Emergencia

Y Mac estará a punto de estallar, pero ahora estalla otra cosa. El cielo y el silencio traen una nueva sorpresa: el rumor de un helicóptero de rescate.

Pese al aparatoso ruido de interferencias que se ha adueñado del espacio radioeléctrico de la zona, hay dos astrónomos aficionados que han conseguido emplear el último teléfono de emergencias de la Transtaiga para dar parte a la Sûreté de que se ha producido un accidente de aviación a pocos minutos de vuelo del embalse Robert-Bourassa. Y eso ha mandado hasta aquí a una unidad de rescate que se aproxima a la velocidad de un tren bala. Al helicóptero le ha bastado poco más de una hora para adentrarse en la enormidad del Territorio Deshabitado de Caniapiscau, seguir el trazado de la única carretera y, gracias al instrumental de visión infrarroja, localizar cerca del camino el calor que disipa la cada vez más sutil columna de humo de la aeronave accidentada.

Flecha Gorda reacciona con unos reflejos de lince. Tira enseguida a Mac al suelo y se sienta en su espalda. Dice algo en cree. Luego se dirige a Mac en inglés, hablándole al oído en un tono bastante más que intimidatorio:

—Intenta algo ahora y mi socio le abrirá otro coño a tu amiga. En el cuello.

La caja de merca es un fardo que ha rodado por ahí, parece que en este preciso instante su destino importa bien poco. A Mac ahora le queda un matojo de musgo en las narices y una oscuridad hambrienta que lo inunda todo, de repente, en cuanto se apagan las linternas.

Luego el silencio. Siempre el silencio de este lugar. No más pisadas ni más susurros en cree. Sólo el rumor quedo del bosque y el tronar de un helicóptero que se acerca cada vez más.

Mac no puede ver lo que pasa ahora, pero tampoco le hace falta.

Aparece a media milla de distancia una unidad de rescate aerotransportada, moviéndose como una estrella fugaz. De su panza brota un potente chorro de luz que se posa sobre el hidroavión estrellado. El foco del helicóptero perfora la negrura con el tacto de un faro costero. Hay algo en su estampa que recuerda a las estelas de los cometas que justo ahora surcan el cielo a gran velocidad. Esta es una noche de luceros, de surcos que abre el cielo para el suelo. Hay algo alucinante en todo esto. Una pirotecnia que no resulta fácil de apreciar.

Por ejemplo, hay otro castillo de fuego sutil en esta escena: tanta oscuridad y tanta luz casi nunca se ven así de juntas… Pero eso es algo que sólo podrían entender bien los que hayan volado sobre focos antiaéreos.

De manera que el resplandor blanco que abre la luz del helicóptero alrededor de la zona del accidente consigue cegar la noche. Un relumbrón voraz que llega hasta a iluminar de soslayo la escena de los tramperos y los rehenes. Flecha Gorda mira a Fuma Estreñido y en sus ojos rebota por momentos la energía del foco, estallando en mil chiribitas. Mac y Perla miran el suelo como los rumiantes, boca abajo. Ahora tienen una vista que sólo enfoca a la hierba. El terreno está tan helado que, de no ser por la ropa de cuero que han traído, les cortaría la piel lo mismo que si estuviera hecho de cristales rotos. Los mosquitos aprovechan que la comitiva se ha parado para echarse sobre ellos formando un enjambre que vuela en formación a por cuellos y muñecas. En este momento la taiga parece devorarles y desangrarles lo mismo que el miedo.

La unidad de rescate examina desde las alturas la avioneta de los narcos y de un vistazo confirma enseguida que lo que está pasando aquí es lo que cabía esperar.

El helicóptero deja caer un cable de acero del que descienden dos hombres vestidos con chalecos antibalas y armados con fusiles de asalto a los que han dado órdenes de disparar a todo lo que se mueva, piloto incluido. Esto será una unidad de salvamento, pero la Sûreté no te envía un carrito de helados hasta aquí. No en estas circunstancias. Han traído hasta una ametralladora de base que ahora apunta al suelo desde la panza del autogiro, dispuesta a abrir un fuego de treinta y cinco milímetros de calibre, si es necesario.

Porque no les consta la presencia de ninguna aeronave sobrevolando el Caniapiscau a estas horas. No hay ningún plan de vuelo declarado ante ninguna torre de control conocida. Únicamente les han informado de que un hidroavión se ha estrellado aquí y ahora.

