Son un cónclave mudo. Abren un corro alrededor del fuego, sentados con las piernas cruzadas sobre un suelo que no se atreve a convertirse en tundra. Seis budas quietos a la luz temblona de una misma hoguera. Podrían hablar durante días sin dejar de sorprenderse ni llegar a comprenderse los unos a los otros, así que por el momento se limitan a compartir la lumbre y las miradas. Mac se pregunta si aquí también será el único al que le pone enfermo la gente, en general.
Hay fideos chinos hervidos en sopa de sobre y asado de liebre. Lo primero ha salido deshidratado y envasado al vacío de una fábrica de Knorr y lo segundo lo acaban de despellejar caliente y a dos palmos del fuego. La sopa se la comerán con una cuchara los recién llegados y los que estaban primero puede que sorbiéndola del cazo. El roedor, tanto si se come con las manos como si es a cuchillo y tenedor, habrá que masticarlo con cuidado para escupir hasta el último perdigón.
Y ahora es cuando viene lo que realmente hace que Mac hubiera preferido esquivar a los cree: enciende un cigarrillo y procede a ofrecerles a ellos, en uno de esos gestos que ejecuta siguiendo protocolos, por aquello de que no sabe relacionarse ni con su propia sombra. Ha sido un acto reflejo, hecho sin pensar. Sólo a Mac se le habría ocurrido ofrecerle tabaco industrial a esta gente.
Hay dos de los alimañeros que no parecen ni reparar en el detalle, los otros dos reaccionan como si les ofreciera cuatro chorros de su orina, directa de la chufa.
Fuma Estreñido rechaza el tabaco de un manotazo y le asesta unos tientos mortales a su pipa, acto seguido achina dos ojos marrones que no miran a ninguna parte. Tampoco ve una mierda el desgraciado de Parra Espesa… Está claro que anda mal de la cabeza, porque se ha puesto a contemplar un punto indeterminado del campamento en el que no hay más que guijas de grava y un tocón de pícea que suele usarse a modo de encimera en este merendero para cazadores. Sobre el tocón ahora mismo no hay nada en absoluto, cuatro manchas, algo de moho. Chuzo Tieso se ha tumbado junto a los rifles y ahora mira la hoguera al tiempo que se chupa el dedo gordo. La escena tiene algo desazonador. Resulta cuanto menos inquietante.
Sólo Flecha Gorda parece normal. No les saca los ojos de encima a Mac y a Perla ni les da conversación. Los lee como se leen las multas. No se los puede creer. Ya han intentado darle conversación varias veces pero lo único que han obtenido de él han sido gruñidos y alguna respuesta con monosílabos. Perla y Mac se miran y saben que ambos tienen ganas de meterse en el refugio de troncos de madera que hay junto a los bancos del merendero. Allí habrá literas para los cazadores y Mac volverá a acordarse de las madres de los cuatro cree que le han arruinado la noche. Tal vez no consiga dormir si no le dan una cama junto a la ventana. La situación pinta fatal para él.
Flecha Gorda se va a llamar Flecha Gorda porque lleva unos de esos pantalones de vaquero ajustados a las ingles que le marcan un paquete espantoso. Su entrepierna parece una máquina de matar de las que te apuntan molestamente, cada vez que se le mueve como un gato muerto si, por ejemplo, se estira para voltear el estofado. Mac reza para que no se ponga en pie con ese cacharro suelto y pendular bailando la danza de la lluvia bajo su musculoso ombligo, porque si él no consigue sacarle los ojos de encima a su pedazo seguro que Perla tampoco. La estampa de Flecha Gorda, de exagerada que resulta, tiene algo de obsceno. Si les dijera que se dedica al porno, seguro que con ello aliviaría buena parte de la tensión.
Pero a Flecha Gorda nada parece incomodarle. Mira a la pareja sin parar ni pedir perdón y a Mac le están entrando ganas de majarle en cuatro papirotazos, uno por llevar unos mocasines de piel de conejo, otro por ponerse pantalones de chapero, un tercero por observarlos como si les fuera a violar tras la cena y el último por si no le ha quedado claro que le está fastidiando la velada y el plan. Sus amigos pueden ponerse a hablar con los cedros y los tilos, pero él al menos tendría que hacer de enlace con el mundo de los cuerdos.
