Trastes

No todo en la vida de Mac han sido las motos. No es que se haya limitado a conocer a Perla cuando estudiaba secundaria, de ahí a la escuela de oficios y de eso al taller. A las escapadas y al taller, al infierno y al taller.

No.

Mac será un fracasado, pero el tío pelea. Es el sparring de los pesos pesados de esta temporada, está hecho un monumento a la grandeza del perdedor.

Porque lo cierto es que tiene su casta. La vida lo ha breado a hostias, que él siempre ha estado dispuesto a encajar. Una cosa es tener ataques de pánico llegado el momento M y otra bien distinta es que antes del momento M siempre hay un momento A, un momento B, un momento C…

Arrojar la toalla es algo que hace Mac cuando llega su momento, nunca antes. A veces la tenacidad y la buena fortuna le dan para alguna que otra buena racha. Para un castillo de fuego etéreo y fugaz.

Hubo otra época. Una buena, tras lo de Perla. Antes de que todo dejara de funcionar, hubo un año grande. Trajo menos ansiolíticos y somníferos, pero mucho alcohol. Trajo demasiada soledad y tumultos de gente.

Estadios llenos. Mares de manos haciendo cuernos.

Rock’n roll.

Al poco de casarse ella, pasó un año en el que Mac intentó borrarla de su cabeza. Escapar de su rebufo. Adelantarla por la derecha, dejarla pequeña en el retrovisor.

Y por poco lo consigue. A los veinte meses.

Las motos lo llevaban a los moteros y los moteros a los bares. Consiguieron arrastrarle a uno, esposarle a una cerveza, leerle los derechos frente al billar de un pub, algunos viernes. Hubo hasta chicas, pero nada pasaba del tonteo, porque Mac desaparecía siempre cuando menos convenía.

Se marchaba a vomitar, a llorar, a esconderse, a desmayarse, a maldecirse. Jurarse que iría a un psicólogo, que buscaría ayuda para sus ataques de pánico. Pánico negro. Un miedo cerval, atávico. A los hombres. A las mujeres. A los maniquíes. A la moda juvenil. A las paredes. A los techos. A los carburadores. A las preguntas.

A las respuestas.

La cosa es que entonces el taller de Mac tenía clientes. Muchos. Al fin y al cabo, hasta que el tío de Mac se jubiló en aquel taller había trabajo para dos mecánicos. Así que Mac puso un cartel en la puerta de su taller.

Su taller no tenía nombre, entonces. No había ningún letrero para señalizarlo. Simple y llanamente, en aquel bajo comercial había un taller de mecánico. Una cochera y dentro veinte mil motos y un peludo peleando con todas ellas. Hacía falta otro peludo más.

«Se necesita aprendiz», sentenció el cartel. El primero que se ponía en aquella puerta tras el vado permanente.

Y el aprendiz fue Jesús.

Su primer y último asalariado. Y la única persona que importó para Mac, si nos olvidamos de Perla.

Porque Mac nunca olvidó a Perla. Sólo estuvo a poco de conseguirlo cuando apareció Jesús.

Al fin y al cabo, Jesús era el hermanastro de Perla. Ambos compartieron gachas y media infancia en una caravana desvencijada. Y una madre nacida en Argentina que trabajaba en la cafetería de una gasolinera. Mucha carretera para los tres. Pasión por las motos para todos.

Jesús no callaba. Un retaco de dieciocho granos, cargado hasta las trancas de hiperactividad, hormonas, energía y actitudes positivas. Hablaba por los codos. Fumaba sin parar. Quitó la radio y se puso él. A todo volumen. Todo el día.

Y lo gordo es que daba gusto escucharle parlotear. Lo hacía despacio y soltando un chiste ingenioso de tanto en tanto, como esos humoristas que desbarran sin guión en monólogos frescos y achispados. Aquí una pulla, aquí un chiste guarro, allá te he dejado el radiador de la Venom negra. Ahora te pregunto por el rectificado de ese cilindro, ahora por el bigote de la camarera innu de la cafetería de enfrente, ahora eructo como un hipopótamo y se me cae la colilla sobre un charco de gasolina, ahora le pregunto al inspector de seguridad de instalaciones por su mujer y mis hijos.