Y eso, una vez establecido que Hydro-Quebec no ha hecho ninguna estupidez, sólo puede significar una cosa: que alguien acaba de despertar a un hombre de los que salen de las urnas y por las teles, para decirle que se disponen a interceptar una entrega que llevan dos años sin saber de dónde demonios aparece.

Esto saldrá en los periódicos en un par de días. Alguien en la Sûreté está ansioso por anunciar el desmantelamiento de una importante red de traficantes.

Y alguien tiene ahora a una chica con una navaja cree al cuello. Y el cuello lleno de mosquitos hambrientos, que se posan como buitres.

Mac no sabe decir si las cosas le van a peor o si será que la situación por fin le ofrece oportunidades. Tiene el culo de Flecha Gorda sobre los riñones y puede notar el peso del jefe cree. Sus nalgas le comprimen la tercera vértebra lumbar. La cuarta está siendo castigada por el bulto de los dos prietos cojones del cabecilla de los narcos. El tacto en su espalda de la flecha gorda de Flecha Gorda le incomoda casi tanto como la maleza sobre la que ha quedado enterrada su cara.

La realidad no puede resultarle más incómoda y humillante, pero todo eso ahora queda atrás, como sus trastornos, como sus crisis nerviosas, como todo lo que no sea salir de ésta (que si se ha liado así de parda ha sido por venir al desierto, a follar, por los viejos tiempos). Escapar de los cree en medio de este caos tampoco pinta demasiado bien, visto que el campo traviesa parece dominado por una manada de lobos y lo inmenso y despiadado de un páramo sin igual.

Así las cosas, entre la taiga y los narcos, Mac no sabe bien cómo jugar sus cartas. La Sûreté sería su única oportunidad, pero la Sûreté tiene ahora a dos hombres registrando el lugar del accidente que no entienden un carajo. No se explican qué demonios le ha pasado al piloto. No encuentran nada más que combustible de vuelta, en el interior de la bodega de carga.

Eso sí, la puerta se la han dejado abierta. Y no se puede volar con la portezuela de la bodega abierta.

Concluyen que el pasaje abandonó la aeronave llevándose la carga. Dan parte por señales al helicóptero, que peina las inmediaciones del claro de árboles destroncados que ha abierto el accidente. La lengua de luz lame a un lado y otro del surco, en busca de los supervivientes. Esperan dar con dos hombres, quizás malheridos, que transportan dos bultos, pero saben que el accidente ya no está fresco, que el lugar es enorme, hostil y que, en los tramos del bosque que les conciernen, las copas de los cedros son tupidas. También se preguntan si la carga no la habrán arrojado a alguno de los embalses antes de estrellarse. Si no habrán saltado en paracaídas.

Buscan la aguja en el pajar, durante quince minutos; llegan a barrer cerca del lugar espeso en el que maldicen los cree y la pareja de moteros, pero no lo suficiente, conque no encuentran nada. Al final, la autonomía del carburante les hace abandonar.

Van a tener que mandar a una unidad terrestre. Se preguntan si no será que el hidroavión ya ha efectuado la entrega y ahora mismo hay unos hombres que están tratando de sacarla del Territorio Deshabitado de Caniapiscau.

De manera que sus dos soldados sacan un buen puñado de fotos y se van por donde han venido. El cable les hace ascender a las alturas y en un santiamén, antes de lo que se tarda en decir «deus ex machina», el helicóptero sale disparado hacia la espesura del cielo más negro que se haya desplegado más allá de las copas de los árboles de la taiga.

Sobre su hélice se refleja una tenue bruma amarillenta que brilla y baila furiosamente arriba, en la magnetosfera. Porque ahora mismo la bóveda celeste presenta una discreta aurora polar que nadie, absolutamente nadie en esta historia, podrá ver. Es tan sutil como un susurro, apenas puede apreciarse.

Son los fuegos artificiales particulares del Bell 412 de la Sûreté.

Son sólo para sus aspas, que ahora se baten iluminadas sobre el fuselaje.

Por un momento cobran la forma de la aureola de un santo. La extraña luz de las estrellas de esta noche acaba de coronar, de consagrar, al helicóptero.

Le acaricia lo mismo que el sol a las alas de las libélulas.