Muñecas

Los cree conducen hacia el desierto boreal como el que rema mar adentro. Ante ellos se apaísa la distancia más salvaje.

Un panorama que invita al recogimiento. Que hace pensar.

Pensar que la inmensidad no es consciente de que contiene unas trayectorias. Guarismos con los que pelea el loco al timón, al atravesar contra toda lógica la nada, infinita. Erik el Rojo. Cristóbal Colón. El Capitán Ahab. Flecha Gorda. Singlaremos hacia un horizonte remoto, más allá del mundo de los hombres, desoyendo el latinajo del non plus ultra, idiota. Nos tragará el confín de la Tierra. Navegaremos directos al fin del mundo, como una carabela española, hasta que se doble y caiga el suelo bajo nuestros pies. Que nos engulla una cascada eterna. Avancemos rumbo a la imponencia del infinito.

Aunque sea al volante de una ranchera cutre. O en su remolque.

Flecha Gorda esperaba encontrar a Perla aterida o febril tras mantenerla a la intemperie durante muchas de las horas que habrá estado conduciendo con el mismo empuje con el que navegan las ballenas. Tampoco es la primera vez que tortura a alguien con un garbeo así. Ni la primera vez que amordaza y maniata brutalmente a una mujer. Sabe que sellarles la boca a conciencia durante un momento de gran ansiedad puede hacer que les falte el aire, lo cual tiende a provocar desmayos.

Pero tampoco encuentra a Perla dormida, o desvanecida.

Sólo encuentra sus ojos, que se le clavan negros de un arponazo. Perla está solemnemente sentada con las piernas cruzadas, y mantiene la espalda recta. Parece muy digna, así. Se diría que no se ha tumbado ni recostado en todo el trayecto. Y han sido unas cuantas horas, parada para repostar incluida.

Han estacionado unos metros antes de la entrada del Outfitter para que el otro vehículo llenara su depósito y volviera junto al de Enorme Cochero con un monumental garrafón de gasolina. Y por eso nadie ha visto a Perla en la parte trasera de la furgoneta. Ni las cámaras del complejo. Después, durante el día, le tiraron unas mantas indias por encima para que no contrajera una hipotermia y para ocultarla del tráfico que pudieran encontrar, por si se cruzaban con alguna motera dominguera como ella. Con todo, cabría esperar que Perla estuviera destrozada una vez alcanzado el final del trayecto de los cree, pero no es el caso. Está doblada y a la vez estirada, sentada pero con la espalda enhiesta, y parece traer consigo un cabreo de mil demonios.

Enorme Cochero le dice en cree a Flecha Gorda que si está sentada así será porque hace horas que se está meando. Fuma Estreñido ríe la gracia y se carga a Perla al hombro como si fuera un fardo. Enorme Cochero añade otra parida acerca de lo que puede pasar ahora si Perla se lo hace encima. Carcajada general.

Perla no se ríe. Ni cuando le quitan la mordaza.

Sólo mira el campamento. Porque están en un campamento. Hay un par de caravanas. Varios tipis modernos, industriales, cutres, de los que venden barato algunas grandes superficies. Restos de una fogata. Dos tiendas de plástico que parecen mucho más auténticas que los tipis: una de ellas es un sudadero, un matutishan. Apenas un toldo cerrado, hecho con una membrana de sacos de polietileno empalmados, uno tras otro. Han confeccionado un enorme velamen de plástico con una docena y media de sacos de almortas; sacos grandes, de veinte kilos, que soldar con un tizón. Luego, para levantar la lona resultante, han elaborado lo que parece un entramado de ramas curvas y pértigas flexibles, hasta conformar una bóveda redondeada. Bastante trabajo, chapucero pero tedioso, un suplicio capaz de producir una estructura de tienda estanca con forma de iglú en la que, a juzgar por el humo que escapa de sus faldas, de sus bajos, ahora mismo se toman baños de vapor con inhalaciones.

Que para eso son los sudaderos.

Luego hay un merendero, varios vehículos aparcados por la zona, ropa y ahumados tendidos por igual en las ramas de los árboles. Gente que acude a recibirles.

Tras conducir noche y día, a media tarde han tomado un desvío. Han terminado por salirse de la Transtaiga para adentrarse en un tenue sendero sin grava, a medio invadir por el musgo boreal y la broza.

