Los viejos tiempos. La parejita. Contaban apenas veinte añitos cada uno, tumbados los veinte boca arriba. Los envolvía el cielo del hemisferio sur. Miraban las estrellas de La Pampa como si las acabaran de encender para ellos.
—¿Sabes que algunos de esos puntitos que parpadean ahí arriba, todos esos cuerpos celestes… Sabes que lo mismo hace años que estallaron en la oscuridad, o que se consumieron como colillas? —le preguntó Perla.
Así, a bocajarro y a oscuras. ¿Qué clase de conversación buscona se entabla así?
Mac se olió la oportunidad y encendió su sonrisa de idiota como el que da las luces de posición.
—¿Qué me dices?
—Lo que dijeron en el Planetario, aquel día en que lo visitamos, cuando estudiábamos secundaria… Que algunas de esas estrellas ya se han apagado para siempre, pero nosotros aún podemos ver sus destellos. Siguen llegando hasta este sitio, incluso ahora.
—Euuhhh… No jodas. ¿Sí?
—Ajá —le respondió ella, dispuesta a enredar. Caracoleándole un rizo de la nuca.
Y no paró. Siguió diciéndole:
—Algunos astros están tan lejos de nosotros que perfectamente podrían haber muerto hace mucho. Pero hasta aquí todavía llega su luz fantasmal.
—¿Pero la luz no es eso que viaja más rápido que nada? —preguntó él.
Entonces Mac ya era medio garrulo… Tonto no, pero sí un hombre de poca ciencia. De motores y velocidad sabía cuatro cosas (una, dos, tres y cuatro), pese a que en la era japonesa tanto él como su moto eran tirando a cortos. Primarios. Lentos. Rudimentarios.
En cambio Perla estuvo poco tiempo pensando para responder:
—La luz será más rápida que el ojo. Pero el ojo parpadea, incluso a oscuras.
—¿Eh? ¿Qué has dicho?
Y ella pestañeó muy lentamente.
—Yo… Nada.
—No, Perla. No me vengas como si yo fuera un memo otra vez, anda. Dime eso cómo va, que tampoco soy ningún descerebrado… Yo no entiendo las cosas cuando las explicas tan así. ¿Qué es eso de que el ojo parpadea a oscuras aunque la luz sea más rápida?
Perla le observaba debatirse torpemente. Algo en aquello le endulzaba el ánimo.
Se volvió hacia él y lo encaró de frente, con una mirada solemne.
—¿Sabes que me gustan mucho esas manchitas de color gris que tienes en las pupilas? —le dijo, de sopetón.
Y fue como algo cien veces más pesado que ningún piropo.
Mac se quedó callado un momento y la machacó con los ojos.
Tenían al lado una fogata cuyo reflejo arrancaba destellos en los herrajes de las motos, de tanto en tanto. Y tenían la luna, enorme, toda para ellos. Muchas luces junto a la luna, constelaciones enteras, quizá todas enfermas, titilando, o cabriolando. Muchos fuegos artificiales que contemplar en un pase privado.
Pero nada como los tonos grises de los ojos de Mac.
Mac se veía torpe, poco agraciado y no muy espabilado. Se sabía simplote, dotado de los hombros de un labrador soviético. También sabía que sus ojos eran los plomos de los que dependían todas las luces que tenía, los plomos que hacían funcionar su caña de pescar.
Y que aquí, tan lejos de casa, se venía a la caza del pez gordo.
De modo que Mac cerró el pico. Optó por dejar que fueran sus ojos los que hicieran el trabajo difícil.
Y la distancia entre su boca y la de Perla menguó.
A saber cómo habría terminado la cosa de seguir por tales derroteros.
Porque el caso es que al final Mac no pudo aguantarlo. No pudo más. Tuvo uno de sus ataques de inseguridad, de pánico. Eso sí, en vez de subirse a la moto y salir a toda mecha, consiguió aguantar al menos el tipo y se mantuvo quieto. Paralizado. A la espera del momento M.
Rompiendo, eso sí, el silencio.
Con una declaración lastimera:
—Lo mismo un día te miro yo a los ojos y resulta que hace tiempo que no están.
—¿…?
—Lo mismo llega un día en que me encuentro mirándote y tú ya hace siglos que te has ido, que no estás ahí. Pero a mí me sigue llegando tu recuerdo. Y la luz de esta noche.
Perla no pudo evitar lanzar a un lado los labios, en una sonrisa que vino acompañada por un extraño temblor en la mirada, que parecía decir que aquello le había tocado alguna fibra sensible y altamente explosiva. Puso por un instante cara de sorprendida, de conmovida, de asombrada. De aturdida. Todo en apenas una chiribita que no duró en el mundo ni unas décimas de segundo. La deflagración nuclear de una supernova al consumirse en un instante perecedero. Pirotecnia fugaz y apenas ostensible, pero algo que para Mac lo mismo podría cruzar los abismos entre las estrellas a la velocidad de un trallazo y así llegar a otro mundo, tan distante.
Cambiar más la realidad que ningún otro de los espasmos del cosmos.
A Mac le traspasó, aquel fogonazo privado.
Pudo haber dicho algo más, pero Perla zanjó la conversación estrellando su nariz contra la suya. Colorete en la de ella, vitíligo en la de él.
Se miraron un segundo, con las frentes encaradas, como un par de ciervos a punto de iniciar el duelo. Un par de parietales apretándose el uno contra el dos, casi se hacían daño.
—Mira que sos pelotudo —le dijo entonces ella. En voz baja. En español.
Él ni papa. Pero algo en sus pantalones se ponía como una moto al oírla decir cosas en argentino.
