Perla siente dolor en todos y cada uno de sus músculos. No está acostumbrada a la vida dura ni practica ningún deporte intenso. Cargar con la merca hasta la carretera y luego caminar al ritmo de los narcos cree la tiene exhausta.
De tanto en tanto suplica o trata de negociar, pero entonces Fuma Estreñido le clava el cañón de su arma en el centro de la espalda y aprieta.
Empujar con el acero no tiene nada que ver con hacerlo empleando la mano. Pinchar a punta de pistola es un aguijoneo inclemente, mucho más intimidatorio. Algo se hiela en las venas de Perla cuando siente el arma contra su cuerpo.
Acaba de pedir un respiro y le han dado una negativa, le han respondido que ella ya ha «descansado cuando los demás cargaban las cajas y mandaban a su amigo a la reserva».
Su amigo. Un tío al que plantó y al que ha vuelto tras diez años. Con el que apenas ha compartido nada desde entonces. Se pregunta si Mac la dejará tirada y correrá a la Sûreté sin preocuparse mucho por lo que puedan hacerle a ella. Está aterrada. Se sabe vendida y barata. Y ni se plantea la posibilidad de escapar o de intentar algo. Lo suyo es cruzar los dedos y rogar por que no le pase nada malo. Sobre todo porque se siente demasiado agotada como para hacer nada salvo lamentarse.
Intenta no llorar desde que esto ha empezado. Siente auténtico pánico a tener que exteriorizar sus sentimientos ante esta gente. Ante Mac. La última vez que le abrió su corazón terminó entablando una relación que luego sacrificó en aras de un matrimonio en el que nunca quiso volcar sus emociones, pero que se apoderó de ella hasta estrangularla y espantarla.
Toda su vida ha sido un escapar.
Su primera escapada fue con Mac, el primer intento de Perla de huir de su pueblo. De su madre. De su hermano.
Luego huyó de su historia con Mac porque tenía miedo de Mac.
No vio otra que terminar con Mac para fugarse con otro desgraciado como ella. Perla se casó con un hombre majo, un buen partido, que hablaba de sacarla del sitio que la vio nacer. Un poblacho que bajo ningún concepto debía verla envejecer. Amos también le daba miedo.
Pero escapar por escapar no la llevó más que a otra relación construida sobre el principio de la huida. Trató de huir de su marido escondiéndose en el hijo que criaron… Y luego del hijo que criaron.
Y mil cosas más.
Todas para dar con sus huesos en este sitio.
Ahora se desploma junto a la hoguera. Se deja vencer por su propio peso, en cuanto llegan al refugio de cazadores. Cae de culo y los cree entablan otra intensa discusión mientras ella apura la infusión que queda en una de las tazas y se acerca al fuego para ver si consigue entrar en calor. A su lado está sentado sobre sus talones el tal Parra Espesa, que no se ha movido del sitio. Nadie le ha saludado ni informado de nada. Él tampoco ha preguntado ni ha movido ningún otro músculo que el del párpado derecho.
Porque con el izquierdo apenas parpadea.
Se diría que en él hasta el pestañear es un tic nervioso.
Está mirando un punto indefinido del calvero, como uno de esos gatos que se embelesan de repente con una diagonal del campo visual en la que no hay nada. Centra su atención en lo que quiera que haya en la copa de un enorme cedro muerto que cierra el merendero que se despliega junto al refugio de caza. Está claro que tiene algún problema.
Porque ese cedro no tiene ni una hoja verde.
De repente Flecha Gorda se sitúa tras Perla sin hacer ningún ruido y le pisa entre los omoplatos hasta doblarla por la mitad y por completo. Le pone la mandíbula bien cerca de los pies y le tira de las muñecas hasta llevárselas a la espalda.
Perla aúlla de dolor. Se pregunta si ahora es cuando la van a violar y luego a matar. Cierra los ojos y, al fin, rompe a llorar. Pero apenas puede respirar. Le cuesta mucho decir cuatro palabras, con un hilo de voz:
—Por favor, por favor…
Flecha Gorda gruñe y la esposa con unas bridas de plástico que ha sacado del petate de piel de oveja que dejó junto a la hoguera. Nada de cuero ya, nada de utilería tribal ni de atrezzo, sólo unas bridas de plástico del Wal-Mart. Los cree empiezan a trabajar a calzón quitado a partir de este momento.
