Ahora mismo Ian daría los dos riñones por que se llevaran a su hijo bien lejos.
Probablemente firmaría si le dijeran que se lo llevan a un sitio seguro para no devolvérselo jamás.
Porque éste ha dejado de ser, de todas todas, un lugar seguro para Roger. Y para su padre.
Que en este mismo instante no se atreve a mover un músculo. Sólo puede mantener su parálisis mientras se le acerca el hombre de la máscara antigás.
El resplandor del amanecer le recorta la figura del soldado. De pronto un rumor sordo se despliega a lo lejos e interrumpe la tensa conversación que estaba llevándose a término en el interior del todoterreno. Es el ruido de una comitiva, de una caravana de vehículos pesados que está tomando el lugar, entrando en la Transtaiga.
Apenas alcanzan a distinguir una inmensa nube de polvo en el horizonte y de ella emerge de repente El hombre de la máscara de gas. Tras él se detiene un interminable convoy.
Una docena de automóviles que esperan a que les indique algo El hombre de la máscara de gas.
Que irrumpe frente al coche de Ian vestido con lo que parece un traje antirradiación.
Pero no son las aspas del símbolo internacional de la radiactividad lo que lleva impreso sobre el uniforme. Este regular no es un descontaminador ni un bombero nuclear ni un artificiero ni un liquidador. No está especializado en Hiroshimas ni en Fukushimas, no. Este soldado que se aproxima al vehículo en el que se cagan de miedo Ian y su hijo. Este soldado es… un biólogo.
Y lleva puestas las aspas de las tres lunas ensartadas que conforman el emblema de alertas por biorriesgo.
Oh, Dios Santo. Parece que hay una amenaza biológica en este paraje. Y que eso también hace que vengan los de los pijamas de plástico. Pese a que la idea de que este vasto paraje haya sido biocontaminado resulta insoportable.
Dolorosa hasta lo incontenible.
El soldado se aproxima levantando con la mano una extraña antena, que va unida por un cable a un bulto enorme que lleva colgado a la espalda. Parece que está tomando lecturas de la atmósfera empleando para ello el sensor de un detector militar. Que no se sabe si trata de detectar bacterias, hongos, trazas de un virus, restos de armas biológicas, productos de recombinación…
A saber qué demonios andan buscando. Ian sabe que no le van a decir nada, ni ahora ni si palma dentro de poco sin que ningún médico entienda lo que le pasa. Ian comienza también a preguntarse si todo esto del biorriesgo tendrá algo que ver con el hidroavión, o con la tormenta solar. O con la lluvia de estrellas. Se monta una película en la cabeza. Le viene a la cabeza la película E… T. Se pregunta si alguna vez podrá colgar en internet las fotos que vino a buscar a este sitio. Si verá crecer mucho más a Roger. Si estará infectado ya.
Roger por su parte se pregunta si El hombre de la botella de pis le volará de verdad una vértebra lumbar a su padre como se atrevan a informar a El hombre de la máscara antigás de que hay un indio herido que se les ha colado hace escasos minutos en el asiento de atrás y que ahora les tiene encañonados, tras someterles a un interrogatorio sobre el avión y la Sûreté.
Pero aquí el interrogatorio que se avecina no es el de El hombre de la botella de pis. No. Aquí a partir de ahora las preguntas las hace El hombre de la máscara antigás. Se planta junto a la ventanilla del conductor y le hace a Ian un gesto con el monstruoso guante de podar secuoyas que lleva en la mano libre. Si es que su mano está libre.
Porque el guante parece casi de béisbol. Debe de estar hecho para poder tocar bacterias, hongos, trazas de virus, restos de armas biológicas, productos de recombinación…
Ian aprieta el botón del elevalunas del coche preguntándose si con ello no estará llenando el habitáculo de su todoterreno de aire contaminado. Por un momento se dice que el hombre de la máscara antigás lleva un biodetector encima, por otro que la voz que sale del filtro de su máscara antigás parece mucho más cazallera que la de Darth Vader.
—Usted debe de ser Ian Floggerty —le suelta.
Si llevara un sable de luz en vez de un sensor biológico en la mano, la cosa no sería muy distinta.
—Uh… En efecto, señor.