Debe de haber una docena de desvíos que surgen sin señalizar, a menudo de manera imperceptible, del trazado de la carretera principal hacia oscuros cotos de caza, lagunas de excelente pesca que son un secreto para las guías turísticas, refugios de cazadores y zonas de acampada como ésta. La lista de los destinos que pueden encontrarse saliendo de esta pista de grava es corta pero está llena de posibilidades interesantes: enclaves estratégicos para la nidificación de las aves autóctonas, áreas para que los tramperos hagan despliegue de cepos y añagazas… Y el sitio donde hasta hace poco solía permanecer aparcada la caravana en la que un clan cree tenía montado su laboratorio de metanfetamina.

Esa es la clase de cosas que pueden escapar del rabo de la nada. De la recta inclemente de la Transtaiga. De ahí sale este sitio. Un rincón escondido y bien apartado que únicamente significa algo, muy inusual, para unos pocos.

Porque todavía existen una serie de senderos, salvajes o no, que escapan de la larga autopista al infierno. De repente y casi pintado con tinta invisible, aparece a un lado del camino la sutil entrada y aquí es donde se ocultan los narcos. Un sitio excelente para desaparecer. Un escondite recóndito. Los traficantes de esta historia tienen su base secreta en un punto indeterminado en medio de este gigantesco olvido del mundo. Se toma un desvío apenas perceptible a ojos desentrenados y tras cuatro kilómetros de avanzar entre la nada más inclemente, aparece un poblado improvisado de gente chunga.

En el lugar hay poco más de una docena de mujeres y niños.

Veintisiete personas, tiene el poblado. Nombre no.

De eso no gasta.

Está sin bautizar, lo mismo que los animales que se crían para ser comida. Es un escondrijo donde hacer chanchullos, no hay nada de especial en eso de que la chavalería se críe en él. El clan ha visto pasar muchas estaciones, pero sigue sin nombre. Lo mismo que el asentamiento.

Es un sitio que no aparece ni en los mapas mentales. Está junto a una laguna que tampoco tiene nombre, tiene reflejos. Sobre el agua brilla la luz del sol al ponerse y luego el resplandor de las estrellas y la Estación Espacial Internacional. Los niños del poblado ven sus fuegos artificiales particulares danzar sobre la laguna todos los días, igual que las truchas. Para ellos existen ese estanque y ese poblado, una taiga y una sola luna. Punto. No hay otra laguna lo mismo que no hay otra luna. Los lugares se designan en singular. Carecen de otro nombre que el común. Ninguno les es propio. Esto es así por imperativo conceptual, está marcado a fuego en la cosmogonía de estas gentes, la lengua cree que hablan posee esa estructura: las personas pertenecen al lugar de tal manera que el lugar se hace único. Así «el poblado» no es otro que el propio. Y el sustantivo para «la laguna», en singular, únicamente puede referirse a la única «laguna» a la que puede referirse, a la nuestra. Todo es así de inmediato y de sencillo cuando lo es la vida y lo son las actitudes ante ella.

Perla resulta rápidamente apartada del bullicio que se escucha en el centro del asentamiento. Aparecen dos mujeres y se la llevan a un rincón.

Al rincón.

Hay un montículo rocoso que cierra uno de los costados del lugar, el otro está arbolado. Todo muy recogido y un tanto oculto de los ojos de los helicópteros. Lo mismo que la cueva que se abre dentro del montículo.

Es un agujero en el centro de un enorme montón de peñascos. Se hunde en la oscuridad, se lanza en rampa al subsuelo. Parece una madriguera más que una cueva. Perla se pregunta por un instante si no será éste uno de esos escondrijos de Norteamérica en los que los nativos americanos excavan sus propias minas para extraer plata, oro, o carbón… Antes de que lo haga el hombre blanco, metiendo por medio sus leyes y sus compañías. Que si esto es patrimonio nacional, que si estas son las directivas de seguridad, que si éste es el ingeniero y ésta la tuneladora, que si vosotros vais a cobrar una miseria…

A Perla la empujan al interior de un agujero clandestino. Dos tiarronas, con las zarpas como grilletes. A ratos va a rastras. Perla intenta cosas, pero únicamente consigue que le tiren del pelo. Que la metan cada vez más dentro de la gruta, en la que no se vería nada en absoluto de no ser por la luz de la lámpara de cera que porta el extraño anciano que las acompaña.

Pero lo más terrible de todo es lo que hay en la cueva.

Está llena de muñecas.

De muñecas innu.