Flecha Gorda aprieta la soga en las muñecas de Perla, y luego le aplica otra brida, no tan tirante, a la altura de los codos. Acto seguido, le cede el turno a Fuma Estreñido, que ha traído el precinto con el que embalan la merca. Le pone a Perla una mordaza que ni se molesta en cortar a medida de su boca: rodea tres veces su cabeza con cinta americana, dándole vueltas hasta que su pelo y su nuca quedan tan prietos como sus labios. En cuatro patadas rudas y vejatorias la han plegado, embalado y lacrado como a un saco de patatas, y como tal la levantan para llevársela. Su falta de respeto por ella es tan profunda que ni como a un trozo de carne viva la han tratado.
La dejan caer violentamente sobre el remolque de una de sus furgonetas. Son camionetas sin capota para la carga, del tipo pick up. Dos asientos en la cabina climatizada y en la parte trasera todo remolque raso y al aire. Vehículos de tracción integral ideales para la vida en el campo y el transporte de troncos, cultivos, caza fresca.
Y como a cualquier otra presa o prenda le tocará viajar a Perla.
Se sube al volante Enorme Cochero y Flecha Gorda ocupa la silla del copiloto. En la cabina de la otra furgoneta van Fuma Estreñido y el guiñapo estremecido de Chuzo Tieso. A Perla le corresponde ir al raso y, cuando la marcha toma velocidad, el frío de la noche en la Transtaiga la atraviesa más que el miedo y casi tanto como la oscuridad.
Sobre Perla no hay más que estrellas danzantes, extrañas luces bajo las nubes e incertidumbre. ¿A dónde la llevan? No van hacia la salida de la carretera, sino que se adentran en ella. Y en dirección este no hay nada, nada en absoluto. Cotos de caza sin cazadores. Embalses sin ingenieros. Centrales hidroeléctricas sin apenas técnicos de mantenimiento. Los cree se adentran en una ruta de seiscientos sesenta y seis kilómetros baldíos que se terminan de repente y sin más, en el lugar enrutado más remoto de Norteamérica. En la carretera del fin del mundo de los hombres.
Perla maldice y trata de serenar su respiración, porque sólo puede tomar aire por la nariz. La mordaza le tira del pelo brutalmente cada vez que mueve la cabeza. Los ojos no le dejan ver mucho porque los tiene anegados de unas lágrimas que terminan deslizándose heladas por el cuello de su cazadora.
Cortan como cuchillas de afeitar. El viento sopla frío y despiadado sobre Perla; se diría que la ha tomado por un pastel de cumpleaños.
Y entonces piensa en su hijo. Y en su otro hijo. Y en otras dos personas.
En las mil cosas que habrá dejado atrás para venir aquí. A este no sitio.
Lo hace y el recuerdo de todo lo que abandonó le clava un hierro al rojo en el centro del pecho.
¿Qué se ha hecho de su vida? ¿Ha escapado de todo para llegar hasta aquí? ¿Hará Mac otro tanto y escapará de esto para dejarla morir a manos de esos cuatro animales? ¿Qué sentido habrá tenido su existencia? ¿Hizo alguna vez algo que la condujera a algún buen sitio, tanto conducir? ¿Cómo puede haber recorrido las carreteras más duras del mundo y no haber encontrado jamás ningún sitio en el que pudiera quedarse para siempre?
El agotamiento la atenaza tanto que resuelve apoyar la espalda en la cabina de la furgoneta y extender las piernas sobre el remolque. Su nuca y la de Flecha Gorda están ahora separadas por un cristal que tiembla y traquetea con el firme de la grava de la carretera. Perla mira al bosque que van dejando atrás preguntándose si no se está hundiendo en un barco que va directo a un fondo abisal sin antes arriar los botes, soltar la carga o abrir los camarotes. La nave está siendo tragada por las profundidades y no parece dispuesta a dejar que escape la tripulación.
La lleva, rehén, consigo.
Perla se plantea saltar del remolque, pero va amordazada y maniatada, son las tantas en medio de un infierno sin luces ni gente y hace un frío del carajo. ¿Qué posibilidades tiene de sobrevivir si se arroja a la grava y trata de caminar hacia el refugio? ¿Saltar a esta velocidad no la mataría? ¿Se ha pasado toda la vida escapando y justo ahora que es cuando debe escapar no se atreve a hacerlo más? ¿Ha estado siempre tratando de huir de las trampas que le ponía la gente y ahora que está siendo groseramente secuestrada ya ni le funcionan las piernas?
