Atajo

Su mirada corta como un escalpelo egipcio cuando lo hace.

Y lo hace a punta de pistola.

El hombre de la botella de pis mete a Ian y a Roger en el trazado de la Transtaiga de nuevo. Les hace perseguir el convoy de vehículos del gobierno.

Deja una milla de distancia entre perseguidor y perseguido. Parece que quiera seguir a la comitiva muy de lejos, cuando de repente reconoce un mogote a un lado del camino.

Que está hecho con piedras que no pertenecen a esta región geológica.

Y les da el alto. Que se detengan, dice.

Que hay un desvío oculto a la derecha, aserta. En un inglés ramplón.

Les encañona más, si cabe. Les hace abandonar la carretera y salirse del camino de grava para meterse en una explanada yerma que se dilata, descomunal, por todo el páramo. Se abre al horizonte que queda a mano derecha del trazado de la Transtaiga.

Es como si les hubiera dicho que saltaran del metro. Que abandonaran la trayectoria cabal para adentrarse en una oscuridad sin fondo.

Hay un momento tenso. Miradas que se intercambian como malos cromos de hockey.

Ian estuvo hace poco en una de esas jornadas para mejorar las relaciones laborales; asistieron todos los trabajadores del Planetario, sus compañeros. Hicieron actividades en equipo de esas que se supone que unen a las personas hasta hacerlas más cooperadoras. Había varios talleres y seminarios para mejorar la confianza en el equipo humano. Sesiones en las que había que dejarse caer a ciegas en los brazos del contable, de la administrativa, del conserje, de la jefa. A Ian le pidieron, como a todo el mundo, que cerrara los ojos y se abandonara a la seguridad de desplomarse de culo, contando con que le sujetaría un compañero. Un colega con el que apenas compartía los buenos días y alguna conversación ocasional.

Superar aquella prueba: Dios y ayuda.

Su actitud ante los compañeros: Luz y taquígrafos.

Ahora El hombre de la botella de pis no es que le pida que se deje caer en sus brazos de espaldas y con los ojos cerrados. Le pide que se arroje junto a su hijo por la borda de un trasatlántico en boga de crucero.

Así que el padre protesta. El hijo, a la derecha del padre, se abraza las rodillas, se ovilla de un gimoteo. El padre vuelve a protestar. El hijo a hacer pucheros. El espíritu santo no está.

Que no se puede negociar mucho con una pistola. Cuando te encañonan así ni luz ni taquígrafos ni Dios ni ayuda ni pitos ni flautas. Nada.

El hombre de la botella de pis se lleva secuestrado el todoterreno de Ian. Lo hace caminar prisionero por un atajo indio.

Por un itinerario a través de esta tierra gigantesca, perdida y vacía, una ruta que no aparece en ningún libro ni en ninguna fotografía aérea. Un camino en medio de la nada que ya no sale bien en los mapas de Google ni en ninguna de esas rutas GPS que comparten en internet los frikis del montañismo y los amantes de la naturaleza y los deportes de riesgo. Esta es la Transtaiga de la Trans-taiga. Un camino absurdo, desconocido, que sale de otro camino absurdo, y poco conocido. De tal palo tururú.

La cosa es que la Transtaiga es una carretera hacia ninguna parte, pero una carretera de grava.

Esta vereda que escapa de ella es de un trazado que apenas se ve. No; porque el suelo es árido y transporta guijas y roca. Nada se dibuja en él, no tiene mojones ni cartelería, ni señalética, pero a los ojos de El hombre de la botella de pis la travesía aparece clara y evidente.

Porque El hombre de la botella de pis es un viajero que posee sus propias luces de aterrizaje. Al fin y al cabo, su oficio es recorrer el mundo a oscuras. Atender a unos artificios luminosos particulares. A rótulos de neón privados, que sólo él puede ver.

Al poco rato, el firme de la pista de rocas da paso a uno cubierto de musgo boreal y pequeños árboles. Un sustrato en el que se va perfilando y definiendo un camino, yarda a yarda, primero sutilmente y luego cada vez con más descaro.

Parece que ya no se trata de una ruta que sólo el innu distingue. Ahora es una cañada que aparece evidente bajo las ruedas del coche. Dos surcos paralelos, dos pares de ruedas, tráfico habitual que ha ido desbrozando el suelo, hasta dibujar un sendero poco transitado pero que el trasiego de vehículos consigue abrir en medio del infierno del olvido, para conformar la ruta de una trocha secreta.

Una carretera que sólo conocen los cree.

Lleva siendo así desde hace mucho tiempo.