Los innu son unos cree nómadas que llevan cinco siglos comerciando con el hombre blanco. El té negro ha sido siempre uno de sus géneros más valorados. Cada vez que los innu han partido hacia los extensos territorios de caza como este, han tenido que enfrentarse a largas travesías, en las que todo el mundo está obligado a llevar algo de té.

Hasta los niños.

Así que les hacen muñecas como éstas y las llenan de té. Una bonita manera de hacer que los niños lleven también parte del equipaje.

Los innu toman té todo el tiempo. Lo necesitan. Dicen que sacan su fuerza de él, conque antes de cada reto siempre ponen una taza de té. El que hay dentro de las muñecas de los críos es visto a menudo como una reserva de emergencia.

Que también hay que usar. Conviene contar con ella alguna vez.

Que los niños vean a los mayores sacrificar sus peluches para que todo el clan pueda tomar té.

Y así es como les enseñan a los pequeños que la comunidad se fundamenta en el respeto a la autoridad de los mayores, en el compartir. En el sacrificio.

Por todo esto es por lo que la muñeca innu suele ser uno de los souvenirs habituales en los mercadillos de las Primeras Naciones. Tiene su qué. Y una estética pintoresca. Son auténticos trabajos originales, únicos, de artesanía. Ideales para el turista.

Que cuando ve las muñecas que hay en esta cueva, se las lleva de dos en dos.

Dos de metanfetamina y dos de marihuana.

Que los niños también tenemos que llevar nuestra parte del peso del duro peregrinaje que es la vida.

En la cueva hay muñecas como para surtir de droga a media civilización caucásica. Bonito tesoro indio. La cueva de los contrabandistas. El alijo de los de la funeraria.

Lo mismo esta caverna no es una explotación minera clandestina. Lo mismo es un escondite. Contiene fajos de billetes sujetos con gomas elásticas, montañas de matrículas de vehículos dobladas, armamento pesado y munición de la que parece pensada para bazucas y lanzagranadas; tacos y tacos de documentación falsa y librillos de visados, varios ordenadores tough-book, muchos fardos envueltos en precinto de paquetería y cinta aislante, joyas de todo tipo, barriles de productos químicos muy oscuros plagados de iconos que muestran calaveras y nubes y recipientes y logosímbolos arcanos. También hay montañas de lo que parecen ser fotografías, teléfonos móviles visiblemente hackeados, inmensos archivadores llenos de documentación plastificada…

Aquí sólo falta Alí Babá.

Mandan a Perla a un rincón. Hacen nudos en sus bridas, la dejan atada a un gigantesco contenedor de hierro repleto de unos bolsos de diseño carísimos, que casi parecen auténticos.

Y luego la dejan sola.

Pero no a oscuras. Le dejan un cirio encendido y se van.

La vela se va consumiendo en silencio, en el fondo de la cueva de las muñecas mientras a Perla le hace efecto la hipotermia, le sube la fiebre.

Porque aquí el color que manda es el de la droga. Hay una pared entera forrada con muñecas innu. Las han apilado en teselación: las moñas se sientan codo con codo en fila y en los huecos que quedan entre sus cabezas encaja justa la cadera de otra muñeca, que forma una fila superior. Las filas se apilan hasta formar una ligazón capaz de tapizar toda una cara de la gruta lo mismo que un muro perfecto de piezas de Tetris. Es como una grada de peponas yonquis. El público de la función que viene en camino.

Directa a la cabeza de Perla.

Pasan las horas. La luz va menguando despacio hasta verse amortecida y tenue. Aun así parte de ella se refleja en las pupilas de muchas muñecas. Los ojos de algunas se hacen con azabaches, con ópalos o con zafiros negros. Piedras preciosas, brillantes; y oscuras a la vez. Que reflejan la luz, que devuelven la minúscula chispita de la vela.

Perla delira. Tiembla. Suda. Alucina.

Y ahora es la hora de sus fuegos artificiales particulares de hoy.

Pugna por mantener los ojos abiertos. Por enfocar con la vista.

Apenas lo consigue.

Pero ve cómo todas las muñecas de la gruta, las de las paredes, las que hay amontonadas hasta los carámbanos, las que se apilan a diestro y siniestro, todas se vuelven de repente a mirarla.

Giran sus cuellos despacio y a la vez, haciendo al retorcerse el ruido que haría una bolsa prieta de té, o una papela de caballo. Las luces de los ojos de las muñecas se clavan en Perla como si aquello fuera un concierto.

El foco sobre la estrella. El público expectante. El delirio. El castillo de fuego al final.

Hola, qué tal.

Bienvenida a nuestra cueva.