Refugio

Cuando sigue su rebufo se siente un vagón sobre raíles.

No hay dudas, no hay ruta. Sólo existe un culo.

Perla tira de Mac más que una locomotora. Su culo es un surco en el que se siente más encallado que en el trazado de la carretera en la que acaban de meterse.

Es una pista entre los árboles, bajo las nubes, hacia el infierno. La Transtaiga.

Si ahora mismo Perla tuerce a la derecha, abandona la carretera y su moto se hunde campo a través para desaparecer en los abetos, Mac igual hace otro tanto y ni se entera de que se han salido del camino, sigue a remolque barranco abajo, tras ella. Sin que le tiemble el pulso del manillar, sin pensarlo dos veces. Sin vacilar ni por un momento.

Mac está hecho un nervio epiléptico, un misil guiado, un cable HDMI de conectores de oro, es el ojo de una cerradura vacía. Sólo sigue a dos excesivas y redondas nalgas, y nada más le importa. Está siendo devorado por la pista de grava más lejana del mundo, un escenario inmenso, una recta infinita que apenas consigue llamar su atención cuando mira las rotundidades del maletero de Perla. Se siente como un galgo persiguiendo a su presa a través de un campo de minas: a su alrededor la realidad parece estallar y saltar por los aires, pero su instinto va a lo que va y no quiere ni darse cuenta de la que está liando, se limita a abrirse paso tras la presa. Tan sólo existe tras el culo contundente de ella. Nada más le importa ahora. Su culo. Y el mundo se puede ir a tomar por el ídem.

Es tan zen.

La Transtaiga acaba de arrancar. Al frente aguardan tres días de polvo y firme de guijas sueltas. Cuando lleguen al final del camino estarán en el punto más remoto y aislado al que puede llegarse por carretera en todo el continente. Sólo los rusos conocen algo más árido que esto que les comienza a arropar ahora, pero las carreteras que surcan el norte profundo de Siberia están totalmente deforestadas y cubiertas de hielo. No es lo mismo.

Y ojo que aunque ésta sea una ruta en medio del bosque, lo cierto es que estamos atravesando uno de los territorios más despiadados del planeta: una provincia del Quebec que es tan grande como España y apenas tiene censados mil habitantes. Esto no es el quinto pino, es el quinto millón de pinos, píceas y abetos que aguardan, cada siete horas de soledad.

Siete horas. El tiempo de ruta que hace falta para que algo rompa la serenidad de este lugar.

Porque, si hay suerte, tres o cuatro veces al día se anuncia en el horizonte la venida de uno de los extraños moradores naturales de este ecosistema de autopista: un enorme camión. Que aparece lejos y envuelto en una inmensa polvareda que hace las veces de emisario y agregado diplomático.

Aquí no hay nada más que moteros, cazadores indios y los furgones Unimog de la empresa que controla las presas hidroeléctricas. Eso es cuanto cabe esperar de este trazado. Al fin y al cabo se hizo para interconectar los embalses y nada más.

Pero ahora les interconecta a ellos.

A sus motos, apenas separadas por veinte metros de distancia. Distancia de inseguridad.

Perla deja atrás el primero y penúltimo de los teléfonos de emergencia que verán hoy y luego deja pasar quince minutos más de grava. Después, le señala a Mac el merendero que hay junto al lago Sakami. Se impone el primer cigarro del día.

Y hace un día estupendo.

Desmontan. Hacen cuatro sutiles estiramientos. El cuello de ella. La espalda de él. Los hombros de los dos. Los callos de él. El culo de ella.

Siempre su culo. Mac apenas piensa en otra cosa.

—Tienes que adaptar mejor toda esa potencia al chasis, Perla… Tendrías que haberte pasado por mi taller —le dice con su mejor sonrisa de perdonavidas. Y así acaban de iniciar la primera de sus conversaciones de ruta sin fondo ni ruido de fondo.

Ahora viene un diálogo lento y tranquilo que podrán compartir en medio de un silencio y de una paz de los que uno tiene que irse a buscar yéndose, lejos, lejos. A Topocu.

—Ya te he dicho —responde ella— que me compré la moto la semana pasada, con lo que me dieron por el coche de mi ex.

