que invitan a pensar en un cubicaje cerebral mayor que el del hombre. Rasgos comunes que evidencian que son diseños distintos de un mismo laboratorio, que fueron amamantados con compuestos lácteos distintos pero elaborados por el mismo ingeniero de proteínas.
Además el fenotipo de estos híbridos incorpora una serie de características que no se sabe bien cómo, probablemente por imprimación de aprendizaje, han terminado por aflorar en su conducta. Instintos de caza.
La altura como ventaja posicional y cinegética. La superioridad de la elevación sobre el terreno. El asalto dispuesto a caer desde arriba.
La merca toma altitud y desde ella se abalanza sobre su presa, el modus operandi de muchos cazadores selváticos. Felinos que acechan desde las ramas altas, como el jaguar. El Wendigo de esta historia entra en los tipis por la abertura de la chimenea, se cierne desde lo alto, porque ese es el lugar en que controla su territorio. El Rey León, oteando la extensa estepa que le pertenece desde la cúspide de una loma.
A estas criaturas les aterra manipular explosivos porque temen mucho al fuego.
Pero el hombre lleva armas de fuego.
De manera que la merca se aferra a las suyas. Qué remedio.
El plan es simple: saltan sobre los vehículos más gordos del convoy, montan sobre el techo una carga de C4. Y el jefe del comando (ID: Homo vorax, v0.8 Beta) dará la orden.
Es irónico, pero la merca está chipeada con un geolocalizador que informa de su posición en todo momento. Eso debería de frustrar esta emboscada, sí, pero es que, gracias a la actividad solar, los satélites de localización por coordenadas no funcionan bien.
Conque la merca siembra los explosivos sin que los hombres al mando de la operación puedan anticiparse a la jugada.
De pronto el convoy supera la posición del primer críptido apostado y, a la voz de un aullido de coyote, comienza el montaje de los fuegos artificiales.
Aunque nadie lo puede apreciar, si no es en las alturas. Los peludos se mueven como un equipo de rugby placando a un panoli a la carrera. Se abalanzan sobre las capotas de los vehículos del convoy. Pegan unos adoquines oscuros rematados por un pedazo de magnetita sobre los furgones, remolques, maleteros, laterales de la caravana. Chismes que quedan adheridos al blanco, pitando unos segundos.
Durante los cuales la merca escampa de un salto, a toda velocidad. Con todo, las criaturas apenas se dejan ver durante unos instantes fugaces. Las seis cosas de la merca aparecen de pronto, moviéndose como conejos a la carrera, hacen algo con los vehículos y ya no están. No visto y no visto.
Los hombres a los mandos de los vehículos se detienen tan en seco como lo permite la distancia de seguridad que separa sus automóviles. De algunos de los transportes salen enseguida unos tíos armados hasta los dientes y enfundados en unos petos de cerámica que parecen capaces de resistir al avance de una tuneladora industrial. Tienen fusiles de asalto, ametralladoras de mira telescópica o láser. Apuntan a la espesura, dicen cosas a sus manos libres, organizan despliegues tácticos en plan «avanza que yo te cubro». Se ponen sobre los cascos unas miras infrarrojas de esas que detectan el calor de los mamíferos en la oscuridad. O detectores de movimiento por ultrasonidos. Ponen en marcha la operativa planeada para esta tarea de extinción.
Y luego vuelan por los aires.
Por los aires.
El zambombazo de la explosión es, como muchas otras cosas en esta historia, la paradoja del árbol que cae en el bosque solitario. ¿Hará ruido al caer si nadie puede escucharlo? ¿Todos estos tíos sin pasaporte, dog tags[3] o números de la Seguridad Social dejarán algo detrás al desaparecer en una operación clasificada?
Porque sólo la merca puede ver lo que pasa. Cómo se forma una gran bola de fuego que alza el vuelo hacia la atmósfera, levantando primero una nube de hongo y después una columna de humo negro que arderá durante horas. Un espectáculo privado para la merca. Y la merca no existe. No es.
La merca es la confusión de lo mamífero, la convergencia de todas las bestias. Un mestizaje imposible, inviable. La merca no cuenta. No pinta. No se hace.
Pero esta ha sido su traca personal.
La contempla desde un altozano con sus ojos de pupilas horizontales. Achina al máximo los ojos.
Mueve la cola, zalamera. Juguetona.
Y ronronea.