Rehenes

La taiga canadiense que los rodea ahora es la más habitual, la de escaso espesor.

Vastas alfombras de musgo y piedra separan pinos rojos y varios tipos de árboles que con tanta oscuridad pocos podrían identificar. Se trata de un bosque ralo, clareante; de una foresta que padece de alopecia, de vitíligo, de un sustrato que no da para mucho. Por eso dicen que este sitio, aparte de desolado y dejado de la mano de Dios y hombres, es un lugar feo, porque aquí predominan los tramos como el que ahora atraviesan los cree, la parejita de moteros, las armas de fuego, los enjambres de mosquitos, las magulladuras de Mac. Se han fundido en una comitiva bien ensamblada.

Los cañones los mantienen juntos.

Y es que uno puede adentrarse en un momento de la taiga como éste y encontrarse con que no suenan ni los insectos ni las aves nocturnas que cabría esperar de un bosque exuberante. Nada. La fauna va escaseando lo mismo que la flora. Aquí todo es silencio y puede que algún susurro si el viento acuna las copas de los árboles para que se duerman. Esto es poco pasto y escaso terreno para las ratas, los lobos, los osos negros, los caribúes y la cosa esa que ha aullado sin que nadie supiera decir qué demonios era.

Así las cosas, en esta excursión todo el escenario es calma y vacío. El bosque está famélico y anémico, se hace tan parco en palabras que ni murmullos tiene que ofrecerles. Sus propias pisadas, que machacan el camino con estrépito. Sus propias palabras, que cortan el silencio como una navaja oxidada. Los gruñidos de Mac y las cosas que musitan los cree por lo bajo, gruñidos que se escuchan tanto como para dolerle a la taiga. Notas discordantes para su partitura en clave de silencio. Voces sobre una melodía instrumental que alguien ha dejado en el pentagrama y poco más.

A Mac le han arreado cuatro patadas y luego le han puesto a caminar. Tiene al frente la noespesura y a su espalda un arma de fuego. Se diría que los piratas han capturado su nave y, ahora que le tienen a punta de alfanje, le han puesto a caminar por la plancha hacia un mar infestado por tiburones y enjambres de mosquitos. Siente el cañón en su nuca cada vez que se detiene, ya sea porque el bosque se cierra muy sorpresivamente, ya sea porque hay que salvar la pendiente o sortear rocas.

Si trata de mirar atrás Flecha Gorda le golpea con la culata de la recortada. Si habla le asesta un puntapié. Con todo, a veces Mac se pregunta cómo lo llevará Perla.

A ella le toca despachar con Fuma Estreñido. Fuma Estreñido tiene una vieja pistola y una petaca de la que va dando sorbos. A Parra Espesa lo han dejado en el refugio lo mismo que los vehículos y los restos de la cena. Luego, cerrando la comitiva, está el pelirrojo, Chuzo Tieso, al que apenas han podido apartar del fuego. Ahora sí se está helando. El frío y la oscuridad de la taiga se lo comen todo. Adentrarse en la espesura rumbo a la columna de humo que señala el lugar del impacto del hidroavión es como bucear hacia una llanura abisal. Aquí mandan la presión, la desolación y el silencio; un aparatoso mutismo. Muy de tanto en tanto suena a lo lejos un mochuelo maldiciendo la rasca y el abandono. El mundo parece haberse parado a la hora de sembrar en este sitio, quizás anticipando lo que hay poco más al Norte. Congelación. Tundra.

Mac y Perla sienten que están adentrándose en una tumba vacía. Han visto demasiado, lo saben todo. Van a ejecutarlos, con toda probabilidad. Mac está cagado de miedo, aunque no le entran ni mareos, ni vómitos, ni sudoraciones explosivas ni ningún otro de los síntomas que le asolan durante las crisis de ansiedad. Tampoco le pasarían unas pastillas por el gollete.