—¿Te llevaste su coche al abandonar vuestra casa y le dejaste al crío para cambiarlo todo por una chopper que parece construida sobre el motor de un Toyota?

Ella se pone muy seria de repente.

Se ve que el tema no es para andar haciendo bromas.

—No he intentado sacarle nada en absoluto. No quiero nada de él. No hables así de mi hijo —le dice, sacando la cartera. Y le enseña una foto del crío.

Mac sabe que no hay mucha culpa en él, pero de repente se siente fatal. Fatal fatal.

—Lo siento —es todo cuanto alcanza a decir.

Y lo siente. Concretamente, siente que es el rey de los capullos. Suele hacerlo.

Así que manda su mirada al suelo y ella la sigue, sabiendo reconocer todavía cuándo se le ha roto el corazón a Mac.

Tras diez años una sigue sabiendo esas cosas. Perla no sabe que así es como comienzan los ataques de ansiedad de Mac, pero se da cuenta de inmediato de que algo en él se ha venido abajo.

La cara le ha cambiado mucho a Mac, no así los ojos… Mac padece de vitíligo, por eso le llaman malacara.

Hay medio centenar de manchas blancas por su piel, que van ganando terreno con los años, a medida que su cuerpo pierde la melanina y acaba cada vez más albino. Las máculas de la cara de Mac fueron discretas durante sus tiempos de estudiante, tras ellos la enfermedad avanzó y ahora las manchas ya le dividen media jeta. Mac tiene el rostro como hecho a pedacillos de pieles de distinto color. Parece que le hayan pintado en blanco el mapa de Grecia sobre la boca y el de Islandia a un lado de la frente. Los países los tiene rosados como la tez de un vikingo, los océanos son la piel sana, una epidermis mucho más oscura. Casi amarronada, en contraste con la que ha perdido toda la melanina.

El vitíligo tampoco le afea. Le hace especial, raro, distinto. Las pieles manchadas no son vistas como algo especialmente horrible. Y un hombre blanco con vitíligo no se ve igual que Michael Jackson.

Además, Mac tendrá la cara como uno de esos caballos con el pelaje poco uniforme, pero también tiene un par de ojos de gato que lo asisten y le hacen guapo de una forma diferente. O algo así.

—¿Tú no has dejado nada atrás? —le pregunta ella, tras devolverle el cigarrillo. Mac sabe que hace mucho que no fuma cuando la ve aguantar la tos al exhalar.

Se pregunta si la volverá a enganchar. Al tabaco.

Y espera engancharla en algún que otro sentido más. Veremos si le sale bien, porque de momento lo que parece es que está bastante más que desentrenado en aquello de tratar con ellas. Va a ser que las mujeres son personas difíciles. Y que en el mundo de Mac las personas son las únicas máquinas que nunca carburan bien.

Así que ahora que ella acaba de preguntar por su mundo él le cuenta lo que hay, sin más.

—La verdad es que no he tenido mucha más vida que un taller lleno de carburadores sucios y motos viejas, en estos diez años —le dice Mac.

Ella tiene entendido que no es exactamente así, pero también recuerda perfectamente que él nunca dice mentiras.

Esto es como en los viejos tiempos. Están sentados sobre un banco de madera hecho con un tronco inmenso. Pueden pasear la vista sobre la superficie de un embalse enorme que se abre más allá del arcén de la carretera.

Perla saborea el instante.

Sólo el espejo del estanque, el azul del cielo, un tronco duro donde poder poner las posaderas, un cigarro barato. Y ellos dos.

Una foto del paraíso para una vida en el infierno. Esto y la acampada de esta noche, y que les disparen en un ojo con la pistola de bengalas que lleva Mac en las alforjas de la moto. Morirán presa de mil espasmos gracias a un cohete de fósforo blanco que se tomará diez largos minutos en asarles los sesos en vivo. Pero habrá valido la pena.

Mac apenas puede creerse que esto esté pasando al fin.

Un par de extraños pájaros sobrevuelan muy juntos el embalse, apenas planeando unos centímetros sobre su superficie. Unas veces parece que están pescando o cazando larvas de mosquito y zapateros, otras se diría que hacen un vuelo de cortejo y que hayan trenzado sus trayectorias sobre el agua como si fueran directos a construirse un nido sobre la copa de un precioso abeto. Es hermoso. Ni siquiera cantan o pían. Ellos sólo vuelan, juntos.

