Vivo

El rumor del helicóptero se ahoga en el horizonte hasta hundirse en él como una puesta de sol. Cuando se apaga el enorme foco de la unidad de rescate, la oscuridad se hace con la taiga y sólo el parpadeo a la fuga de una baliza de posición queda en el cielo para agonizar, hasta desaparecer, en pocos segundos.

Y zas. La Sûreté acaba de ser tragada por la negrura de este abismo sin fondo. El ángel que visitaba este rincón del infierno vuelve al cielo de vacío y con él vuelven las tinieblas y el rechinar de dientes.

Flecha Gorda da por concluida la maniobra de evasión y enciende su linterna. Acto seguido, se desata una violenta discusión en clisteno. Los cree se pelean en su idioma y hasta se nota que algunos lo hablan con torpeza. Va a ser que únicamente lo emplean cuando hay blancos delante. Es su criptolecto. Triste destino para la lengua de sus ancestros más orgullosos.

Mac no puede ver más que el matorral de musgo espinoso y mojado en el que se ha enterrado su cara y no se siente capaz de moverse con ciento veinte kilos de cabronazo encabronado sobre sus lumbares.

Entonces el cabronazo se levanta y le dice.

—Recoge la merca y andando, entrometido —aquí una pausa enfática tras la cual se sentencia la condena—; que este lote vas a entregarlo tú.

—Mmpht… ¿Qué?

Mac se pone en pie con dificultad, se sacude la broza de la cara y la tierra de la ropa al tiempo que trata de entender la explicación de Flecha Gorda.

Que le va diciendo:

—La Sûreté acaba de descubrir nuestro negocio y ahora se pondrá a buscarnos por todo el Territorio. Y nosotros no queremos que nos encuentren, de modo que entrega la harás tú. Por vuestras vidas.

—Pero…

—Conducirás tú el coche de los muertos —dice Fuma Estreñido—. Irás solo, carretera abajo, de vuelta al asfalto. Cuando sea noche cerrada estarás llegando a la reserva. Allí, en cuanto vean aparecer el coche, te saldrán al paso unos socios nuestros.

—La Sûreté no alcanzará la entrada a Trans-taiga con un puñado de unidades terrestres antes de que se haga de día —añade Flecha Gorda—. Ese es el tiempo que tienes. Haz la entrega y os dejaremos en paz.

Claro. Y un cuerno.

Mac no sabe si reírse o qué. Se queda mirando a Flecha Gorda con los ojos abiertos como platos.

—Nuestro tinglado se ha jodido, amigo. Tendremos que abandonar el Quebec y marchar a otra parte para buscarnos la vida. Ahora ya nos tiene sin cuidado lo que le contéis a la gendarmería.

—Pero mataremos a tu amiga si no dejas la merca en Wemindji —añade Fuma Estreñido, con una sonrisa ácida y el decrépito pistolón en las manos—. Y puedes estar seguro de que no nos importará si, cuando os hayamos dejado estar, se lo cascáis todo a la Sûreté. ¿Piensas confesarles que efectuaste tú mismo una entrega pesada?

Mac sigue sin decir nada. Está alucinando. Se imagina que actuar bajo coacción y luego presentar una denuncia es un buen eximente de culpa. Se ve identificando a Flecha Gorda en una rueda de reconocimiento. Le bastaría con mirar entre las piernas de los fulanos numerados para dar con Flecha Gorda en una rueda de reconocimiento. Le señalaría el cacharro con el dedo índice, acusador, ante un tribunal; y a poco que la fiscalía le pidiera que identificara al amo del paquete.

No se cree ni harto de grifa que vayan a dejarles vivir si entregan la merca. Estos elementos no tienen pinta de ir dejando cabos sueltos. Pero lo cierto es que a Mac lo único que le preocupa ahora mismo es que si no coopera de inmediato, matarán a Perla.

Así que dice:

—Uh. Vale.

¿Qué otra cosa puede hacer? ¿Pedir que les entierren aquí? Porque este sería un sitio cojonudo, pese a lo cerca que está del lugar del accidente.

—Primero nos hacéis cruzar una arboleda para no tener que cargar con nuestros cuerpos al esconderlos —estalla Perla—. Luego nos usáis para sacar la carga del avión y ponerla a buen recaudo. Y ahora hasta pretendéis que la entreguemos nosotros.

—Sois unos tontos muy útiles y os va bien por eso —responde Fuma Estreñido, en un inglés yanqui, con sorna, y con una vaharada de humo de tabaco apestoso en la boca. Luego tose y carraspea como un hidroavión a medio achatarrar.

—No te alteres, panchita, que la entrega sólo tiene que hacerla tu amigo. Tú vas a seguir de excursión por este sitio —insiste Flecha Gorda, en un tono desdeñoso. Se ve que no está acostumbrado a que las mujeres le reprochen nada. Y que no se toma en serio a las turistas.

De manera que se reanuda la marcha. La comitiva se pone en camino rumbo hacia el trazado de grava de la Transtaiga. Cada cual coge su caja de merca y Mac no es ninguna excepción. Las luces de las linternas se encienden y se reemprende la caminata. El silencio vuelve a desplegarse y a acaparar protagonismo como sólo haría un sexto y molesto miembro en esta expedición criminal.

Con la que ha liado el helicóptero, la caja de merca de Mac se ha llevado una buena castaña contra el suelo pedregoso. Mac se pone a examinarla con la cara del que examina un bulto en sus testículos. El paquete no se ha abierto ni tiene abolladuras, pero… Un momento.

Tiene hendiduras.

Agujeros, concretamente.

Repara en que le han practicado tres pequeños orificios circulares. Tres en cada lado.

Por mucho que Mac sea adicto a las pastillas, lo cierto es que un mecánico no entiende mucho de drogas duras. Lo mismo éstas tienen que transpirar igual que las buenas botellas de vino. A saber. Por el momento, Mac se limita a subir la pendiente loma arriba con la esperanza de que pronto le pongan a los mandos de una ranchera funeraria. Eso al menos servirá para que dejen de apuntarle con la escopeta que él mismo recortó.

Pero entonces, en plena caminata, pasa otra de esas cosas que hacen que esta noche sea alucinante y pirotécnica.

Algo dentro de la caja de merca se mueve.

Le asesta un golpe al cartón, desde el interior.

Poumch.

Mac levanta las cejas. Las pupilas de sus ojos van a la caja y cambian de tamaño de repente. Se pregunta si habrá algo suelto dentro del paquete que transporta sobre su cabeza. Le ha parecido que la merca se desplazaba a un lado. Agita suavemente el bulto pero no suena carga libre, no. El contenido parece estar bien embalado.

O bien… ¿agarrado?

Quedan atrás unas cuantas yardas más y —poumch— sucede otra vez. No es un movimiento de objetos sueltos. Es un golpe.

Algo dentro de la caja de merca está dando patadas.

La caja de merca es un bombo —poumch— y la noche está a punto de romper aguas.

Pero si los cree dicen que esto es merca…, ¿qué demonios hay en las cajas de cartón? ¿Algo vivo? ¿Algo mecanizado? ¿Un bebé?

¿Qué podría ser peor que el tráfico de heroína?