—Papá, yo lo que no comprendo es para qué hemos tenido que venir hasta este bosque tan triste para ver algo que es mucho menos bonito que Las Lágrimas de San Lorenzo —le dice Roger a su padre, que se afana en calibrar el software que gobierna el telescopio.
Pero no lo está consiguiendo.
El portátil le premia una y otra vez con el mismo error. La ventana que le dice que las coordenadas no son válidas ofrece un único botón que reza «aceptar» como el ajedrecista que pide a su adversario que abandone. Sin solución de continuidad.
El pobre padre de Roger se siente cada vez más frustrado. La aparición insistente de un error tan tonto se le hace insoportable. A ratos se siente como si la ventana que le dice que sus coordenadas están mal fuera una losa de piedra con la que el dios de la noche le estuviera atizando, machaconamente, en la cabeza, como respuesta a cada uno de sus intentos de enfocar y encuadrar los cielos.
Ian se siente cada vez más frustrado y su hijo está protestando tanto que teme acabar perdiendo los nervios. Bufa dos veces antes de decidirse a contestarle al chaval.
—Me parece que tú, lo de la contaminación lumínica, no lo has comprendido bien, melocotón.
—Ya me he dado cuenta de lo mal que nos ponen el cielo todas las luces de la ciudad, lo noto cada vez que toca enfocar y encuadrar, pero si podemos sacarles fotos a las Perseidas desde el balcón de la casa de la abuela no entiendo cómo es que has tenido que conducir mañana y tarde para que veamos bien las Líridas.
—Es que también podríamos fotografiar la lluvia de estrellas de esta noche desde el balcón de la casa de tu abuela, pero aquí la foto es mucho mejor. En este sitio se verán más meteoros, podremos capturar colas más largas. Y puede que hasta veamos cien estrellas fugaces por hora… Eso es mucho para las Líridas, lo más. Si queremos aspirar a ello es preferible que tengamos sobre nuestras cabezas el cielo más limpio y más estrellado del mundo.
Junto al todoterreno está la tienda de campaña iglú que han tardado media hora en levantar. Junto a la tienda, el equipo de astronomía amateur con el que llevan rato batallando.
Trípode. Cámara CCD. Ordenador. Papeles. Telescopio.
—Pero es que esto es un rollo, papá. ¿Nos vamos a pasar todo el fin de semana en un sitio donde no hay nada más que arbolillos y oscuridad sólo para que saques otras cuatro fotos de cometas largos que ni tus amigos de internet querrán ver?
Ian levanta la vista de la pantalla y enfoca con sus ojos a los de su muchacho. Cruzan espadas dos semblantes a la luz de sendos fanales de campamento, uno cabreado y el otro triste, los faroles. Los rostros van a juego.
Es un duelo de LEDS contra bombillas incandescentes:
—Roger, pensé que todo esto te gustaba tanto como a mí.
—Y me gusta, papá —le responde el chaval, levantando las palmas de las manos como si le apuntaran con un arma vieja y desgastada—, pero también me gusta que me lleves al hockey. ¡Y para ver a los Maple Leafs no tengo que pasarme dos días oyéndote decir que tengo que ser más paciente!
—Está bien, pues ya no volveremos a viajar tanto como hoy, te lo prometo. Pero ya que estamos aquí, ¿podemos preparar el equipo y ver qué nos trae el cielo esta noche?
Roger suspira y deja caer los hombros. Acto seguido, se vuelve hacia el telescopio y mira por el objetivo.
—Ya verás lo bien que lo vamos a pasar, hijo. Seguro que nos caen encima un millón de estrellas y entonces comprenderás que estas excursiones merecen la pena. Confía en mí. Dale oportunidades al cielo y verás como él te lo agradece.
Roger vuelve a suspirar, esta vez de forma un tanto forzada, como si con ello pretendiera responder a su padre. Luego se pone a cantar datos sobre el azimut, los oculares a emplear y el enfoque.