Perla y Mac comen algo. Hablan de cómo han ido las motos en estos diez años, parece que ella ha mirado alguna revista de tanto en tanto. Sacan unos mapas en los que sólo se ve un camino y tratan de improvisar las próximas paradas sin mucho interés por dejarlo todo atado en firme. Luego, vuelven a los sillines sin anunciar que toca reemprender el camino y después arrancan sin que medie ninguna despedida ni un miserable hasta luego. Ella se pone a la cabeza sin preguntar ni anunciar nada y él vuelve a situarse a su espalda. Se pregunta si ella podrá verle sonreír en su espejo retrovisor.

No sabe si puede hacerlo, pero él sí cree verla sonreír a ella. Juraría que es una sonrisa lo que ve arqueándose en la mancha borrosa de su cara, cuando aparece en el espejo del manillar de su moto, de tanto en tanto.

Al final se les cae el día encima y atardece en la luz que suele nimbar sus cascos. Dejan atrás dos puentes sobre dos ríos en los que la gente mataría por pescar. Paran junto al estanque de Robert Bourassa a comerse una bolsa de galletas saladas y beberse dos cervezas que a temperatura ambiente entran mejor imposible. Se sientan juntos en el tocón de un gigantesco abeto que algún malparido tuvo que talar aquí, en medio de ninguna parte, a saber por qué motivo. La base de la chueca está llena de corazones y de tallas del tipo «Un gilipollas anodino estuvo tal día en este sitio», como si a ellos les importara.

Será porque a ellos ya no les importa nada. Parecen las dos personas más despreocupadas del mundo. Que les vengan a buscar aquí, ahora.

Mac cree que esta noche se habrán liado. Antes han dicho de pasarla junto al refugio para cazadores que hay a treinta kilómetros de aquí.

Pero treinta kilómetros de distancia son apenas veintipocos minutos de ruta.

Todo se hace increíble en este sitio tan imposible. El tiempo y la distancia se deforman bajo las ruedas. Se escucha un chapoteo distante y quizá haya sido el sol al hundirse a plomo en el estanque, un dólar de plata lanzado al pozo de los deseos. El día se mata de golpe y porrazo. Ellos se acaban la cerveza y él no puede evitar acercarse a ella para que le ponga el cigarro entre los morros y luego se lo saque junto a una sonrisa llena de humo.

Entonces ella le da un beso y cuando cierran los ojos Mac se siente como si hubiera dormido durante doce horas en apenas doce segundos.

Los labios de ella le atrapan y su lengua le visita. Hola, mi ángel —piensa él—. Cuánto tiempo. Ha valido la pena la espera. Creo que llevamos diez años helándonos los culos sobre un tronco plano y de repente siento que me arropa un calor del que no he conseguido olvidarme nunca. No son tus brazos. Ni es el bosque. Es algo que me sale de dentro y que sólo sacas tú.

Se separan como sorprendidos y se miran bien dentro por un segundo fugaz. Dos viejos conocidos de nuevo desconocidos.

Se diría que les quema como mirarse al espejo por primera vez en diez años.

Se estrujan. Juntan sus frentes y se miran tan de cerca que apenas se ven. Él la coge por la cintura. Perla le pasa una mano por el pecho.

Y luego más abajo. En los bajos.

Ella atrapa, frota y sujeta un poco. Él se pone loco un mucho.

Y ella lo deja ahí, con una sonrisa artera. Calentón a modo de anticipo.

Luego vuelven a las motos para reanudar la marcha. El cielo ya casi está negro y pronto estará plagado de centellas, hasta entonces un océano de nubes rojas se adivina todavía entre las copas de los árboles. El día apura sus últimos minutos, y hay un refugio para los cazadores cree que les espera.

Ojalá que esta noche esté vacío —se dice él—, porque si no es el caso creo que algo pasará como Perla vuelva a tocarme.

Ya hace quince minutos de eso y Mac sigue con el caballete puesto.

Petardeando tras su culo.

