Rezagado

El hombre de la botella de pis llega hasta el lugar del accidente tras atravesar con grandes dificultades dos millas de taiga a oscuras. Se ha hecho daño al saltar del hidroavión, daño en un pie, que probablemente se haya dislocado. Y se ha destrozado las axilas con el paracaídas de mochila. Ha sido su primer salto. Le ha costado Dios y ayuda quitarse el macuto y por poco se mata al caer del árbol en el que se le enganchó la lona de la campana principal. Ahora cojea de muy mala manera, pero se siente encantado de haberse conocido: por salvar el pellejo, por seguir caminado, por molar hasta aquí.

Se aferra a su revólver con una mano y la otra se la lleva a menudo al tobillo. Cada vez que suenan los lobos le parece que andan más cerca, y sabe que no está en condiciones de subirse a un árbol para ponerse a salvo si le sorprende la manada.

También ha oído bramar a la enorme cosa que suena como un rinoceronte en el matadero, pero El hombre de la botella de pis nunca ha visto a un rinoceronte, conque no piensa dejar que su imaginación se vaya sugestionando y su miedo se descontrole.

Si hay algo que le da mucho más miedo que atravesar la taiga a oscuras es lo que Kisecawchuck le puede hacer como pierda su merca.

Así que se afana por cojear hacia la columna de humo, hasta que la columna de humo se extingue y no le queda otra que tratar de orientarse empleando el mapa enloquecido de las estrellas, que esta noche bailan como si celebraran algo insigne con tambores de tripa y pipas de metanfetamina.

No ha visto una danza con luces como éstas ni en los festejos del día de la llegada de los caballos al páramo. Seguro que su abuelo le diría que la de hoy es una noche de espíritus que cabriolan, de grandes presagios y augurios fantasmales; porque las luces de los muertos también se están arrancando a bailar en lo alto. El hombre de la botella de pis ya ha efectuado cuatro entregas en este sitio, pero nunca había visto al bosque ponerse así. Hasta el cielo ha enloquecido esta noche. Los lobos aúllan algunas veces como si la manada al completo hubiera caído en un mismo cepo. La enorme cosa que brama alto y muy de tanto en tanto le está poniendo enfermo.

El hombre de la botella de pis conoce un buen puñado de leyendas cree. Son historias que conserva con orgullo y celo en la memoria, lo mismo que muchas otras de las tradiciones de su pueblo, pero a diferencia de la lengua y las danzas, a la hora de la verdad las leyendas cree tampoco es que le inspiren mucho más respeto que los dólares que pasan por sus manos en cada entrega.

Se afana como puede en ganarle la partida a la noche, pero la oscuridad y la cojera le vencen en cada accidente del terreno. Está preguntándose si llegará a tiempo de salvar la merca hasta que asiste con impotencia a la llegada del helicóptero de rescate, justo cuando está bien cerca del lugar del accidente.

La Sûreté ha llegado antes que él.

Está perdido.

Se queda muy quieto junto al tronco de un tilo inmenso. Pasan los minutos y él sólo aguarda a ver qué piensa hacer la libélula de hierro con esta noche.

Entonces el helicóptero se marcha, El hombre de la botella de pis resuelve reanudar el camino y un mochuelo que ronda en silencio por la zona se busca un olivo, pero sólo encuentra arces.

El hombre de la botella de pis encuentra orientación. Y se encuentra cada vez más dolorido.

Se le ocurre que siempre puede hacerse pasar por un cazador accidentado y pedir que le saquen de esto. Será una mala idea, pero tampoco está seguro de que pueda sobrevivir mucho tiempo en este sitio estando herido y cada vez más atenazado por el frío.

No ha dejado de preguntarse qué demonios habrá pasado. Qué fue el golpe aquel que sonó sobre su cabeza en pleno vuelo. Qué demonios pudo destrozar la cabina del piloto y arrancarle medio cuello a Tenskwatawa.

El hombre de la botella de pis estaba dormitando junto a su botella de pis y las cajas de merca cuando el avión fue atacado. Desde fuera.

En pleno vuelo.

Oyó un impacto sordo y de repente se llenó el habitáculo de aire congelado y astillas del vidrio de la cabina. Tenskwatawa soltó los mandos de la nave y gritó mientras el avión comenzaba a sonar mal y a enroscarse sobre su eje. Por su parte, El hombre de la botella de pis trató de alcanzar la cabina a fuerza de apartar las cajas de la merca justo para descubrir que la yugular de Tenskwatawa estaba vomitando borbotones por todo el panel de mandos, que la cúpula de la cabina recibía el impacto de mil chorros de rojo intenso que salían del cuello del piloto con una presión palpitante.

Cuando Tenskwatawa comenzó a sonar como suenan los caribúes al ahogarse en su propia sangre, El hombre de la botella de pis ya tenía el arnés del paracaídas puesto, pese a que el avión se había convertido en una montaña rusa. Abrió la portezuela de carga. Saltó sin saber dónde paraba el suelo y dónde el cielo.

Lo hizo todo rápido y sin titubear porque sabía que el hidroavión volaba endiabladamente bajo para evitar los radares. Suerte que no entrara en picado, sino en una suave barrena horizontal.

Con todo, El hombre de la botella de pis sabe que la entrega se ha jodido pero no alcanza a adivinar por qué. Lo único que puede hacer ahora que el helicóptero de la Sûreté se ha marchado es seguir avanzando y rogar a esos dioses danzantes que apenas recuerda. Rezar para que las desgracias de esta noche no sigan cayendo como caen las estrellas y los aviones.

Cuando alcanza a divisar la figura del aeroplano a la luz de la luna comprende enseguida que sigue estando solo y que no va a poder emplear la radio del panel de control para pedir ayuda. El morro está destrozado. Y los lobos suenan en diversos puntos del horizonte. Son varias manadas, ha contado hasta tres machos alfa distintos. ¿Cómo puede ser? ¿Qué es esto? ¿Una reunión de infortunios? ¿Será que las desgracias nunca vienen solas?

Si la Sûreté no vuelve pronto, este sitio dejará de ser seguro. El hombre de la botella de pis recuerda que no dejó comida disponible en la bodega de carga y que lo único que puede sacar que le sirva de algo de este sitio es el botiquín y un par de bengalas.

Así que se apresura a cojear hasta el avión y lo encuentra vacío.

Han dejado intacta su botella de pis, eso sí. Pero se han llevado la merca.

Si ahora está en manos de la Sûreté ya puede darse por muerto. Si obra en manos de Kisecawchuck y los suyos, pues también. La cosa pinta fatal para El hombre de la botella de pis.

Se hace con una botella de agua y con la maleta de emergencias, sabe que dentro hay una linterna. Se toma diez minutos para entablillarse el pie empleando ramajes y la cinta de esparadrapo. Se caga en todo y reemprende la caminata tras empuñar de nuevo su revólver. Piensa utilizarlo sin titubear sobre lo primero que intente tocarle los huevos a partir de ahora.

Su plan consiste ahora en caminar durante dos o tres horas hasta el teléfono de emergencias y allí solicitar socorro. Dirá que salió a pescar y que se hizo daño. Luego hará como que apenas habla más francés, como que sólo se maneja bien en clisteno. Lo llevarán a un ambulatorio y del ambulatorio tratará de huir de Kisecawchuck, de Flecha Gorda, durante el resto de su vida. Pero eso será sólo si los lobos no se lo impiden.

Los lobos y la cosa que suena con ellos de tanto en tanto. Debe de pesar doscientos kilos.