La sesión de calibrado y alineado se reanuda y la conversación vuelve a la jerga de la astronomía amateur. Padre e hijo a sus puestos y al mando de un observatorio particular. De cuando en cuando la batalla se relaja si uno le pide al otro la bolsa de los M&M’S o la botella de dos litros de cocacola. Así podrían pasarse la noche en balde, los cielos no lo quieran.
Ian se pregunta si el chaval acabará tan harto de su obsesión como acabó su madre. Ambos la echan de menos. Cuando conducen durante un par de horas para visitar su tumba, Roger se muestra paciente, pero a la astronomía ya no le concede escapadas tan remotas como ésta. Y si acampar junto a la Transtaiga es demasiado esfuerzo para ver las Líridas, parece que lo de la astronomía amateur acabará siendo para Roger lo mismo que el judo o la guitarra.
Un juguete dejado atrás. Un sueño acariciado y luego abandonado.
La diferencia es que el judo y la guitarra a Ian no le decían gran cosa. En cambio la astronomía es su vida. Le rompe el corazón comprobar que su melocotón tampoco tiene arrestos para el telescopio. Se pregunta a menudo si conseguirá que su hijo descubra su vocación y sus sueños antes de ir a la universidad.
Y le aterra la idea de que Roger se vaya a la universidad y le deje solo con las estrellas, los telescopios y las Lágrimas de San Lorenzo en los ojos.
Su melocotón podría esfumarse como una estrella fugaz, dejándolo a solas bajo el firmamento. Roger se está haciendo mayor. Va a cumplir diez años, pero a veces parece que tenga trece. Los chavales de ahora, que para según qué cosas maduran demasiado rápido, o eso se suele decir. Roger es un chaval espabilado a más no poder, quiere partidos de hockey, prefiere las pizzas del Little Caesar’s a las que cocina su padre y ya se ha cansado hasta de apalizarle a los videojuegos. Cada vez hay menos cosas que puedan hacer juntos. Si ahora pierden esto, será que la adolescencia todavía no ha aparecido y ya no son tan buenos amigos.
Entonces de repente, el cielo les lanza un órdago con el que el padre de Roger contaba también. La bóveda celeste estalla como un volcán, un océano de lava se adueña de las estrellas y echa a bailar frente a ellos.
A Roger le pilla mirando por el objetivo del telescopio. Un chorro de seda anaranjada se come a bote pronto la captura que estaba enfocando el muchacho.
—Pero qué… ¡Guau! ¡Papá!
El chaval se aparta del trípode y apunta al cielo con el dedo con una sonrisa que le ilumina más la cara que el resplandor que se adueña de la escena.
—Lo ves? ¡Ha venido la aurora polar! —le contesta su padre, mientras corre al coche para coger la videocámara—. Y ésta es enorme, como ninguna de las que he visto antes.
—¡Hala! ¡Mira, mira, qué pasada, papá! ¡Es más densa y más larga que la que vimos el año pasado desde casa! ¡Mira, ahora se vuelve roja!
Ian se apresura a descabalgar el telescopio para montar la cámara de vídeo sobre el trípode. Luego se pone a filmar y tras encuadrar bien la escena, se deja caer tras el equipo, de culo al suelo. Roger hace otro tanto, se dobla, se arrodilla. El padre es San Pablo, recién desplomado de su caballo. El hijo, pródigo, parece volver a la fe de la que había renegado. Hay algo bíblico en la escena, una conversión, orquestada por la luz que emerge de repente en los cielos.
La videocámara recoge la aurora explotando sobre el lago. La llamarada solar aparece en las copas de los árboles y se estira hasta donde el encuadre alcanza. Es inmensa. Va a ser un exitazo en YouTube.
Ian está exultante, tiene los ojos cargados de electricidad. Se ha puesto tan incandescente por dentro que parece que goza de su propia aurora interior. Cruza los dedos para que la escena siga desarrollándose majestuosa y enorme, hasta satisfacer por completo las expectativas del muchacho para esta acampada. Con suerte, su segunda apuesta de esta noche habrá tenido un efecto demoledor sobre las dudas de su pequeño melocotón.