No estaba claro si Mac contrató a Jesús para acercarse a Perla. Sí era evidente que Jesús hacía que Mac se sintiera joven. Que tuviera ganas de hacer más motos, más customizados audaces, más tatuajes en su espalda, más partidas de billar en el pub.

Eh, Mac, vente con nosotros al partido.

Eh, Mac, me bajo a Estados Unidos con mis amigos a pasar el fin de semana en un casino navajo. ¿Te quieres venir, flaco?

Eh, Mac, date caña con eso, que o cerramos dos horas antes o mañana no llegaremos al concierto.

Y así es como Mac se vio de repente metido en una pandilla de chavales seis o nueve años más jóvenes que él. Esto puede parecer chusco, o raruno… Pero el caso es que, para esta gente, una distancia de edad de seis años no importa demasiado.

No entre los moteros de un mismo pueblo al norte del Norte.

Jesús era uno con el ruido y el alboroto. Solía poner casetes de música en el viejo estéreo del taller. Música que apenas escuchaban gracias al constante parloteo de Jesús, que se imponía como una murga sobre los guitarrazos más cañeros que tenía Mac por allí, en una obsoleta colección de álbumes que atestiguaban las horas que había pasado a solas en aquel sitio. Al poco, Jesús reemplazó el estéreo por uno de esos que reproducen la música de un teléfono moderno.

Acababa de llegar y Jesús ya lo había llenado todo con su energía, sus constantes eructos de cerveza y su incesante cháchara. Jesús no hacía preguntas personales ni hablaba de temas trascendentes, tampoco se sentía cómodo ante los problemas complejos, por lo que no tenía mucho interés por los números, los clientes, las neuras, los malos rollos. Cuando algo se ponía feo, Jesús se limitaba a encogerse de hombros y a buscar (jurando en francés o musitando en rioplatense) «otra cosa que no rompiera el orto». Pasaba de las averías misteriosas, de si su sueldo era una mierda, del nacionalismo, de sus raíces hispanas, de los coches o de si Mac estaba medio grillado. Jesús sólo quería otra moto sencilla, otra cerveza barata, otra canción machacona, otras risas fáciles. Con semejantes mimbres, el chaval no tardó en convertirse en lo más parecido a un amigo para Mac. Probablemente el igual que más le había importado. Mac le pagaba una mierda, pero Jesús, a diferencia de todo el mundo, no pagaba a Mac con mierda. Nada de eso y fuera malos rollos: Jesús habría sido incapaz de odiar a Mac.

En rigor, le adoraba.

Era su maestro en el taller. Pero también fue como una especie de hermano mayor para él.

Tanta cerveza, hubo una pelea. Mac por poco le aplasta la cabeza al camionero que le sacudió a Jesús. Luego a Jesús se lo llevó al taller y le cosió una ceja. El chaval se sintió reparado por el mecánico, lo mismo que una moto de las que solían entrar en aquel sitio. Hubo un punto casi religioso para Jesús en aquello.

Le hizo tomar conciencia de que por fin tenía algo parecido a una figura paterna. Y de que por fin era algo parecido a una de esas motos que le gustaban. No es que haya muchos canadienses dispuestos a preocuparse por el hijo de una ilegal soltera de esas que hablan español. Ni que los amigos de Jesús fueran muy protectores.

A Jesús nunca nadie le había tratado con las mismas manos de su madre. Y eso que su madre estaba hecha toda una golfa.

Eh, Mac, vente a la bolera. Esta noche hay torneo.

Eh, Mac, seguro que tú sabes qué discos le puedo poner a la Indian que trajeron ayer.

Eh, Mac, ¿ese churro gordo de cuatro palmos de largo que hay atascado en la taza del váter te lo has sacado del culo tú o es que te ha estallado en cien pedazos la Hayabusa marrón y el tubo de escape ha ido a parar al cagadero?

Eh, Mac, te traigo música de los Turbonegro y la Biker’s Zone Magazine de marzo del año pasado. Quédate con lo que le han hecho al manillar de esa Fat Bob. Vamos a ver si nosotros podemos liarla así de parda.

Eh, Mac, piro a por comida china. Te pillo lo de siempre.

Eh, Mac, ¿eso de ahí es una Stratocaster?

Porque hubo un día en que Mac tuvo al fontanero poniéndole el piso de arriba patas abajo. Le tocó vaciar su cuarto para que pudieran cambiar las tuberías de la planta superior. Consecuencias de vivir sobre un taller de motos.