Hay algo en su instinto de supervivencia que le dice que no es momento para andarse con monadas, que puede que en cualquier instante le vuele la cabeza la misma escopeta que recortó para hacerla entrar en las alforjas de su moto. Lamenta que vayan a matarle muy pronto sin que medien despedidas, explicaciones, cigarrillos, ataques de pánico, carburadores. Está convencido de que los cree están aprovechando que los testigos tienen piernas para hacerles transportar sus propios cadáveres a un rincón donde ni los lobos los encuentren. Pero Mac tampoco ve cómo puede evitar algo así.

Sus miedos y sus fobias ahora parecen cosas de la adolescencia. Casi se siente capaz de darse la vuelta y hacer frente a Flecha Gorda sin más bandera que sus cojones. Se pregunta cuándo lo hará cada vez que tiene que salvar un obstáculo del terreno, pero entonces piensa en que, si intenta algo, lo primero que oirá será la pistola de Fuma Estreñido volándole la cabeza a Perla; y ese pensamiento hace que le fallen las fuerzas.

Se dice de seguir ganando tiempo. Tal vez aparezca algo, quizás se presente una buena oportunidad. Por alguna razón inexplicable, los lobos cuando suenan lo hacen cada vez más cerca y puede que le brinden una ocasión de salir de ésta. O que les rodeen a todos y no distingan mucho entre él y los narcos.

Hasta que se tercie alguna ocasión que pinte mejor, todo cuanto tiene es la linterna que le han dado. Todos llevan una, menos Perla. Las emplean para palpar el bosque, porque ni los cree parecen conocer bien la zona que están atravesando, se han limitado a caminar hacia la columna de humo.

Y eso a Mac le parece una estupidez supina, porque a este paso bien podrían perderse en este océano de llanos, cedros, musgo, tilos, pedruscos, charcales y arces. Lo que también le parece probable a Mac es que Chuzo Tieso esté señalizando el camino de vuelta. Que haya tomado un puñado de rescoldos ennegrecidos de la hoguera y de tanto en tanto vaya marcando los troncos con ellos. Puede que tengan previsto volver a reunirse con Parra Espesa, tras liquidar el contratiempo que ha traído la noche consigo.

Hasta entonces Flecha Gorda sólo sigue el culo de Mac y Fuma Estreñido sólo sigue el culo de Perla. No le quita los ojos del culo. Se pregunta si podría quedárselo un ratito. Flecha Gorda también tiene pensamientos muy poco profesionales dadas las circunstancias, que son las de un hombre que lleva semanas sin ver más carne que la de sus compañeros. Así que a Flecha Gorda se le está poniendo gorda la flecha gorda, en parte porque también se ha fijado en las caderas de Perla y en parte por el tacto de la escopeta pequeña pero matona que sostiene con la mano izquierda. La situación le confiere tal sensación de poder y de dominio que se le hace difícil saldarla ahora. Fantasea con triturar a Mac y luego a Perla, y ya no le cabe el bulto en el bulto de los pantalones.

Caminan media hora hasta dar con un arroyo de muy poco caudal. Un brazo de nieve de deshielo, probablemente salvaje, que irrumpe entre los árboles con un suave bisbiseo. Los cree susurran cosas en cree. Discuten fugazmente. Flecha Gorda le dice a Mac que vaya bordeando el arroyo.

Hum, parece que sí conocen el terreno, o que al menos saben del trazado del regato de agua.

Y el caso es que el arroyo se encamina hacia la columna de humo. Chuzo Tieso deja de marcar los árboles. Perla vuelve a suplicar que les dejen y Fuma Estreñido le dice que, si no cierra la boca, los matan aquí y ahora.

Oír eso basta para que Mac pierda el resuello y mire al cielo como elevando una plegaria. Esta vez no le responde ninguna aurora polar, sino una lluvia de estrellas.

Pide un deseo, Mac.

Pero no te pases, que te van a matar. Con un cigarro bastará.

—Quiero fumar —dice.

—Aquí podría ser peligroso.

—Ni de coña. ¿No me vas a conceder un último cigarro antes de matarme?

—No voy a matarte. No si te portas bien.

—Mis cojones, no vas a matarme.

Tus cojones, no. Su culo.

O eso piensa la flecha gorda de Flecha Gorda.