Y no. No hace más que perforar a los recién llegados con los ojos. Perla parece haberlo aceptado. Claro, ella no tiene fobia social. Mac en cambio siente que está larvando una crisis nerviosa del carajo que no le van a quitar ni llamando al hechicero de la tribu.
De modo que trata de desviar su atención a otra cosa menos enervante, de concentrarse en las volutas de humo que arroja con indiferencia la boca de Fuma Estreñido mientras termina de cocerse la cena.
Y de pronto los lobos se ponen a cantar.
A cantar jondo.
Es la cuarta vez que Mac pernocta en este sitio. En sus primeras escapadas moteras recuerda haber recorrido la Transtaiga media docena de veces. Algo normal en un fulano como él, dado que éste es un trazado magnífico para los nómadas de dos ruedas y una ruta que le pilla bien cerca de casa.
Recuerda cada viaje por las inmediaciones del Territorio Deshabitado de Caniapiscau, pero no ha oído aullar a los lobos jamás. Tiene entendido que suelen mantenerse bien alejados de todo cuanto huela a humanidad.
Pero el caso es que ahora están escuchando a docena y media de fieras, ululando a coro. No suena como cuando aúllan los pastores alemanes. Suena como si a menos de un kilómetro de la hoguera hubiera una jauría de perros de novecientos kilos cantándole una serenata a la luna.
Perla es la primera vez que está aquí. Ni siquiera sabe hasta qué punto hay animales peligrosos en este sitio. Mira a Mac con una expresión horrorizada.
Los cree se miran entre ellos también y por las caras que ponen no parece que la cercanía de los lobos les parezca un asunto baladí. Flecha Gorda vuelve sus ojos a Fuma Estreñido y Fuma Estreñido entorna los suyos hacia el cielo al tiempo que parece olfatear el bosque. Chuzo Tieso parece temblar más todavía y busca desde el suelo la mirada de Parra Espesa, pero Parra Espesa hace ya mucho rato que observa la negrura del bosque con la cara del que asiste a un espectáculo.
Concretamente, Parra Espesa lleva más de media hora mirando justo en la dirección de la que parecen provenir las voces de los lobos. Los aullidos no parecen haber desviado para nada su atención.
Los estaba aguardando en la parra, o algo.
—Jefe, ¿esos lobos no tendrían que sonar mucho más lejanos? —le dice Mac a Flecha Gorda. No sabe si su voz ha sonado demasiado intranquila, pero se la trae al fresco: seguro que la voz que suena realmente mal aquí es la de los lobos, ululando a una. Y no callan.
—Tenemos fuego y armas. No vendrán —responde Flecha Gorda. Fuma Estreñido asiente. Parra Espesa no se ha movido en los últimos cinco minutos. Se diría que en vez de un trampero es una especie de mimo de las Primeras Naciones.
—Yo tengo frío —dice Perla, rodeándose los hombros con las manos.
No hay hoguera para eso. El helor ahora es una tiritera que les envuelve lo mismo que la taiga. Mac le pasa su cazadora a Perla sobre los hombros y al poco de hacerlo se arrepiente.
Pasan unos minutos mientras van callando los lobos, como por cansancio. Luego otros en los que se escucha el crepitar de las tozas de leña y el sonido de las dos cacerolas cuando rompen a hervir. Se miran los unos a los otros con la misma solemnidad con la que el bosque acaba de mirarles. Se pasan la liebre, la sopa y el mal rollo. Después la taiga les premia con otro espantoso bramido. Salta un gañido horrible que les levanta del suelo sin compasión. Más hacia el Este, no demasiado lejos.
No es otra manada de lobos respondiendo a la que acaban de escuchar. No es un aullido.