Y entre las cosas que salieron de su cuarto había cosas… increíbles.

Dos armaduras de hockey. Un portátil lleno de porno. Un saco de dormir de trescientos dólares. Un banco de abdominales. Una espada que imitaba con una precisión paranormal la que blande Jon Nieve en Juego de Tronos. Una sandwichera cubierta de manchas de queso. Una bandera independentista, la del Bajo Canadá; no la tricolor, sino la que incluye la estrella y la palabra «patriota» escrita en francés. Un par de panfletos del Frente de Liberación del Quebec. Un cenicero enorme, monstruoso, hecho con la llanta de un Ford Camaro, con cuatro kilos de colillas en su interior. Una jaula para cobayas sin cobayas. Siete fotos de Perla.

Dos guitarras.

Jesús sólo vio la Fender y le dijo de tocarse algo.

Y Mac se tocó los cojones.

Eh, Mac. No me seas tan chungo.

Eh, Mac, pues si no vas a tocar nada ya la toco yo.

Que me pone.

De ahí al pub.

Del pub a tocar en el pub.

Mac se puso frente a un micro, tras su Stratocaster, junto a Jesús, que aporreó para él las cuerdas de una vieja B. C. Rich con el mástil algo flojo. Tras la pareja de mecánicos se pusieron dos habituales del pub. Un bajista resultón pero transparente, que conducía una Shadow. Y un batería que se pasaba los conciertos salpicando gotas de sudor y machacando las baquetas en astillas como una tronzadora de palillos. El de los bombos y la caja era el único fulano capaz de captar algunas miradas femeninas, un rubiales fornido y fornicado que, pese a que no aportaba ningún talento al conjunto, cosechaba toda la gloria. Conducía la furgoneta. Y en la furgoneta acababan las nenas.

Mac vio montada su banda motera sin verlo ni comerlo. Casi sin pensarlo apareció un nombre legendario: Mac & Rumble[2]. Empezaron versioneando a Mötley Crüe, a Alice Cooper y a Motörhead. Terminaron volcándose sobre sus propias canciones, más blandas, de cantautor; en francés.

Mac empezó afinando mejor la Fender. Luego se dedicó a aclarar y a cuidar su voz. De ahí a entonar y a poner corazón en el componer, estrujar las palabras, repensar el mensaje en cada estrofa. Aprendió algo de técnica vocal, aprendió a bramar, a respirar frente al micro. A maquillarse para disimular el vitíligo. Cambió su Stratocaster por una carísima Gibson Les Paul. Y cuando ya empezaban a dar bolos por los pueblos vecinos gracias a la furgoneta del batería, se vio que Mac tenía talento para las letras.

Y que llegaba el verano.

Con él, promesas de tocar en festivales y ferias. Conciertos pagados. Puede que un contrato en un sello independiente que quería que hicieran una maqueta. Gente que conducía tres o cuatro pueblos para verles. Gente que les escuchaba y luego corría a contarlo por internet. Tras poco más de nueve meses de andadura ya tenían diez canciones, el Myspace lleno y dos groupies que no pillaban cacho ni con el frontman ni con el guitarra: todo lo que fuera triunfar entre ellas era (el bajista era un tío transparente) patrimonio exclusivo del batería, que convertía en esquirlas las baquetas y los corazones, con la eficiencia de un aserradero industrial.

Una noche vino un fulano con el pelo muy corto, hablando de un par de bares en Estados Unidos. De un par de radios locales. De un cambiar de liga y de un empezar a jugar en segunda.

Y les pidió una audición.

Mac se acojonó.

No le había costado temple llegar hasta aquello. Primero fue sólo hacer un par de clásicos setenteros u ochenteros frente a los clientes y la gente con la que hacía cosas tan poco comprometidas como beber cerveza y jugar a los dardos. Luego vino tocar para ellos (y más gente como ellos), primero un rock’n roll cazurro y después un par de canciones sobre «tíos que limpiaban carburadores y se perdían en autopistas desiertas». Al poco llegó el tener que entonar para los del pueblo de al lado una balada sobre la soledad del nómada. Todo muy poco a poco. Despacio, sin agobios, Mac se acostumbró a ser el centro de atención de unos bares de carretera baratuzos cada vez más tochos y llenos, con unas letras cada vez más íntimas. No es que la experiencia fuera algo que le tocara mucho el alma a Mac, es que de aquello tuvo que irse directo a uno de sus demonios. Uno capaz de devorarle.

