No es una decisión que se fragüe en el calentón de una mala borrachera.
No es como ponerle los cuernos a tu pareja.
No es como abandonarla.
Abandonar a tu hijo. Que lo has parido. Que lo has amamantado. Que tiene los pómulos de tu madre. Que te mira y es como si te metieran un destornillador por un lacrimal y te lo sacaran por el otro.
Tú vas y lo abandonas con su padre. Pillas el dinero que hay escondido dentro de la vieja pitillera que os regaló tu suegro y le das un último beso en la mejilla a vuestro pequeño. Sales de la ciudad, pensando en no volver.
Lo de Perla es bajar a por tabaco al infierno. Una no se vuelve a sentir como una persona tras hacer algo como eso. No es que sea un abandono del hogar familiar, que lo es.
Es que sobre todo es un abandono de la propia condición humana.
¿Por qué hace algo así una mujer hecha y derecha? Una madre. ¿No es un crimen de lesa humanidad? ¿Será que hay un momento en que la humanidad es una cosa y tu familia otra?
¿Y si de pronto sientes que esos dos ya no son tu marido y tu hijo?
Es complicado.
Nos llevará su tiempo explicarlo.
Perla se empeñó en poner la cama de matrimonio junto a una ventana. Algunas noches, si la muchacha cree que les limpiaba la casa no cerraba las contraventanas, el cristal mostraba todas las estrellas del firmamento, hasta que salía el sol, y la luz del amanecer invadía el dormitorio. Junto a él pusieron la cuna de un chaval que les cambió la sonrisa para siempre. No es que fuera un pedazo del corazón de ambos, el churumbel. Es que con él dejaron de ser ellos para ser lo que a él le hiciera falta. Lo tuvieron. Se perdieron.
El uno al otro.
Fue llegar el bebé y dejaron de mirarse igual. De charlar como antes. De dormir abrazados. De apoyarse y (con el tiempo) de llevarse bien.
Una vez, a los varios años de sostener los pedazos de aquel matrimonio en descomposición, hicieron el amor. A la luz de la ventana. Tras ella el relumbrón de las farolas, de las estrellas, de los castillos de fuego del veinticuatro de junio, día de la fiesta nacional del Quebec. Día de San Juan Bautista. De la independencia, que no llegará jamás.
Orgullo nacional de los nacionalistas. Vino de hielo, desfiles, conciertos, pirotecnia. Desparrame. Noche en la que todo está permitido. Hasta follarse al marido.
Hicieron el amor mientras los fuegos artificiales les ponían en el cielo una miríada de estrellas postizas. Unas chispas más brillantes que las que mandan su luz a la Tierra, durante siglos, tras su muerte. Los cohetes de pólvora escupieron luceros y centellas efímeras que hicieron el día a su paso, que rasgaron la noche a jirones y en mil detonaciones de color.
Él miraba los destellos, boca arriba. Ella le montaba a horcajadas, haciendo otro tanto. Los dos mirando el castillo de fuego con los ojos muy abiertos, el follar de fondo, como si fuera oleaje. Perla y su esposo compartían polvo, canal y ventana. Apenas habían hablado en toda la noche y toda la semana. Pero allí estaban, marido y mujer, plasta y pelma, fornicando como dos lavadoras con distintos programas. Pim pam pim pam. Zumba zumba. Ñaca ñaca. Ñigu ñigu. Y todo eso.
Para qué más. Mecánica. Fricción. Y el orgasmo en ciernes sería como el petardazo final de tanta pólvora seca pero inútil. Así como si tras mucha traca el Quebec pretendiera irse de Canadá. O Perla irse de su marido.
Su marido, aquel tío gris.
Que se tendía todo lo largo que era sobre su cama, junto a los castillos de fuego.
Perla apenas le prestó atención en toda la noche, pero a poco de rematar la chapuza, le lanzó una mirada. Y a la luz de los zambombazos lo vio azul y anochecido. La penumbra apenas sirvió para mostrarle lo ausente de su semblante, tan absorto.
Sus ojos, negros.
Una fosa llena de chispas.
Porque había estrellas, en sus ojos.
No el reflejo de la pirotecnia. No. Ni el efecto del vino. Nah. Nanay de eso.
Ni pupila ni iris ni globo ocular blanquecino. Todo lo que se veía tras sus párpados era un agujero.
Del que salía la luz de la aurora.
Sus ojos eran dos aberturas por las que se veía una noche imposible. A ratos escapaba de ellos el resplandor del cielo de otro mundo. Que él tenía, dentro de él. No es que le pasara nada, es que, por un momento, él… se mostró.
Con la bóveda celeste ardiendo por donde solía mirar. Bajo ceja y ceja, dos rendijas por las que observarlo todo. Todo. Como si su rostro se hubiera transformado en una máscara y, tras ella, un firmamento que parecía pertenecer a otra galaxia.
Tenía extrañas nebulosas, aquel paisaje espacial que lo anidaba. El marido de Perla estaba dominado por un sistema de dos estrellas anaranjadas, una de ellas lucía una corona de radiación violeta, como hacen algunos de esos soles distantes que únicamente se ven en los libros de astronomía y los planetarios.
Perla dejó de follarle al ver aquello. Dejó de mover las caderas. Se quedó paralizada.
No pensó que a él le ocurría algo.
No pensó que a ella se le iba la olla.
No consideró otras explicaciones.
Sólo supo que su marido no era un marido.
Que aquello no era una persona.
La pregunta del millón:
¿Pero aquello que se estaba follando qué rayos era?
O era que las estrellas se habían comido a su esposo. A saber lo que pensó Perla. Se quedó helada, sin saber qué hacer. No hizo preguntas. Ni cambios. Ni planes.
Sólo dejó correr aquello. Se puso a moverse como a espasmos, hasta que él se corrió. Y pasaron unos meses.
Un día, poco después, miró a los ojos de su hijo mientras su hijo clavaba la mirada en la televisión. En un capítulo de «Cosmos» salía Carl Sagan hablando de universos, multiversos, tormentas de radiación y agujeros de gusano taladrando entre las estrellas. Los ojos del chaval devoraban todo aquello.
Y vio en sus ojos otra vez aquello otro. Las mismas estrellas que bullían dentro de su marido, estaban también dentro de su hijo.
Que siempre había tenido los ojos de su padre. El mismo azul. El mismo mirar.
Y en ellos pulsaba algo que daba vértigo. Padre e hijo tenían sendos telescopios por ojos. Había un cosmos oscuro que parecía bullirles dentro.
Así que Perla huyó. Les abandonó.
Para siempre. De repente.
Les temía más que les quería.
Dejó una nota para él. Salió de casa. Cogió un bus. Llegó a la gran ciudad. Allí compró una moto. La condujo hasta que en los arcenes dejaron de aparecer carteles, mojones e indicadores. Luego condujo hasta que un barranco apareció tras una curva.
Y tomó el barranco.
La curva, no.
O al menos esa fue la versión de la Policía Montada.