Es un ronquido. Un gruñido grave que parece salir de una garganta de cuatro palmos y que trona como para hacer retroceder a un león. Retumba por las paredes que no hay.
Porque en este sitio todo es llano. No hay montañas, en cientos de kilómetros. Hasta el retumbar más poderoso sería tragado por el vacío, aquí.
Pero la voz de la bestia que acaba de rugir se impone a toda la inmensidad y prevalece, larga y profunda.
—¿Y eso qué clase de animal ha sido? —pregunta Mac a Flecha Gorda. Esta vez se le ve claramente asustado.
Flecha Gorda no responde.
—¿Un oso negro? —le espeta Perla. Y se levanta hacia las alforjas en las que guardan la escopeta y la pistola de bengalas.
Tonta no está. Mac apuesta a que ahora es cuando se van a ir rapidito a la cabaña de troncos, digan lo que digan los cree.
—Parece la berrea de un reno —responde Fuma Estreñido, hablando como si lo que se quema en su pipa fuera cannabis—. Es un reclamo ronco y alargado.
¿Que qué?
—Mis huevos, un reno —susurra Mac, casi pensando en voz alta—. ¿Ustedes son tramperos?
—¿Cómo dice? —le espeta Flecha Gorda. Parece haberle oído.
—Jefe… yo no entiendo una mierda de caza —le responde, a viva voz, mientras se pone en pie—, pero no me creo que haya en todo el Caniapiscau un ciervo tan estúpido como para entonar la berrea justo después de que los lobos se hayan reunido para cantar. Además… ¿los lobos no aúllan justo antes de salir de caza?
Ninguno de los cree dice nada en absoluto. Flecha Gorda sigue mirando a Mac impávido, esta vez le pone la cara que haría un sin techo frente a los de Servicios Sociales. Mac le acaba de decir que no tiene ni puta idea de cazar y él en vez de mandarle a cagar a un zarzal le observa como si le estuviera pidiendo el carné de conducir. Fuma Estreñido le atiza otra calada al chirimbolo tallado que parece tirar de él como si fuera un émbolo gigante, Perla se pregunta si no le acabará sacando los pulmones por la boca, la pipa esa.
Aspira el tabaco aromático a cara de perro, sin sacarse la boquilla de los labios ni para expeler el humo, lo hace de tal manera que parece que ya no sea capaz de respirar aire puro. Les observa perezoso y se diría que está preguntándose si lo que va a cortarle el rollo será Mac o serán las bestias de la taiga. Parra Espesa sigue espeso y en la parra. Chuzo Tieso tiene tanto frío que no se le entiende ya, debe de llevar más de una hora frente al fuego y tiembla más que todos los otros juntos. La cabeza de Mac bulle en preguntas. ¿Qué rollo raro se lleva esta gente? ¿Qué demonios estará pasando aquí? ¿Qué es todo esto?
Hay un momento de silencio muy incómodo.
—Perla, nos vamos a dormir —dice.
Pero va a ser que no.
Porque ahora vienen de repente las respuestas. Ahora es cuando Mac se va a enterar de que lo que se está cociendo aquí no es la cena.
Algo viene de bien lejos y muy follado, para explicarle las cosas. Está llegando desde arriba, va lanzado como un misil, avanza a cientos de kilómetros por hora.
Y cae sobre sus cabezas. Volando tan bajo que ya casi puede tocar la copa de los árboles. No lleva encendidas las luces ni las balizas de posición. Simple y llanamente, suena de repente a lo lejos su traqueteo y cuando levantan la vista no hay nada más que estrellas.
Pero el motor del hidroavión sigue y sigue aproximándose al grupo, hasta pasar justo sobre el claro en el bosque en el que se despliega la fogata, de manera que todos pueden ver su estampa por un instante. Se trata de una avioneta que vuela escorada y en picado.
Se va a hostiar.
Y así lo hace. Se estrella a lo que bien podría ser milla y media de la posición del refugio de caza. Justo en la dirección opuesta a la que han sonado los animales.