Porque Roger mira el cielo embobado.
—Ohhhh, Diooooos. Es preciosa.
Ian no dice nada. Sólo graba. Ninguna música y muy pocas palabras vendrían bien ahora. El momento se ha vuelto solemne. El silencio de la taiga lo inunda todo. Ian graba el cielo y termina grabando a su hijo, mirando al cielo.
Y en esas que Roger vuelve a hablar.
Suelta una frase de demolición.
—Ojalá mamá pudiera ver esto.
Y con esas palabras su padre se relaja por completo y se siente mucho mejor pagado que por su apestoso empleo en el Planetario. Hace un esfuerzo para no romper a llorar. Y luego otro para no darle un abrazo al chaval.
—Sí. Ojalá pudiera verlo mamá.
—¿Tú crees que lo estará viendo, desde el cielo?
Ian aprieta los labios y trata de mantener la compostura. Guarda silencio un momento hasta que consigue dominarse.
—Los inuit creen que hay un agujero en la bóveda celeste por el que se puede llegar a los cielos. Los difuntos a veces encienden antorchas para guiar hacia la gloria a los que van a fallecer. Por eso los mortales vemos las auroras.
Roger se queda pensando unos segundos. Las espirales en el cielo se retuercen y forman por un instante varios círculos concéntricos. De pronto parece que Dios haya tirado una piedra al estanque de las estrellas.
—¿Tú crees que mamá ha encendido una luz para nosotros esta noche?
—Seguro que sí —le contesta su padre, con la voz rota. Y le acaricia el pelo de color melocotón.
—Ahora en serio. Papá, ¿qué es la aurora?
—¿No te ha gustado la leyenda de los inuit?
—Es bonita. Pero nosotros no somos inuit, somos astrónomos. Y no quiero que te pongas a llorar.
Ian hace otro esfuerzo por contener la emoción. Aprieta los labios y cuando los abre suena la voz terrible, implacable, atea, del astrofísico.
Somos astrónomos.
—Esas luces que ves en el cielo son nubes gigantes de gas electrificado, hijo. Miles de toneladas de fuego solar que están impactando contra nuestra atmósfera a tres mil doscientos kilómetros por segundo.
—¡Guau!
Y de repente ambos tienen la certeza de algo.
Son astrónomos.
Que contemplan la cortina de luces danzar en silencio durante unos instantes preciosos.
—¿Y todo ese fuego viene del sol, no?
—Sí. Directo del sol. Es una expulsión de masa de la corona solar.
—¿No puede hacernos daño?
—No, melocotón. La atmósfera nos protege.
—¿Y puede rechazar todas esas toneladas de gas ardiente sin despeinarse?
—Sin despeinarse no. Las defensas de la Tierra se debilitan al repeler las tormentas de fuego, pero al poco rato consiguen reponerse y restablecer su integridad… Ya te hablé del campo magnético que nos protege.
—¿Y qué pasa si recibimos muchas auroras como ésta seguidas?
—Podría pasar algo muy malo, sí, pero eso apenas ha sucedido antes. Ahora mismo llevamos varios días con auroras como ésta; y ya ves, no hay nada que temer.
—¿Podría pasar algo muy malo como qué?
—A ver. Euhhh… La belleza de la aurora es… letal. Toda esa luz fantasmal esconde una trampa cruel y peligrosa, al fin y al cabo se trata de una radiación descontrolada. Puede matar a los astronautas, por ejemplo.
—¡Hala! —exclama el chaval abriendo la boca y levantando las cejas—. ¿Y a nosotros nunca podría hacernos nada?
—Nada. Sólo tendría que preocuparte una aurora si vieras su luz volverse de un azul intenso durante mucho tiempo. Y ni así
—Pues se está haciendo violeta.
—Tranquilo. Sólo es un espectáculo divino, eso es todo. ¿Te da miedo?
—Es… grande. Enorme.
—Siempre lo es. Es sólo que en este sitio podemos apreciarla mucho mejor. Para eso hemos venido.