Ahora es cuando nos la jugamos tú y yo, parecieron decirse.
Y ya ninguno flaqueó. Se miraron tan de cerca que apenas podían verse.
Luego se dieron un beso y fue como si les hubieran apagado las estrellas.
Mac fue enseguida a rodearla con los brazos. La agarró igual que se agarran los carteristas. Primero le sujetó los brazos a la altura de los bíceps, después deslizó las manazas hasta rodearle la espalda, de ahí bajó a la cintura lumbar, y luego casi le arrancó la chupa. Durante el resto del beso, se topo con el bajo de la cazadora ajustándole el talle y se la sacó de un tirón, por encima de la cabeza. En el procesó le deshizo, zas, la coleta.
Una tormenta de interminables rizos de un negro brillante se derramó por todas partes, con un suspiro, y fue igual que si la hoguera se hubiera descontrolado.
Y en medio de aquella gresca ella se sentó sobre él, a horcajadas. Le lanzó las zarpas al manillar, a los hombros. Arrancó en las charreteras de la cazadora, de ahí al cuello y después buscó las clavículas bajo el jersey. Las manos de Perla se deslizaron bajo su ropa, con delicadeza, hasta acariciarle los deltoides y acto seguido los omóplatos. Todo tapado por la tela, una sobada de subterfugio, casi capaz de hacerle grande el cuello del suéter.
La piel de él era cálida y suave al tacto.
Pero Mac sentía su pellejo erizado y helado de miedo. Estaba decidido a hacer suya a Perla en aquel lugar y en aquel momento, hasta que notó cómo ella le lanzaba las manos por toda la espalda, sobre la epidermis, bajo el algodón y el poliéster, esta vez surcándole los dorsales con las uñas. Aquello le puso la piel de gallina, le produjo un escalofrío de placer y, con semejante descarga de energía recorriéndole el espinazo, se instaló de repente un miedo feroz en él.
Perdió de repente todo su aplomo y buena parte de la erección que le había aparecido como un resorte, a bote pronto. Arre como un pura sangre, so como un pollino.
Pero de alguna manera Mac comprendió que no podía arrugarse, que era entonces o nunca, que no podía fracasar y, aunque eso le hizo sentir todavía más inseguro, había algo que sabía que no le fallaría fácilmente.
Que por ser simplón y timorato no se es menos osado, llegado el momento.
Así se abalanzó sobre ella y la hizo tenderse boca arriba sobre el suelo terroso junto a la hoguera. Dejó de besarla para descender a mordiscos por todo su cuello. Siguió bajando y abriéndose paso por el entramado administrativo de botones y broches, hasta plantarse frente a la ventanilla de sus pechos. Hizo más deberes en ellos, con los dientes, la saliva, el aliento, los labios, el pase de prensa, la lengua, la poca vergüenza. Al tiempo le frotó con cuidado los pezones hasta que salió el genio para concederle tres deseos.
Uno. Las botas. De un manotazo una y la otra de un estirón. Vaya cortada de rollo, pero son cosas de moteros y ahora viene el deseo…
Número dos. Los pantalones. De otro tirón. El pelo de ella escampándose del todo por todo aquel gredal arenoso, a escasos centímetros del hollín junto la fogata. Dos incendios al borde del descontrol. Sonó un chacal, pero ni puto caso ni a él ni al crepitar de las brasas. Volaron los tejanos de ella. Segundo deseo concedido.
Tres. A la mierda con el tres. Mac apartó de nuevo gomas y pelo, sólo que esta vez eran gomas y pelo de los que no suelen ver la luz del día ni la de las estrellas. Mac olisqueó y rastreó hasta convertirse en un oso hormiguero de La Pampa. Libó, sorbió y succionó, con atención, tratando de ver cómo iban los mimbres, dónde la flor de la piel (y de la nopiel), dónde estaban los nervios, dónde los secretos. Apenas le hicieron falta unos pocos minutos y ella empezó a jalear, primero en un tono más sorprendido que otra cosa, y luego en uno apremiante que sonaba casi agradecido. Mac se creció y se creció hasta encontrarle el botón de eject a aquello, y de tanto crecerse terminó bajándose los pantalones y poniéndose un condón torpemente para… estropearlo todo, al explotar a la segunda embestida.
Que aquí el prota está hecho un desastre.
Habremos venido a follar, pero precisamente porque no se nos da muy bien.
Conque tras gatillazo y deflagración precoz particular, algo había sido rebasado. Volvieron a enfrentar sus narices para verse sin verse ni besarse. No hubo miradas de reproche ni de bochorno, sino un par de medias sonrisas de complicidad. Todo pasó como pasan los incidentes zotes de la vida y hubo una cosa tras otra sin que ya no aparecieran ni el miedo ni la vacilación. Mac no volvió a arrugarse ni a aflojarse. Se instaló en el cabreo. Se perdonó la neurosis. Se le pasó el bochorno. Perdida la vergüenza, se mantuvo arrebolado y vehemente, siguió confiado en todo cuanto hizo e hizo cuanto todo había que hacer en confianza. Nunca había hecho nada antes. Con nadie. Siempre creyó que cuando le llegara el momento se vendría abajo, como siempre le había pasado en todas las cosas imponentes de la vida.
Pero en aquella no. Fue su primer y su último revolcón.
Los cuatro polvos de su vida. Todos en la misma noche.
La única cosa en la que se supo sentir seguro de sí mismo, capaz de dominar sus neuras.
Todo un trauma.
El amanecer vino y trajo consigo toda una vida cargada de consecuencias.
Dos miradas duras. Media vuelta.
A casa.
Al infierno.