—Gracias por contactar con el Centro Nacional de Emergencias. ¿Ha sucedido algo desde la última vez que hablamos?
El hombre de la botella de pis aprieta con el cañón de su arma en las lumbares de Ian, haciéndole perder el hilo de la conversación. Ian balbucea, titubea y, al fin, no puede más que preguntar:
—Pero… ¿qué es lo que está pasando en este sitio?
—Todavía no lo sabemos. Le informaremos en cuanto nos sea posible —miente, en tono discursivo—. Ahora respóndame usted, por favor. ¿Ha sucedido algo desde la última vez que hablamos?
—Vimos pasar al helicóptero… —dice Roger, que tampoco se atreve a moverse.
—¿Eso es todo? —insiste El hombre de la máscara antigás.
—Eso es todo —miente Ian. Pretende zanjar lo más rápido posible la conversación. No ve forma de sentirse cómodo mientras le apunten con un arma.
Sobre todo porque lo último que ha dicho El hombre de la botella de pis es que si hacía algo tonto le volaría una vértebra lumbar en un disparo incapaz de matarle, para que no se lo perdiera cuando invirtiera su segunda e última bala en la cabeza de Roger.
El hombre de la máscara antigás no se sabe si frunce el entrecejo o si parpadea o gesticula. Bajo los dos enormes cristales espejados de su máscara únicamente se adivina la presencia hipotética de un hombre que tal vez todavía lo sea.
Porque a lo mejor no hay más que un soldado debajo de los filtros de carbono activado, zeolitas y láminas de tejidos clasificados y materiales desconocidos para la industria que únicamente fabrica el ejército israelí. Puede que sea uno de esos fulanos que ha visto y hecho tanta mierda que ya ni se inmuta ante la fatalidad ajena y el daño colateral. Puede que bajo la máscara antigás no haya dos ojos de persona que miran a un padre y a su hijo como suelen hacerlo las personas. O puede que el hombre este se quite la careta y se descubra que en realidad es el padre de Luke.
Por poder pueden pasar mil cosas, pero no pasa ni una.
Sólo que El hombre de la máscara antigás dice:
—Manténgase en la cuneta durante un par de horas más, por si les necesitamos. Si nadie les contacta antes, conduzca hacia la salida, hasta encontrarse un control de carretera. En él les están esperando mis compañeros. ¿Me ha entendido bien?
—Sí.
—Pues venga, póngase a contar los minutos. Cuanto mejor haga usted lo que le digamos, antes podrá irse a casa tranquilo.
—Pero oiga…
El hombre de la máscara de gas le interrumpe con un gesto feo.
Parece mover el sensor de su equipo como si fuera un punto de mira.
—Las preguntas déjelas ahora para los del control que ha cerrado esta autopista. Ellos le contarán. Gracias por contactar con el Servicio de Emergencias, señor Floggerty. Buenos días.
Y El hombre de la máscara antigás se da la vuelta y encamina sus pasos hacia el vehículo que se adivina al fondo de la nube de polvo de la que salió.
No presta mucha atención a los rostros perplejos de Ian y Roger. Tampoco repara en el enorme bulto de mantas de acampada y sacos de dormir que hay en el asiento de atrás del vehículo.
En él se esconde El hombre de la botella de pis.
Que es precisamente una de las cosas que ha venido a buscar El hombre de la máscara antigás.
Y así es como, bajo la montaña de gruesos tejidos, dice la voz de acento cree:
—Vamos a hacer lo que él dice. Que se vayan… Luego saldremos nosotros.
Así que padre, hijo y secuestrador se quedan muy quietos mientras el convoy de vehículos adelanta al todoterreno y lo deja atrás para adentrarse en la Transtaiga en busca de los cree, la merca, el tío que metió medio litro de su orina en una botella de Dasani y el motero que, según consta en los registros del último refugio con registro, está en este paraje ahora mismo, acompañado de una mujer sin identificar.