El miedo escénico. Estadio. Gradas. Focos de gran potencia sobre las manchas del vitíligo del careto del cantante. ¿Eso, de verdad, tan pronto, así, sin más? ¿Ya?

Van y le dicen de dar una audición. Ante ejecutivos discográficos.

Y el vértigo aparece de golpe y porrazo.

Hola, traigo una citación judicial. Te recuerdo que llegado el momento M, tienes un severo problema de confianza en ti mismo.

Que a veces se te traban las piernas y sales por lengua. Que te ciegas como un eclipse. Que te tiembla todo el cuerpo. Que vomitas y vomitas. Que sudas tú más cuando hiperventilas que tu batería cuando se las ventila. Que eres un auténtico desastre.

Que nunca debiste escapar de tu taller y de tus pastillas para la cabeza.

Que dejaste escapar a la chica, sin protestar ni intentar nada.

Y ahí fue cuando Mac volvió a crecerse. A imponerse a las náuseas psicosomáticas. A pasar de los tranquilizantes para hacer frente al problema.

—Mis cojones —dijo. Frente al espejo.

Y a esto nos referimos que antes del momento M viene un momento que nunca se sabe si es el momento A, el momento B, el momento J… Aquí el personaje es todo un personaje. Va soportando las patadas.

También da las patadas.

De modo que Mac se plantó en los estudios de la multinacional. Con un tic nervioso en el cuello, con arcadas en la garganta pero el estómago bien vacío, con su Gibson Les Paul y con su aprendiz de saldo, que le idolatraba estúpidamente. Con un bajista resultón pero invisible, que conducía una Shadow. Y con un batería musculoso y tatuado, que se pasaba los conciertos funcionando como un aspersor de sudor, cerveza, saliva y añicos de baqueta barata.

Cabía esperar que Mac & Rumble tocaran sus clásicos. Y una versión de una canción del segundo disco en solitario de Steve Jones, o puede que otra, más nueva, de ZZ Top. O de los Almighty.

Pero nada de eso. Los de la banda peluda tocaron las tres canciones nuevas que Mac había traído al ensayo de la tarde anterior. Con tres cojones.

Una pegadiza, sobre uno de Montreal que deja escapar a una chica y desde entonces conduce «hasta que se terminan las gasolineras». Otro tema, machacante, atronador, lleno de frases lapidarias. «Mil carburadores sucios caen sobre la ciudad igual que una lluvia de granizo, hasta hacerla pedazos». Anda ya.

Y una balada. Una balada que le puso los ojos tristes a Jesús.

Para una nena que se vendió su moto y se fue.

La nena dejó su moto en un desguace por trescientos dólares. Y no tenía mucho más que eso, pero gastó todo su dinero en una mascletá de fuegos artificiales. La tuvieron que poner aposta para ella, en un descampado a las afueras.

Se lo fundió todo en cohetes, en petardos de colorines, para pasmo del personal. La ciudad al completo alucinó, en un cielo naranja de pólvora encendida. Todo el mundo sabía que nadie se casaba, que aquello era otra cosa. Que ella lo estaba quemando todo, donde todo el mundo lo pudiera ver bien claro y en lo alto. Después, salió zumbando de allí.

Y nunca más se supo.

El nombre de la canción era «Fuegos artificiales particulares». Y, pese a ese título, la baladita ñoña acabó sonando de punta a punta del Canadá.

Jesús no daba traste con ella, siempre llevaba mal el ritmo. Incluso así, la canción se abrió paso hasta llegar a sonar en un anuncio. En un anuncio. De una cadena de talleres mecánicos para coches (y motos). Del monstruo multinacional que pugnaba por hacer desaparecer los pequeños talleres en propiedad.

Se veía a una pareja en un Chevrolet, estacionado frente a las luces de la ciudad, en un mirador junto a una carretera de montaña. Todo en plan «vamos a pegar un polvo digno de echar cohetes». Y les ponían cohetes, fuegos artificiales. Por cambiarse el aceite en el Feu Vert. Y ya. Salían los precios. Una voz en off tapaba la de Mac para añadir que si venías este mes te regalarían «un parasol para parabrisas».