Se diría que las alimañas han sonado justo al ver pasar el hidroavión. Y ahora suenan Mac, Perla y los cree.
Porque exclaman y saltan, justo después de que les pase por encima la sombra de la avioneta a la luz de la luna y justo antes de que el bosque se trague a la máquina. El estruendo de su fuselaje astillando varias toneladas de madera vieja suena a hachazo primitivo y atroz, a estrépito nunca escuchado aquí, como el crujido en una atarazana vikinga fletando el casco de troncos de una galera larga.
Y, entonces sí, se ponen todos en pie. El pánico acaba de adueñarse de la situación irremisiblemente. Flecha Gorda se levanta y mira a los recién llegados con franca hostilidad. Fuma Estreñido vuelca la ceniza de la pipa sobre la hoguera y la boquilla de la pipa se la guarda en la especie de poncho que lleva puesto, acto seguido se yergue sobre sus mocasines y se atusa la perilla con una mano mientras con la otra parece revolver algo bajo su ropa. Chuzo Tieso se pone de pie y da pequeños saltitos nerviosos al tiempo que musita cosas en cree. Hasta Parra Espesa reacciona: se incorpora y señala hacia el punto en el que habrá caído el avión, sin gesticular ni decir una palabra cuerda ni enfocar con los ojos nada que no sea un punto indeterminado del bosque. Mac empieza a pensar que es un autista, o algo.
Empieza a pensar y piensa que primero ha visto un coche funerario atravesando la Transtaiga sin luces de posición, y luego un hidroavión volando bajo y con las balizas apagadas.
Tenemos eso y unos tramperos cree que no tienen ni zorra de cómo suena el reclamo de un reno.
Tenemos que esto y el ataúd es un puzzle de tres piezas. Todo encaja, de un vistazo.
Se vuelve hacia Perla y le dice:
—Alcánzame las alforjas de mi moto, cariño.
Y se lo dice en inglés, en vez de en francés.
Perla es de madre argentina, pero tanto ella como Mac han crecido siendo dos canadienses francófonos, de los que se manejan con torpeza en lengua inglesa. La apuesta de Mac es que los cuatro malnacidos cree que acaban de decidir que van a matarle ahora mismo son de los canadienses que no hablan más que cree y el pobre francés con el que han cruzado cuatro palabras con él.
Así que Mac espera que no sepan cómo se dice «alcanzar» y «alforjas» en inglés, porque si le pide a Perla que le «dé» el «equipaje» en la lengua de Shakespeare es para darles una sorpresa.
Para emboscarles.
Porque en las alforjas está su escopeta recortada.
Perla le mira frunciendo el entrecejo y le pregunta a gritos qué demonios hace hablando tan raro. Es la primera vez en toda su vida en la que le dice algo en inglés. Ahora parece más perpleja que nunca, con todo lo que está pasando.
Pero aun así le pasa las alforjas. Casi se las lanza. Mac mete rápidamente la mano en una de ellas y saca su arma. Apunta con ella a Flecha Gorda, le quita el seguro a la chata y dice:
Nosotros nos vamos a ir de aquí. No hemos visto nada y vosotros tampoco.
El Jefe Flecha Gorda le mira con los ojos muy abiertos, esta vez le observa como se observa a un perro que se está follando tus pantalones. Mira a Mac con asco y se diría que se fija especialmente en las manchas de la piel en torno a su nariz.
Cierto es que a Mac la jugada podría haberle salido bien, pero Fuma Estreñido se le ha adelantado. Lo que buscaba bajo su poncho es la vieja pistola con la que apunta a Perla.
La amartilla y dice:
—Suelta eso, imbécil. —Y lo hace en un inglés mejor que el de Mac.
Pero no apunta a Mac.
Apunta a Perla.
Que explota:
—¡Mac! ¿Qué pasa aquí?
—Pues que estos tíos no son tramperos.
Mac levanta despacio las manos tras tenderle con cuidado a Flecha Gorda su arma. Cuando Flecha Gorda la coge con sus dos enormes zarpas, algo en su mirada parece relajarse.