El arroyo se abre en un remanso. Lo bordean. El bosque escampa de nuevo y forma mil claros y cien calveros. Hasta el musgo y la maleza van en retroceso.

Aprietan la marcha cuando pueden. Todo es oscuridad y una suave brisa que aparece muy de tanto en tanto para mecer la foresta en un susurro que parece dialogar con el del arroyo. El baile de las lanzas de luz que están blandiendo revela pedruscos, troncos, árboles que bordear, desniveles que ir salvando. Habrán recorrido una milla cuando comienzan a vislumbrar al frente el resplandor del fuego del avión.

Mac teme que pueda desatarse un incendio, aunque también sabe que un bosque húmedo tan escaso no arde fácilmente. Perla jadea. Fuma Estreñido apaga su linterna y enciende su pipa, ahora que el relumbrón del accidente comienza a aclarar la escena.

Pero hay poco fuego, en el avión.

Salvan una loma y se dan de bruces con un canal de troncos partidos y árboles tronzados. El hidroavión ha abierto un surco en la taiga hasta matarse contra ella.

Ahí está. Un monoplaza moderno, minúsculo, toscamente modificado, sin bandera ni matrículas, hecho trizas. Se ha destrozado las alas y doblado el fuselaje, pero por fortuna el impacto no ha comprometido su prominente depósito de combustible.

De todos modos, hay pedazos suyos por doquier. Yace al fondo de la escena, estampado contra la base de un enorme cedro que ha conseguido resistir su acometida apenas inclinándose un poco. Parece que al final el bosque ha encontrado un adversario de su talla. Ha podido frenarle.

El incendio de uno de sus motores está apagándose ya. El morro se ha aplastado y con él la hélice frontal. La cola en cambio parece intacta; y en ella está la bodega de carga.

Caminan hasta alcanzar la aeronave y la rodean para encarar la minúscula cabina del piloto.

De lo que queda del piloto. Su sangre por todos los cristales, ¿qué otra escena cabría esperar?

Pero hay algo que no encaja.

El agujero en la cabina, en el vidrio de la brisera frontal. Algo ha perforado el habitáculo del piloto. Desde fuera.

Hay una abertura de dos palmos que se abre cóncava hacia el interior de la cabina, justo frente a la silla del piloto. Y el piloto tiene destrozada la garganta.

La escena es un signo de interrogación en Arial del cuarenta y cinco. ¿Algo atacó al piloto, desde el exterior, durante el vuelo?

Los cree se ponen a discutir entre ellos, en su idioma. Chuzo Tieso se aproxima temblando a la portezuela del avión y acciona el tirador que la abre. Su flequillo de color naranja se mete en la bodega de carga y sale al cabo de unos segundos diciendo algo a Flecha Gorda a voz en grito. Sus dientes castañetean y repican cuando brama.

Pero qué monazo que lleva este hombre.

Los cree entablan una discusión alterada. Entran y salen de la bodega de carga por turnos, pero nunca dejan de mantenerles bien encañonados. Parece que haya un problema con la carga, tal vez echan en falta algo aquí. Quizás sean cosas de narcos, que la merca nunca es suficiente, o nunca es lo bastante buena; que los acuerdos entre traficantes son pactos entre criminales, será.

Al final consiguen serenarse, no sin antes examinar las inmediaciones del accidente y echar un vistazo a un lado y otro del avión. Decididamente, hay algo que no les cuadra.

No obstante, toman una determinación:

—Vais a ayudarnos a sacar la merca de aquí —le dice Flecha Gorda a Mac.

—Parece que os habéis propuesto amortizar nuestras piernas, ¿eh, gran jefe?

—Tú entra en la bodega y cierra la boca. Saca una de las cajas que encontrarás. Y tú haz otro tanto, bonita. Andando.

Y así es como Mac y Perla consiguen volver a cruzar sus miradas. Han caminado media hora en fila india (perdón, en fila cree). Pringado. Recortada. Gran jefe. Pringada. Pistola vieja. Indio malo malote. Indio chungo yonqui. Perdón de nuevo, no hay que faltar. No son indios, son miembros de las Primeras Naciones.