—¿Tú sabías que pasaría esto?
—No lo podía saber seguro, pero sí contaba con que era muy probable que viéramos unas auroras estupendas. Melocotón, yo no te hago perder un fin de semana en balde. ¿Vale?
Y de repente el regalo de papá se desvanece. La aurora polar se va difuminando despacio hasta dar paso al negro estrellado. Tanta pólvora en tanto silencio.
—Y ya está. Cuatro minutos, una pasada —dice el padre apagando la cámara de vídeo.
—Uf. Me ha encantado, papá.
—Pues entonces volveremos el año que viene.
—Vale. ¿Podemos volver a desplegar el telescopio y esperar a las Líridas?
Ian sonríe y entrecierra los ojos. Este momento para él vale mucho más que el que acaban de filmar. Estos sí son sus fuegos artificiales particulares. No acabarán en YouTube, pero ocuparán cien megas en su memoria hasta el día en que muera.
—Claro. Vamos, melocotón.
Y reanudan la sesión de trabajo. Programan el GOTO del telescopio y repasan anotaciones y una base de datos astronómica. Consultan nerviosos sus relojes y van dándole vistazos al firmamento de tanto en tanto, para ver si la lluvia de meteoros comienza este año a las diez o las doce.
Pasan los minutos y las Líridas no hacen acto de presencia. Se van poniendo nerviosos. Se acaba la cocacola y se terminan las chocolatinas. El repelente de mosquitos termina abandonando a padre e hijo lo mismo que cualquier desodorante, lo cual les deja a merced de unas picaduras mucho más molestas que las que puede uno llevarse en el verano de una ciudad costera. Con todo, les toca reponer la fumigación a todo pasto y a medida que van agotando el spray del ahuyentador de insectos sienten que con él también están consumiendo a pistoletazos su renovada paciencia. Todo parece languidecer durante un rato largo.
Tras el cual los lobos se arrancan a cantar. Suenan bastante lejanos, pero a Roger le ponen los pelos de punta. Su padre sonríe y con una mirada le recuerda todo cuanto le ha venido diciendo durante las horas de conducción hasta el embalse junto al que han acampado. Que son los lobos los que temen al hombre. Que por algo han vallado el campamento con una alambrada de cascabeles, que la escopeta está limpia y dispuesta, y el coche a diez pies de distancia. Que si hace falta pueden hasta meterse en el agua. Que nada tendría que preocuparles, a no ser que sea un oso.
Y entonces suena un oso. O eso creen, porque el bramido que se oye no se parece a nada que hayan visto en un zoo ni en un documental.
—Papá, ¿qué tal si nos metemos en el coche?
—No tiene por qué ser un oso, Roger. Podría ser un caribú, o un reno. Y aunque fuera un oso, el que hay aquí es el oso negro, que no resulta especialmente peligroso y menos en esta época del año. Me dijeron los de la Asociación Astronómica que este bosque es muy seguro, que basta con las precauciones que hemos tomado.
—Pero yo tengo miedo.
—Pues mira, es el precio que tienes que pagar por lo que sólo puedes conseguir en este sitio. Piensa que…
De pronto aparece en el cielo otro incendio de radiación. Dibuja un enorme y macabro signo de interrogación que se enrosca como una serpiente. Hay algo venenoso en él. Algo que se escribe en cursiva.
—¡Otra aurora, papá! ¡Y esta es mucho más azul!
Ian hace un amago de ir a por la cámara, pero la densidad del plasma solar que acaba de asaltar la magnetosfera le hace dudar por un momento… Y entonces su teléfono celular vibra durante un instante para informarle de que acaban de quedarse sin cobertura satelital.
Algo que vale varios millones de dólares ha quedado frito ahí arriba.
Un satélite pesado. Probablemente ahora mismo esté perdiendo su órbita y quizás quedando a la deriva, ya sea temporalmente o convertido para siempre en un montón de chatarra inservible. En el peor de los casos podría terminar cayendo a plomo sobre la atmósfera para estallar contra la tierra en mil pedazos ardientes, lo mismo que el pulso electromagnético de la aurora que lo acaba de inutilizar.