Tras el vehículo de reconocimiento del Servicio de Emergencias que se lleva a El hombre de la máscara antigás pasan otros tres, seguidos por dos carrozados tácticos de alta movilidad, una camioneta de suministros militares, un camión todoterreno cuyo remolque lleva pintadas varias enseñas y avisos de los que se emplean para balizar y señalizar las materias peligrosas y la biocontaminación. Tras el camión pasan rugiendo un blindado ligero, uno pesado con la parte trasera adaptada para el transporte de artillería, otro blindado para el transporte de tropas, dos ambulancias militares, un extraño furgón que se ve exactamente igual (escalera incluida) que un camión de bomberos pero en vez de rojo es del mismo gris que del resto de los vehículos de las Fuerzas Armadas Unificadas de Canadá. Más vehículos tras él: un larguísimo Unimog que tiene por todo remolque lo que parece una jaula vacía, un par de coches de la Sûreté, dos furgonetas civiles convencionales y, finalmente, otros dos vehículos negros.
Dos Hummer con las lunas tintadas. Los más preocupantes de toda la caravana.
Porque llevan matrícula de Washington.
Y van los últimos.
La comitiva de trastos escandalosos desfila ante los ojos atónitos de Ian, Roger, Hombre de la botella de pis, ardilla flipando en la copa de un abeto. Los efectivos del gobierno tardan unos minutos en largarse, pero al final lo hacen. Debe de haber medio centenar de personas entrando ahora mismo en una operación especial.
Ian se pregunta qué demonios estará pasando.
Es un amasijo de nervio, dudas, paranoia, sudor y rabia. Su hijo en cambio no sabe si estar acojonado o alucinado. Todo se ha vuelto épico para él desde que el cielo se puso a bramar, ahora que amanece la cosa no se le hace tan distinta. Pese a las pistolas. Pese a que acaba de ver moverse unos cacharros que no marchan ni en el día de los desfiles militares. Sabe que algo muy chungo está pasando. Tiene sus propias teorías al respecto.
Él también ha visto E. T.
Pena que Roger no haya visto más que estrellas, esta noche.
Según alcanza a entender, Ottawa les manda a un montón de gente que verá el OVNI antes que él. Y él había venido a mirar el cielo. Su padre le puso a mirar las auroras y a buscar lo que dijo que era una avioneta. Ahora están aquí hasta los agentes Mulder y Scully, un montón de funcionarios que han venido a hacer lo que hacen cuando el cielo les manda algo imposible. Y su padre con que las auroras y las estrellas.
Le mira por un instante y no le sorprende que un delincuente de los que se esconden en los sitios como éste le haya pillado por banda.
Para Roger todo está bastante claro. El mundo mola y su padre se lo pierde todo. Incluso cuando pinta su color.
Puede que hasta mole El hombre de la botella de pis. Él al menos mantiene los cojones en el sitio mientras a ellos se les suben al cuello. Roger ya no tiene tan claro lo de que sean dos astrónomos. Detesta la idea de formar parte del equipo de los pringados de esta historia.
Y ahora que acaba de ver que los marcianos existen, ya no entiende qué demonios hace la gente al conformarse con mirar las estrellas.
Al limitarse a mirar los fuegos artificiales, cuando se puede ser artificiero.
Pasan los minutos, las cábalas, las suposiciones. Se posa la polvareda. Se vuelve a instaurar el silencio del lugar.
—Si te marchas y nos dejas en paz no les diremos a los del control de carretera que te hemos visto —se arranca a decir Ian, al fin.
—Nah, no lo haréis. Qué va.
—De verdad. No queremos problemas. Nosotros sólo hemos venido a este sitio para hacer fotos —añade Roger.
Decir justo lo que se espera que diga un chaval como él es lo único que se le ocurre ahora mismo. Al fin y al cabo, tampoco quiere que dejen paralítico a su padre. Ni que le vuelen la cabeza.
—Podemos conducir hasta el control. Identificarnos allí. Y decir que usted nos acompaña.
—¿Tú sabes la de tiempo que me llevan buscando esos? —les responde El hombre de la botella de pis.
Lo menos que tiene para ellos es sarcasmo y cañón.
Se hace de nuevo el silencio de este sitio. Luego se pone en marcha el coche de Ian. Se da la vuelta. Se pone a seguir la polvareda del convoy, a una distancia considerable.
Dos astrónomos y un traficante de armas biológicas se ponen tras los pasos de un equipo táctico de descontaminación.
De los ojos del padre de Roger saltan chispas eléctricas.
Hay unos fuegos artificiales que le arden dentro más que ninguna aurora boreal, y a plena luz del día.