Alucinado

Mac ha caminado a oscuras durante casi una hora. Al principio le parecía que no iba a poderse encontrar ni la polla entre tanta negrura, pero eso era porque no se sabía tan animal. Nunca había empleado antes su visión nocturna.

Que los ojos de los hombres pueden adaptarse a oscuridades muy negras. Que las luces que laten en el cielo son la luminaria ideal para dar con el trazado de la carretera de grava y luego seguirlo rumbo al refugio de cazadores.

Que por mucho que pueda parecer que aquí la negrura es espesa, el cuerpo se basta con las miajas del cielo para reconocer el suelo. Que alrededor de la Transtaiga no hay civilización. En este sitio la oscuridad te ilumina. Cuando no hay otra que la intemperie y el vértigo del desamparo, uno bien que consigue abrirse paso. Que a Mac le van a volver a matar como vuelvan a quitarle a la chica. Que se acabó el mecánico. Ahora Mac es una bestia al acecho. Ya ni la serenata de los lobos le arredra.

Ha estado más de una vez a punto de volver a la ranchera y emplearla para salir de este infierno, ahora que no hay cargamento que pueda comprometerle ante la policía. Conducir hasta dar con la Sûreté. Denunciar lo sucedido. Poner el marrón en manos de las fuerzas de la ley y el orden. Desentenderse de heroicidades y volver a la medicación para los ataques de ansiedad, a su taller.

Pero allí le esperan otros mil carburadores sucios. Cárteres repletos de aceite usado que cambiar como el que cambia pañales cagados en un asilo. Cuadros que customizar. Zapatas y discos de freno que necesitan un recambio ahora que ya sólo sirven para detener su vida y así ponerla en punto muerto. Cadenas que engrasar. Crisis de angustia. Ataques de pánico. Pastillas que anestesian el alma. Y una buhardilla techada con láminas de vidrio para que no se le olvide que el cielo sigue pulsando ahí afuera, ni que fueran botones, las estrellas sobre su cabeza.

Hay algo en el cuarto de Mac que le hace sentir como a esos pájaros que hace falta enjaular al aire libre para que no dejen de cantar. Se sabe tan confinado en sí mismo que el único espacio cerrado que soporta es su taller, y a veces ni eso. Necesita ver el firmamento.

De hecho, es la bóveda celeste lo único que le asiste ahora mismo. Le alumbra como a un rey mago. Hay algo en el cielo que le dice que no es momento de arrugarse, que ahora es cuando puede demostrar que los años de escapar han quedado atrás.

No más Señor Malacara Pijuda.

No más carburadores.

Sólo las estrellas y el héroe aterido de frío y de miedo que no se amilana. Y camina.

Ya puede ver el relumbrón de la fogata del refugio de caza.

Mac se hace a un lado del camino, metiéndose en la cuneta, no le vayan a ver venir. Le cuesta caminar sin la grava, ello supone sortear las irregularidades del terreno y rodear matorrales, árboles y pedruscos, pero de eso Mac ya ha tenido mucho por esta noche. Empieza a desenvolverse con cierta soltura en lo abrupto del terreno. No le supone tanto esfuerzo irse aproximando al refugio sin que su silueta o sus pisadas sobre las guijas del camino le puedan delatar.

Alcanza a distinguir su moto y la de Perla. Pero junto a ellas no están las furgonetas de los cree. No hay ni rastro de la Dodge Dakota y tampoco de la enorme Toyota Tundra. Los indios se han subido a las pick up y se han ido. ¿Adónde?

No pueden haber salido de este sitio llevando consigo un rehén hacia la Sûreté. Mac los habría visto.

No. Han huido hacia el interior de la Transtaiga.

Se han adentrado en este páramo. Ahora estarán remando mar adentro sin más brújula que el trazado de seiscientos sesenta y seis kilómetros de carretera de grava carente de desvíos y que termina en un complejo hidroeléctrico sin apenas operarios ni técnicos de mantenimiento. Se meten hondo y a oscuras en un infierno de bosque boreal en el que sólo hay una gasolinera a medio camino y nada de cobertura ni de población. Y que los busquen ahí.

Lo mismo tienen un campamento escondido a doscientas millas de este sitio y no hay hombre blanco que lo haya pisado jamás. Ay. Parece que la inmensidad de este territorio libre es una baza con la que no sólo Mac está contando para ganar la partida.

¿Y ahora qué?

Ahora tenemos una fogata y un refugio. Dos motos. Un solo indio.

Parra Espesa. El alucinado. El idiota. El autista.

El sordociego.

Se han dejado al colega chungo aquí. Se han llevado las armas y las furgonetas, se han llevado la recortada de Mac y se han llevado a la chica.

Han dejado tras de sí a un cree que parece haber enraizado junto al refugio lo mismo que los cedros. Parra Espesa no va con ellos. Tampoco parece ir con nada. Es un patán omitido, inexpresivo y enclenque al que Mac no teme ni por asomo.

Pero no duda en acercarse a él con maneras de gato, tras sacar de las alforjas de su moto la pistola de bengalas.

Aparece de repente y le encañona.

—Me vas a llevar con tus amigos.

Es un arma letal, la pistola de bengalas. Si dispara con ella a bocajarro sobre uno de los ojos de Parra Espesa el pobre desgraciado morirá en un mar de espasmos, el cohete de fósforo blanco se tomará sus diez largos minutos para asarle los sesos en vivo.