—Vosotros no habéis venido aquí a cazar, ¿verdad? —insiste Mac, buscándole con los ojos.
Flecha Gorda guarda silencio. Y mira el arma. Una ñata. Una escopeta recortada con la mala traza de las sierras de mecánico de automoción. Bonita chapuza.
—¿Y vosotros qué hacéis de excursión con este chisme? —le pregunta Flecha Gorda.
—Nosotros —sigue diciendo Mac, esta vez con una sonrisa amarga en la boca y mirando a Perla— sólo hemos irrumpido justo antes de que algo se jodiera en una entrega. Perla… Estos tíos son narcos.
Fuma Estreñido levanta dos palmos del suelo más que Mac, conque no duda. Haciendo gala de la elasticidad de un artista marcial, le afloja un rodillazo en el plexo solar y Mac se dobla sobre el suelo, sin respiración. Acto seguido el cree le aprieta con su arma en la nuca.
Está a punto de ejecutarle.
Mac apenas puede creerlo. ¿Cómo es que no se le ha ocurrido antes? Partir sobre un hidroavión desde el norte de Europa. Sobrevolar Groenlandia, volando bajo el radar. Luego llegar al Canadá entrando por el norte del Quebec. Y zas, acabas de introducir una carga dura que ya nadie podrá rastrear, en la parte de América más inaccesible para el mundo del narcotráfico. Una ruta perfecta, por encima del círculo polar. Canela fina, a lo grande. Mac no entiende cómo es que nadie lo ha pensado antes, como es que la idea del millón de dólares canadienses es de estos cuatro indios desarrapados con cara de adictos.
Lo mismo llevan años y años en esto.
Oye gritos en cree y que Perla pide que la suelten. Luego oye la voz de Flecha Gorda dando órdenes en idioma clisteno y Fuma Estreñido le suelta un puntapié en el estómago que le hace rodar por el suelo todo lo largo que es.
Queda boca arriba, dominado por el dolor y por la planta de un mocasín, que se le posa enseguida sobre el esternón, implacable. Parece que Fuma Estreñido es el matón; Flecha Gorda, el capo; Chuzo Tieso, el yonqui, el banco de pruebas, el mestizo; y Parra Espesa NS/NC.
Volviendo a Fuma Estreñido, ahora que parece dispuesto a mandarle al otro barrio, sucede que todo cuanto Mac puede ver es el cañón de su arma, apuntando a un palmo de su cara; y, como suele pasar en las historias, toda la vida de Mac pasa frente a sus ojos. Un par de escapadas mucho más largas que ésta. Un millón de carburadores sucios que nunca quiso limpiar. Un momento con Perla que ha venido a recuperar y que acaban de robarle.
No es justo.
Van a matarle precisamente cuando estaba a punto de follar, tras diez años de no comerse un rosco ni en sueños. No está bien, no vale, no se lo merece. No es justo.
Lo piensa por un instante y no puede evitar reírse un poco. A lo que Fuma Estreñido responde bufando como un gato encabronado a más no poder. Acto seguido resuelve desalojar tanta tensión aflojándole otro golpe.
Le mira furioso y Mac ya no sabe si el musgo boreal que tiene congelándole la espalda se le ha hecho por un instante mucho más cálido que los ojos del indio.
Los tiene sobre él, reflejando la luz de la hoguera. Tras ellos están las chiribitas de las estrellas. Hay millones y millones de ellas. Un titipuchal de luceros que parpadean más que el hombre que le apunta con un arma vieja y desgastada.
Ninguno de los cree puede verlo ahora, Perla tampoco, pero sobre las estrellas vuelve de nuevo a danzar la aurora. Sólo para Mac.
Una sábana naranja fosforescente que ondula como si fuera la bandera del infierno, más allá de las nubes.
Es diabólica y es hermosa. Es el fuego del demonio. O el que encenderían los ángeles, sobre las nubes.
Una visión fantasmagórica que pasa frente a sus ojos mucho más dulce que la de la vida desperdiciada que está a punto de perder por nada.