Un para para para. Stop.

Pero para cuando llegó el verano la canción se había instalado, imparable, en todas partes. Aparecieron diez vídeos en YouTube de tíos tocándola mejor pero peor que Jesús. La radio la traía cada dos por tres. La voz sin empuje de Mac, los sueños rotos de su joven guitarrista rasgándose a jirones contra las cuerdas de una vieja B. C. Rich.

¿Mi maldita hermanastra, so cabrón?

Y el cabreo le hacía tocar raro, irrepetible, furioso, eléctrico.

¿Me contrataste sólo para llegar a ella?

Y a pagarlo, los acordes y los trastes.

La gente se mataba por aquella guitarra. Sonaba como a mal tocada adrede. A una pirotecnia muy personal. Pero sólo era otra cosa.

Era un cabreo del cuarenta y cinco.

¿Mi maldita hermanastra, so cabrón?

Que se supone que se casó de penalti; y para mí que la preñaste tú.

Y ahí la música. En otro plano con sus monsergas:

Plonk. Ouch.

Rock’n roll. Yeah.

Bring down the pedal to the metal.

En aquel entonces, a la usanza de la costumbre francesa, las leyes patrióticas del país casi obligaban a las cadenas de radio a poner un mínimo muy máximo de música hecha por canadienses, en un intento por promover el arte patrio frente al brutal empuje estadounidense. En Quebec la cosa era todavía peor: en muchos programas de la frecuencia modulada se potenciaba hasta la nausea a las bandas que cantaban en francés, conque Mac & Rumble lo tuvieron bastante fácil para captar con su música la atención de un público amplio. Y así lo hicieron. Mac terminó con un talón de diez mil dólares en las manos. Anda ya.

Y con una gira montada por toda la costa este de Norteamérica. Y una versión en inglés de la baladita ñoña.

«Private Fireworks».

Que terminó sonando primero por la MTV y más tarde por Spotify, pese a que de eso Mac nunca vio un duro.

Parece que no somos tan malos. Anda qué. Quién lo iba a decir.

Y vino más dinerito.

Mac lo gastó todo en su taller. Era un tío que tenía los pies en suelo, y el suelo lo encontraba siempre lleno de manchas de aceite. No se veía de rockero de éxito, prefería tener más clientes. Sabía que a su negocio le hacía falta una mano de pintura en la fachada, un escaparate donde lucieran cascos y monos y guantes de motero, y un toldo de colores. Y un cartel.

Que el taller no tenía nombre. Tenía una chapa donde ponía que aquello era un concesionario Harley Davidson autorizado y otro que decía que también era un Triumph Center. Pero ningún cartel donde se leyera «Mac’s Customs» o algo así.

Conque para poner el cartel hubo que poner primero un nombre. Y así se hizo.

«Private Fireworks».

Tenía su gracia, el nombre del taller. Ya no por la canción, sino porque Mac era uno de esos nacionalistas quebequenses que sólo se sentían capaces de decir en inglés cosas como «cariño, pásame la recortada que esto se va a liar cosa mala» o «te quiero y haré que se entere todo el continente empezando por tu marido anglosajón».

Cascarle un nombre en inglés al taller era lanzar otro órdago, mear sobre todo y sobre todos, empezando por las cabezas de los propietarios de buenas motos de aquel territorio. Pero eso es lo que buscaba Mac.

Hacerle un calvo al mundo. Detonar algo tan multitudinario como un castillo de fuego, pero donde sólo tú lo pudieras contemplar.

El Mac de un reportero de la edición canadiense de la Rolling Stone le preguntó a Google por Mac y Google, tras mostrarle algo sobre Apple, le dijo que Mac era el dueño de un taller de motos. Que se tiraba doce horas al día engrasando cadenas. Que contestaba él mismo al teléfono. Bonita estampa para el rockero emergente, ideal para un artículo. Nenas, que sepáis que el de la banda motera casposa esa de por aquí se pasa todo el día customizando hierros de mil doscientos centímetros cúbicos. Cuatro fotos potentes, en camiseta de tirantes, marcando tatuajes, manchas de grasa y mugre, soltando un par de declaraciones curiosas. La cara lunes, repleta de manchas blancas, de Mac.