Pero Parra Espesa no se inmuta, no parpadea, no conecta, carece de cobertura, no sabe, no contesta, no deja su mensaje después de la señal. Todo cuanto ofrece a modo de respuesta es el aborto de una breve convulsión, que le sube el hombro a la altura de la sien y lo deja ahí como si no lo sostuviera un sistema muscular o si no hubiera un aparato locomotor dispuesto a devolverlo a su sitio bajo el cuello. Su cuerpo es una contractura absurda lo mismo que el de un accidentado con lesiones en el sistema nervioso central.

—Eh, tú. ¡Pedazo de subnormal! ¡Más te vale hacerme caso y llevarme con tus amigos! ¡Dime dónde han ido! ¡Eh!

Mac le pone a Parra Espesa la punta de la pistola de bengalas a unos milímetros de la boca.

La tiene medio abierta.

Así que Parra Espesa cierra sus labios sobre el cañón.

Y succiona.

Es lo más parecido a una respuesta que tiene para Mac.

Mac se desgañita y zarandea al cree, lo empuja y le grita, pero Parra Espesa reacciona a sus embates lo mismo que un arce. Mueve su tronco, sus ramas y sus pestañas, mantiene la mirada enfocada hacia una copa de árbol muerta y reseca. Ni un gemido, ni un gesto, apenas otro espasmo, éste en las rodillas, que se le doblan de repente en un ángulo que no se sabe si es el de cagar en el monte o qué. Parra Espesa parece adoptar una de esas posturas de taichi despatarradas, tan incómodas e inmóviles como artificiales. Se diría que se ha sentado sobre una silla invisible. Parece un muñeco articulado en una postura tuerta al que hayan abandonado tras jugar, se mantiene en un extraño equilibrio que hace pensar que algo en su cabeza funciona pero raro.

Oblicuo.

Mac lo encuentra tan sumamente idiota y vegetal como a un sándwich de ensalada. No ve más que tomar uno de los leños de la hoguera y acercárselo a las narices, por aquello de que las bestias de la naturaleza responden al fuego cuando lo ven, pero parece que Parra Espesa sea capaz de dejarse incendiar antes que salir de su trance.

—¡Por favor! ¡Oye! ¡Eh! ¡Que la Sûreté viene en camino!

Y nada. Aquí habrá que insistir en eso de que viene el lobo.

—Meterán a tus amigos en un trullo más negro que éste y a ti, en un puto manicomio… Oye, si estás ahí para algo, tienes que reaccionar. ¿Me escuchas?

Y entonces suena la enorme cosa peluda que brama en este sitio. No es un reno en celo ni es un rinoceronte en el matadero. Es una garganta de cien kilos de carne encabronada que resuella y berrea peligrosamente cerca.

Mac se vuelve en la dirección del gañido y apunta con su arma. No se le ocurre más que subirse a su moto y salir de aquí.

Pero entonces Parra Espesa gira muy despacio el cuello y enfoca progresivamente con la vista hasta encuadrarle.

Se diría que está haciendo un esfuerzo sobrehumano para mirarle a los ojos y así hablarle. Es como si estuviera agonizando por dentro y pugnara por comunicarse antes de morir.

Y sólo tiene una palabra para Mac.

—Wendigo —le dice.

Y Mac siente que está a punto de mearse encima.

Parra Espesa se yergue en pie lentamente. Su musculatura recupera una postura cabal, lo mismo que si estuviera saliendo de un trance místico. Muy sutil y paulatinamente Parra Espesa devuelve sus rodillas a una posición natural y anatómicamente soportable. Se cuadra con parsimonia y luego echa a andar hacia las motos con el porte de un peatón perezoso.

Mac le sigue, tan acojonado como perplejo.

Parece que el bosque acabe de abrir una puerta secreta para él.

Porque eso es lo que va a hacer.

Parra Espesa se mueve cual koala. Se sienta a horcajadas sobre la Yamaha de Perla y quita de un manso taconazo la pata de cabra del caballete. Da despacio el contacto a las llaves, pone primera y sale suavemente del merendero, para tomar la carretera de grava inclinándose al girar pero sin encender el faro en ningún momento.

Mac se guarda la pistola de bengalas en la parte trasera de los vaqueros, junto a los riñones, y se apresura a subirse a su moto. La arranca, sale tras él.

Parece que Parra Espesa no es tan sordociego. Ni tan autista.

Parece que es un GPS retrasado. Que va a llevarle a donde quiera que hayan ido los cree.

Mac sigue a Parra Espesa por la carretera de grava y las millas se suceden como respiraciones.

Juntos se dirigen hacia el corazón de este sitio.

Pero el corazón de este sitio está parado. Es una cavidad hueca y quieta en medio del vacío y la oscuridad.

Adelante sólo se abren trescientas millas de abandono e inclemencia en las que aguardan premio y castigo, soledad y fatalidad.

Lobos y Wendigo.

Enfilan la recta eterna de la Transtaiga y Mac no puede evitar mandar una mirada fugaz al cielo, donde por un momento parecen dormir en paz las estrellas. Ahora mismo no hay luces ni estelas desquiciadas, sólo un manto de destellos serenos y un resplandor distante que dice que pronto amanecerá.