El vehículo japonés de última generación se adentra por el camino que abrieron las carretas hace doscientos años. Antes fue un trazado hecho por los mocasines y las polainas. Ahora es una carretera sin asfalto ni grava, en la que el musgo boreal se hace con todo salvo con las pisadas de las ruedas de las furgonetas y los coches que se meten, muy de tanto en tanto, por este sendero en medio de ninguna parte.

Que sólo conecta sitios que los cree conocen y comprenden.

Un punto para observar las aves, otro para recolectar hierbas, otro para mirar las estrellas, otro para honrar a los muertos, otro para recordar una tragedia, otro para acechar al caribú.

Por este atajo es por donde El hombre de la botella de pis pretende esquivar a la comitiva de vehículos del ejército. Por aquí les dará el esquinazo. Y puede que por allá llegue antes que ellos al poblado sin nombre, ahora que su pie destrozado ya no es tanto problema.

Porque, ahora que sabe que se aproxima un convoy militar dispuesto a poner orden en este sitio, ha pensado que puede redimirse ante Flecha Gorda avisándole a tiempo; está convencido de que si llega al asentamiento antes que El hombre de la máscara de gas los suyos le perdonarán por haber perdido un cargamento. Y eso le permitirá recuperar su vida.

Pero para ello van a tener que conducir a buen ritmo. Se aprieta la pistola. Se aprieta el pedal. Se aprietan los dientes. Se aprieta la marcha.

Conducen durante horas bordeando lomas, perforando la nada, circunvalando formaciones rocosas y orillando charcales. Sortean peñascos y salvan obstáculos del terreno gracias al trazado del camino secreto. Vadean un río y el sendero cree se convierte en un conjunto de grandes piedras mohosas cuando atraviesa el cauce. Paran junto a un manantial para beber y mear. Paran junto a unas extrañas piedras apiladas para que El hombre de la botella de pis presente respetos. Pasan el día apurando la velocidad, maltratando al coche, destrozando amortiguadores y poniendo a prueba el titanio de los bajos.

Para cuando anochece, empieza el safari. Adelantan a la merca.

Están atravesando una rala arboleda a casi cuarenta millas por hora. A ambos márgenes del coche pasan de tanto en tanto algún tilo o un enorme cedro.

De repente hay uno que se bambolea a un lado y a otro como si lo acabaran de usar para catapultar algo.

Y así ha sido.

Ian grita. La pistola azuza. El hombre de la botella de pis le dice que acelere y que calle.

No así la cosa que salta de copa en copa, dando enormes brincos.

Hay cuatro de ellas, tarzaneando y balanceándose por las alturas de un bosque sin lianas. Emplean las crestas de los árboles de siete metros como si fueran pértigas, las ramas como trampolines. Y cuando no ven otra, hay distancias que las cruzan dejándose caer al suelo y corriendo, a dos. Otros tramos los atraviesan sobrevolando el trazado del camino, según claree o no la espesura. Y hay veces que hasta se cuelgan y bambolean empleando sus largas colas.

Cuesta adivinar sus formas. A ratos parecen simiescas, a menudo perrunas, otras veces se diría que son rasgos de roedor, o de persona. Siempre se mueven a una velocidad que no da tiempo para que el ojo haga su trabajo. Cuatro sombras que pasan, y a su paso, la taiga cimbrea las coníferas de siete metros como si fueran espigas de trigo al viento.

El espectáculo de la merca avanzando acunada y violenta hacia el poblado sin nombre apenas dura unos segundos. De pronto las criaturas se sienten observadas, o perseguidas; por lo que escampan cada una de ellas en una dirección diferente, abandonan las cuatro el trazado del camino.

No es que huyan.

Es una maniobra para rodear el vehículo. Se dispersan, abren su campo de caza. Apenas lo han ensayado porque son especímenes bien jóvenes que están estrenando la libertad, pero el instinto, el escenario y la posición dentro de la manada ya hacen que cada uno de ellos sepa cuál es su punto cardinal.

Así que la merca disgrega sus filas y rompe la formación de avance permitiendo que cada uno de sus integrantes pueda salir despedido de la explosión silenciosa para luego volverse sobre sus talones y responder. Ahora se separan; y pronto volverá a converger la manada, para formar una pinza de contraataque.

Pero el coche de Ian avanza a una velocidad que no les permite reaccionar a tiempo. Para cuando se disponen a coordinar una última maniobra de caza en reunión, el todoterreno ya ha puesto tierra de por medio. Como para obligarlos a emprender mucho más que una simple carrera.

Y así es como el plan de El hombre de la botella de pis sale adelante. Hoy ya es la segunda vez que los motores de explosión dejan atrás a los críptidos.

La merca, la taiga, empieza a molestarse. Se ve limitada.

Se acabará cabreando.