Tanto rato caminando, tan mal rollo, todo sin poderse ni ver las caras… Y ahora la parejita se reúne. Les han puesto hombro con hombro y se vuelven el uno al otro. Se miran a los ojos un instante y es igual que si se hubieran dicho un océano de cosas sin haber intercambiado ni una sola palabra. Las palabras vuelan fugaces entre ellos como un diluvio de estrellas.

Mac les da forma en sus pensamientos.

No es culpa tuya. No hay nada que podamos hacer. Tengo miedo. Yo también. Qué putada. No veas. Esto no puede estar pasando. Esto es lo que hay. En qué mala hora hemos venido hasta aquí. Y que lo digas, podríamos habernos limitado a follar entre carburadores. Vamos a entrar en el avión. Tú primero. Me tienes loco. Tú primero. No, tú. Tú eres el hombre. Tú, Jane. Que entres. Ya voy.

En la bodega de carga, aparte de un par de bidones de combustible que emplear para el camino de vuelta al carajo, hay cuatro bultos del tamaño de una maleta de mano. Cajas de cartón bien precintadas, sin logotipos ni etiquetas. Sólo inscripciones en alfabeto algonquino, algún cree las ha garabateado empleando un grueso rotulador de alcohol.

Mac sale de la bodega llevando una entre los brazos. Pesará en torno a las veinticinco libras. Algo de semejante tamaño podría valer miles y miles de dólares en la calle. Perla tarda en salir del compartimiento de carga, en parte es porque a ella no le han dado una linterna, en parte porque a ella también le cuesta más cargarse con el paquete y, en parte, porque ha reparado en algo que Mac no ha visto.

En el suelo de la bodega del hidroavión hay dos envoltorios de chocolatinas y varios cigarrillos aplastados.

Eso, una revista para hombres, y una botella de agua mineral.

Y otra botella, llena de… ¿pis?

Habida cuenta de lo limpio que parecía a la luz de la linterna el resto del habitáculo, sin manchas ni polvo de almacén, algo no encaja aquí. Perla se pregunta si había alguien viajando con las drogas.

¿Cómo van estas cosas? ¿Dejas solas cuatro cajas de heroína en algún momento de una entrega audaz? ¿No cabría esperar la presencia de un hombre armado junto al lote? ¿Y dónde está ahora el hombre de la botella de pis?

Perla se pregunta todo eso medio a oscuras y mientras se las ingenia para sujetar lo más cómodamente posible su fardo. Al final consigue apañarse y sale de la bodega para reunirse con Mac.

Se plantan frente a Flecha Gorda, que les encañona con cara de contrariado. Mac necesita las dos manos para sujetar la caja. Se ha tenido que meter la linterna en el bolsillo del culo para poder salir cargado a dos manos. El espectáculo se le ha terminado. A partir de ahora depende de la luz de los demás.

—¿Y ahora qué? ¿Volvemos al refugio con esto? ¿O la entrega hay que hacérsela al coche de los muertos?

—¿De qué estás hablando? —pregunta Perla.

—De la ranchera funeraria que he visto antes, cuando he salido al camino a fumarme un puro de abuelo a escondidas y mear, cariño. Estos tíos lo tienen todo bien montado y dispuesto. Y ahora somos sus porteadores. Son muy eficientes. Nos matarán, sí, pero cuando ya no les sirvamos.

—Estamos cerca de la carretera —responde Flecha Gorda—. Nuestro enlace espera en un punto de encuentro que debe andar a otra media hora de este sitio.

—O sea, que nos queda otra media hora de vida… No sé si prefiero que me mates ahora para que cuando la Sûreté encuentre el avión con él encuentre nuestros cuerpos. Seguiros el juego significará desaparecer en esta inmensidad deshabitada y no sé si prefiero que os busquen a vosotros a que nos busquen a nosotros.

—Vaya, qué valiente eres —le dice, mirando directo a sus ojos, pero sus ojos parecen más sorprendidos que los de Flecha Gorda, que sigue diciendo—: ¿No prefieres vivir un poco más? ¿No vas a ofrecerme dinero ni a decirme que no le contarás a nadie lo que has visto aquí?