—¡Pero suelta el maldito móvil y saca la cámara, papá! ¡Corre!
—Roger, el servicio de telefonía vía satélite ha dejado de funcionar —contesta su padre, mientras pulsa en balde los botones del móvil.
El chaval bufa y corre a por la cámara de vídeo.
—¿Y qué rayos nos importa eso ahora?
—Melocotón, que esa cobertura es de una importancia vital para los servicios de emergencias y telecomunicaciones.
—¡Pues eso también me tiene sin cuidado en este momento! —responde Roger, poniendo en marcha la cámara de mano—. ¡Guau! ¡Mira eso!
—Eso es lo que acaba de socarrar al satélite que nos daba cobertura, hijo. Lo podrían estar viendo ahora mismo desde México.
—¡Hala! ¡Pues cómo mola! Hum… espera. No mola. O sea, mola mucho, pero seguro que algo como eso nos chafa la exclusiva.
Ian se pregunta cuántas líneas de alto voltaje podrían haber caído ahora mismo. De pronto ni padre ni hijo piensan en los lobos ni en la cosa que brama más allá de los tilos y los abetos.
—Molar, molará. ¿Pero tú no querías saber qué era lo peor que podía hacer una aurora? Pues mira, ya estamos ante una catástrofe histórica.
—Vale, no hay teléfono. Pues qué tragedia. Ya volverá. Si realmente en este sitio es donde mejor se puede ver la aurora, nosotros vamos a arrasar en internet con este vídeo, ¿No, papá? ¿Y no vas a decir nada chulo para que lo oiga toda la red?
Ian niega con la cabeza y sigue frunciendo el entrecejo.
—La red. Ahora mismo me estoy preguntando si volveremos a poder conectarnos antes del verano.
—¡Qué?
—Que me temo que esto es bastante grave, melocotón. Hay demasiado plasma ardiendo ahí arriba. Parece que haya llegado a las capas bajas de la atmósfera. La llamarada de antes debe haber allanado el terreno a esta y las consecuencias podrían dejarnos sin luz durante semanas.
—¿Cómo es eso?
Ian va hacia el maletero y trae la radio con la que amenizan algunas veces las largas esperas. Se pone a manipularla.
—En el ochenta y nueve ya pasó, precisamente aquí, durante el ciclo solar veintidós. Hubo una tormenta geomagnética terrible que hizo que la red de Hydro-Quebec se colapsara. Las oscilaciones del campo magnético de la Tierra hicieron que los disyuntores del entramado de suministro eléctrico se quemaran y todo el Canadá francófono se quedó a oscuras, durante horas. Las emisiones de radio de onda corta fueron devoradas por las interferencias —dice. Y mientras lo hace va barriendo con el dial. Mueve la ruedecilla del receptor, pero lo único que sale por el amplificador son mil ruidos de electricidad estática. Ian está dando por comprobada la magnitud de la catástrofe.
Mientras tanto en el cielo la aurora se enrosca y desaparece culebreando tras las suaves colinas y las copas de los árboles que la luz de las estrellas siluetean en el horizonte. Roger deja de grabar y mira a su padre sin saber si poner cara de preocupación o de indiferencia.
—Pues a mí me impresiona mucho más que todo eso el espectáculo que acaba de aparecer en las alturas, papá.
Y entonces en las alturas aparece un hidroavión. Apenas pueden distinguirlo entre la negrura del firmamento, porque lleva las luces de posición y las balizas de señalizado bien apagadas, pero el sonido del motor, agónico, es inconfundible. Suena a accidente aéreo a punto de ocurrir.
Suena también el sonido que hacen los sensores de movimiento de la cámara CCD, un beep que marca cada diez capturas. La han programado para que acribille a fotos las estelas de la lluvia de meteoros que están esperando, así que el aparato no duda en detectar al hidroavión y disparar sobre su trayectoria, sacando varias fotos por segundo. Lo confunde con una estrella fugaz. Y hace bien.