Salió publicado con aquello un reportaje a doble página. El titular, demoledor: «Me da palo hacer bolos como el del sábado pasado». Esto sí es personalidad sobre las tablas, oiga, un héroe inseguro haciendo baladitas ñoñas. El maromo de un guapo raruno, esquivo a los focos y tímido, buen reclamo para las niñas bonitas y tímidas hasta en el lanzamiento de bragas. Con esto se forjan las leyendas. Polvo de estrellas. Motos que vender.

Llegaron aplausos grandes, de los que hacían moverse las palmas de grandes garitos. Mac se sintió, sin presiones, sin agobios, como una estrella.

Una cuya luz llegaría a más de un agujero oscuro.

Perla acabaría comprando entradas para verle.

Para verle, sin presiones, sin agobios, tocar en su ciudad.

En el concierto que nunca dio.

No, porque cuando la gira le llevó hasta la ciudad en la que vivía ella, Jesús le comunicó que ella estaría en el estadio de hockey.

—Mi hermana andará por el mosh pit. Junto a las vallas, los guardas de seguridad y bien cerca de los Marshalls. Lo mismo luego le digo que se pase por el backstage y que se tome algo con nosotros. ¿Vale?

Vale mucho.

El primer concierto que Mac iba a dar en una ciudad grande, en un auditorio que había que llenar.

Y en el pit estaría ella.

Era justo lo que Mac había estado buscando. Lo preparó durante toda la semana. Le dedicaría «Private Fireworks» delante de todo el estadio de hockey. Los chavales por su cuenta también se prepararon para el gran momento, cada uno de ellos a su manera. Jesús, impaciente por comprobar si era todo aquello por nada o si el único plan de Mac para él era emplearlo para recuperar a Perla, pintó un letrero en el gigantesco bombo de la batería:

Así. En castellano.

Nadie entendió aquello. Nadie preguntó cómo era ahora ése el mote de Mac y si es que la banda se había puesto el nombre del hit radiofónico. La cosa fue absorbida sin más como una de las payasadas del guitarra. Mac ni se enteró. Andaba dándole vueltas a su plan para recuperar a la chica de esta historia.

Se pondría justo junto a las vallas, tras las tablas, pediría foco al frontman por el micro principal, el cono de luz le siluetearía, su cara manchada de circunstancias miraría al pilotito de una cámara de la televisión provinciana y…

Con un par.

La semana fue avanzando. Con ella, la realidad.

La noche antes del gran día Mac se enteró de que al final ella no vendría.

—Dice que no ha conseguido canguro para mañana por la noche y que no tiene con quién dejar a los críos —dijo Jesús.

Y Mac dejó caer una comisura de su labio. Ni que le hubiera dado un ictus.

«Los críos».

Se pasó los dedos de una mano por la mejilla.

La mano de Señor Malacara Pijuda.

«¿Hay otro crío?

»Aparte del que no sé si le hice yo. No creo. Pero. Joder».

Jesús le lanzó una mirada que se puso al rojo, como el colector de una Marauder. Con M. De momento M. Eme, de Malacara Pijuda, Mac.

¿Vas a dejarlo ahora?

«¿A seguir cuando ya no importa?».

¿Mi maldita hermanastra, so cabrón?

—Mis cojones.

Y Mac se subió a su moto.

Y volvió al taller.

Se dejó tirados a los chicos. Abandonada la Gibson Les Paul en una furgoneta alquilada. Al infierno los promotores. Al carajo con los setecientos peludos que compraron la entrada. Al carajo con la noche en la que iba a arder el cielo.

Y volvió a su taller. A los carburadores. A vaciar las farmacias.

No ha vuelto a tocar. Ni a escuchar mucha música desde entonces. Y nunca volvió a saber nada de Jesús.

De aquella etapa le queda, como una burla, el cartel de neón naranja. Sobre su cabeza.

«Private Fireworks».

Poco después de su espantada, alguien puso una pintada encima del cartel. En español.

«Señor Malacara Pijuda».

Y tanto lo uno como lo otro quedaron ahí, sin que el Señor Malacara Pijuda hiciera nada para borrar tamaña humillación.

Menos bravatas.

Lo mismo un día descubres que lo que queda de tu calvo al mundo es una foto grosera y borrosa de tu culo, para toda la posteridad.