No, no puede quedarse quieta ahora. Piensa que Mac nunca trató de escapar de su destino pueblerino, cerril y gris; conque probablemente tampoco lo haga ahora que la vida le lanza un órdago. ¿Hará lo mismo de siempre, desertar, que es justo lo contrario que ha hecho Mac con su vida, para acabar aparcándola junto a la de ella? ¿Qué es lo que tiene que decidir Perla ahora, en este momento aciago?
Ojalá lo supiera. Ojalá tuviera ahora uno de sus impulsos incontrolables, o algo de determinación repentina. Pero parece que todo eso se le ha terminado de golpe y porrazo.
Mira la grava que dejan atrás las ruedas de la furgoneta y culea hasta el extremo final del remolque. Saltar. Debe saltar a la carretera y rezar porque no le hagan mucha falta las manos que tiene atadas a la espalda cuando necesite amortiguar la caída.
Deben ir a cuarenta millas por hora. Es una buena hostia. Perla tiene cada vez más miedo. Mira el trazado de la carretera y justo en ese instante, el trazado de la carretera la mira a ella.
Porque una horda de figuras oscuras salen de entre los árboles que hay a un lado del camino y echan a correr tras la furgoneta.
Cuadrúpedos, de ojos centelleantes. Sus figuras son sombras fugaces que hacen quiebros a la luz de la luna y las estrellas. Aparecen moviéndose con una velocidad que quita el aliento y cansa al ojo.
Porque cuarenta millas por hora, al cabo de unos largos segundos, no es un cuadrúpedo.
Es una moto.
Los lobos. ¿Están persiguiendo a las furgonetas en medio de la oscuridad?
Hay una jauría con docena y pico de bestias que se desgañitan por alcanzar las ruedas de los cree. Y lo hacen en silencio, como buenos cazadores. Los cree ni se enteran.
Perla recula hasta el respaldo del remolque y da un cabezazo al vidrio que bien podría desnucarla, pero Flecha Gorda está roncando y Enorme Cochero está tan concentrado con lo que hay iluminado al otro lado del parabrisas que no vería nada ni aunque se dignara mirar en la oscuridad del retrovisor.
Perla se vuelve hacia ellos, trata de echar un vistazo a su espalda y lo único que ve es el cristal de la cabina empañado por la calefacción. No servirá de nada insistir en avisarles. Sobre todo porque los lobos van perdiendo terreno.
Vuelve la vista a la manada de bestias y repara en que una de ellas sí se aproxima.
Hay una cosa enorme que está corriendo más que la furgoneta, pese a que el resto de los lobos no puede seguirle el paso. Sus figuras van desapareciendo una a una en la negrura mientras que la de la alimaña más grande no deja de acercarse. Debe ser el macho alfa de la jauría. O un lobo especialmente fuerte. Parece compuesto de varios bultos redondeados que si son los músculos que parecen, bien podrían trozar la camioneta de un guantazo.
Perla sabe que los lobos no cazan solos. Que no sirve de mucho si uno, en solitario, consigue darle alcance a una presa a la carrera. Así que no se extraña cuando el monstruoso animal, pese a que parece capaz de todo, va aflojando el ritmo y abandona la persecución.
Está claro que Perla ha hecho bien en no tirarse de la furgoneta. Y se diría que los lobos han visto frustrada la emboscada, que han sido superados por la velocidad de los motores.
Perla ya sólo alcanza a ver la figura de la bestia más grande, la que ha estado a punto de llegar a la carrera hasta el remolque.
Debe de ser una bestia de una talla inmensa para lo canino.
Si es que es un cánido, porque justo cuando deja de correr decide incorporarse y se pone en pie, sobre sus cuartos traseros. ¿Los lobos hacen eso? No puede tratarse de un oso, se supone que no corren tanto, ¿no?
La figura de la bestia desaparece en la negrura que las furgonetas van dejando atrás. Cuando lo hace, la silueta, contorneada a la luna llena, se asemeja a la de un gigantesco antropoide, de espaldas y hombros poderosos.
Y entonces Perla da por seguro que no se trata de un lobo.