Porque el hidroavión pronto habrá salido del cielo. Va directo al suelo.
—¿Qué está pasando? ¿Son las Líridas? ¿Qué es ese ruido, papá?
—Ese ruido es el del motor de una aeronave —responde Ian escrutando el cielo en busca del hidroplano, mueve la cabeza a un lado y a otro, peina las estrellas con los ojos, pero apenas consigue vislumbrar la sombra de algo moviéndose a toda velocidad. Al final el sonido del motor y una tenue estela de humo consiguen guiar su vista justo cuando el avión desaparece entre las copas de los cedros.
Roger se ha plantado frente a la cámara de fotos, en la que se van sucediendo las capturas. Capturas en las que apenas se ve el cielo estrellado y una sombra que se enrosca hacia el suelo, frame a frame.
—Apenas puede adivinarse aquí, pero es un avión, sí. Y parece que tiene problemas.
—¿Pero qué hace un avión en este sitio, papá?
—Por lo que tengo visto, a veces el personal de Hydro-Quebec emplea hidroaviones para llegar hasta aquí. Con ellos pueden posarse sobre los embalses y así recorrer el Territorio Deshabitado de Caniapiscau en un santiamén. Lo que me preocupa ahora es…
Y entonces se escucha el petardeo del motor agudizándose en un estertor justo antes del estruendo del estallido. La nave se arrea un castañazo tremendo y el silencio del lugar magnifica el impacto haciendo que parezca mucho más cercano de lo que es en realidad.
—… eso.
—¡Se ha estrellado, papá!
—Sí. Y me temo que también haya tenido la culpa la aurora polar. La radiación solar tan intensa puede dañar los sistemas electrónicos de las aeronaves que vuelan más alto, lo cual puede a su vez causar fallos en los motores.
—¡Y tú decías que no podía hacernos nada!
—Dije que a nosotros no.
Roger se queda petrificado, mira a su padre en busca de algo más que puntualizaciones. Las Líridas aparecen entonces en el cielo, lo surcan como aeronaves, el sonido de la cámara al captarlas irrumpe ametrallando el silencio con sus chasquidos, pero ni el chaval ni su padre miran al cielo. Se miran a los ojos.
Saben que nadie acudirá al lugar del accidente en muchas horas. Que no sirve de mucho cantar un mayday por radio cuando la radio se anega de interferencias. Que el piloto debería haber saltado del avión en paracaídas. Que hace falta bastante ropa de abrigo para pasar una noche entera en la taiga boreal. Que salir a pie de este bosque tan apartado resulta casi imposible hasta para los cazadores cree.
Y que si no aparece pronto en el cielo una bengala, tal vez nadie encontrará a tiempo al piloto.
—Recoge el equipo a toda prisa, melocotón. Vamos a ver si el teléfono de emergencias que hay en el kilómetro noventa y seis funciona, o si podemos acercarnos al lugar del impacto.
—Pero los lobos…
—Melocotón, ¿tú quieres que abandonemos al piloto a su suerte?
Y Roger se pone a desmontar, a toda velocidad.
En el cielo sobre sus cabezas aparece una nueva aurora de color anaranjado. Filmarla con las Líridas rasgando el negro cósmico sería todo un éxito en YouTube, pero padre e hijo enarcan sus espaldas, bajan las cabezas y dirigen su mirada al suelo, lo mismo que los caracoles. Deben desclavar los trípodes, arrancar los escarpes de la tienda de campaña, enrollar las lonas, recoger los bártulos. Todo sin pisar los cables.
Hay un centenar de estrellas bramando en silencio al perforar la escena y luego abandonarla, a miles de kilómetros por segundo. Es una panorámica formidable, única, pero nadie la contemplará jamás. Se perderá como una carta de despedida en un incendio.
El cielo se ha convertido en un replicante que llora con las Lágrimas de San Lorenzo. Está lamentándose por algo irrepetible que morirá con él.
Ha visto naves ardiendo más allá de Orión.