—Cualquiera diría que esto te pasa todos los días.

—Jamás me había pasado, amigo. Lo de esta noche es nuevo para mí. Estoy improvisando, así que sígueme el juego que igual la cosa no pinta tan mal para ti.

—Mac, vamos a hacer lo que dice —contesta Perla. Y eso zanja el duelo de testosterona.

Mac se está envalentonando, cierto. Hasta él se siente extrañado de su propio arrojo. Será que ahora que va a morir todos sus miedos se hacen pequeños y desaparecen. Todo le ha salido mal. Todo empieza a darle igual. Su carácter emerge encabronado tras tanto carburador en balde. Ha visto por un momento una mirada de respeto en los ojos del cree que le apunta con su recortada. Han sido unos fuegos artificiales particulares para él, que ha vivido toda su vida como un tipo duro incapaz de mostrarse duro y determinado con nada. De pronto se siente al mando de algo y eso que estos podrían ser sus últimos momentos. Hay algo en lo que le sucede que recuerda a esas recuperaciones espontáneas que tienen los enfermos terminales antes de agonizar.

Será que no toma su medicación para el pánico. Que le han quitado el tratamiento y vuelve a ser el que era antes de enfermar.

Pero Perla sigue importándole demasiado. Se siente incapaz de decidir sobre la vida de ella. Así que echa a andar.

—Camina hada donde apunte yo con la linterna —le dice Flecha Gorda. Tiene la luz en una mano y la recortada en la otra. No hay más iluminación que la de su lámpara y la de las estrellas, ahora que los otros dos cree han cogido una caja cada uno.

Interesante. Sólo queda un hombre armado, y es el mismo que lleva la linterna. Lo mismo aparece pronto una ocasión para intentar algo. Mac intenta pensar rápido cuando se arrancan a caminar.

Se vuelve por un instante atrás y sorprende a Flecha Gorda mirando a las estrellas.

Así es como se orienta, parece que algo de cazador indio sí que tiene. Lástima que tenga que caminar dándole la espalda, porque si pudiera mantenerle vigilado igual se atrevería a saltar sobre él en uno de esos momentos en los que tendrá que examinar la foresta o los cielos para encontrar un camino hacia la carretera de grava.

Un aullido estalla en el horizonte y todas las miradas se vuelven a un lado.

La luna siluetea a un puñado de lobos que contemplan la escena sobre una loma pelada.

Parece que eso de que se mueven evitando el olor de los hombres no siempre es cierto. Estos traen mucha hambre, o algo raro está pasando aquí. Deben andar a una milla de distancia. La cosa se pone cada vez más fea.

Se intercambian frases en cree y Flecha Gorda las zanja alzando la voz. Luego brama, en francés.

—¡Andando! ¡Vamos!

Y apunta al frente con la linterna. Al frente hay maleza, pedruscos, tilos, cedros, oscuridad, incertidumbre, malos presagios.

Mac echa a andar y vuelve la mirada atrás por última vez. De la cosa que ha abierto el agujero imposible sobre la cabina del piloto no se ha dicho ni una palabra.

Por un instante se pregunta si no será él quien está menos asustado aquí. Piensa un poco acerca de lo fácil que resulta todo cuando ya no esperas nada y vuelve a planear cuál será la mejor manera de sorprender a los cree. Vuelve la vista al cielo para ver si hay una aurora ahí arriba y sólo las estrellas le contestan.

Huye, le dicen. Mira cómo lo hacemos nosotras.

Así que piensa en cómo puede escapar de ésta. La luz ahora parece salir de él. Se siente libre como nunca antes. Hay algo explosivo en la forma en la que sonríe. Su gesto trae su propia pirotecnia.

Todo esto le ha curado las neuras. Camina al frente de la comitiva y la oscuridad helada de la taiga se los traga a medida que van dejando el tenue incendio del morro del avión a sus espaldas.

Pero Mac trae ahora consigo un enorme castillo de fuego que sólo está en su cabeza.

A punto de estallar.