Se han quedado a oscuras ya. No hay líneas de pintura blanca sobre la negrura porque esto es la Transtaiga. Aquí no hay mojones ni carteles ni cuneta. Hasta las dos motos parecen haber dejado de importar. Aquí sólo están la pista rectilínea de grava, el culo de ella y los ojos de él.

Que encuadran.

Enfocan.

Mac mira su culo y la moto parece escapársele de entre las piernas para irse a buscar algo justo donde se unen las de ella. Dentro de nada habrán llegado al refugio de cazadores y esperan que eso que brilla a lo lejos no sean las luces de los alimañeros. Mac pide a las estrellas que les dejen pasar las próximas horas solos.

Y las estrellas le dicen que no. Porque al final del camino se les aparece el resplandor de una hoguera india. Arden unas hierbas, sobre los tizones, hierven otras. Parece que tendrán que compartir el refugio con unos extraños asilvestrados que les tratarán como a los domingueros que son. Quizá ni siquiera quieran hacer un sitio junto a su fogata para la pareja.

De ahí que a Mac se le pase el calentón. Se le enfríe la noche. Se sube la cremallera de la chupa hasta el gaznate. Puede que incluso desvíe por unos momentos la mirada de su culo porque su culo se ha puesto a hacer maniobras. Lanza allá una pierna, empuja con ella. Recula su rueda trasera. Tuerce su manillar. Parece que hayan llegado.

Aparcan en el arcén y tras él hay una explanada y dos furgonetas pick up. Una Dodge Dakota y una Toyota Tundra, ambas con tracción integral a las cuatro ruedas, estacionadas junto al camino. Un merendero, un campamento, con sus dos cabañas de madera prefabricadas. Un par de carteles del Gobierno del Quebec, que les recuerdan que todo esto es posible gracias a sus impuestos y a sus votos; que no es que hayan puesto el bosque ahí, es que han puesto el refugio.

Junto a él hay cuatro indios cree que se han apostado en torno a la hoguera. Uno de ellos, alto como uno de los arces de este sitio, fuma en una pipa de tres palmos y otro extiende sus manos al fuego. Un tercer nativo mira a los recién llegados con descaro y el último observa embobado un punto indeterminado del bosque negro, en el que nada sucede.

Desmontan. Se sacan los cascos y los dejan sobre los soportes de los retrovisores. Recogen alforjas. Mac se enciende un cigarro y ella se lo roba. Él le robaría las bragas, pero tiene que conformarse con sonreír como un imbécil y continuar inmerso en la fase del tonteo preliminar. Se enciende otro cigarrillo y mira a los cree. Dice hola. Vuelve a sonreír, esta vez ya no como un imbécil, sino como un gilipollas.

Pero los cree siguen con lo suyo. No es que no respondan al francés porque sean anglófonos, es que probablemente se manejen mal en todas las lenguas de los blancos. Estos cree sí pertenecen a las Primeras Naciones. Perla sólo espera que no sean racistas.

El primero, el que es alto hasta decir basta, fuma tabaco como un rastafari. Le vamos a llamar Fuma Estreñido, porque mantiene los ojos entreabiertos como si no hubiera cagado en dos meses. El segundo es casi pelirrojo (un piel roja pelirrojo, qué cosas tiene el mestizaje) su nombre será Chuzo Tieso, visto que parece estar muriéndose de frío. El tercero no les quita a Mac y a Perla los ojos de encima, le ponemos de nombre Flecha Gorda, luego explicaremos el motivo… Del último se diría que es idiota o que irá hasta las cejas de peyote, porque parece estar viendo una película de Chuck Norris en la oscuridad con la que le premia el muro de coníferas centenarias que se cierra frente a él. Su nombre será Parra Espesa.

No parecen cuatro amables compañeros de camino. No es la clase de gente que dejarías que te arruinara un polvo épico.

Pero Perla parece disfrutar de la idea de posponer un reencuentro inminente. Parece que siga dándole tiempo a la aventura y que quiera que todo llegue a su debido momento.

La parejita se presenta y al hacerlo se ausenta, en cierto modo. Salen de lo suyo y entran en lo de ellos.

A ver, cuatro cazadores. Mac vuelve a repasarlos con la mirada. Ve que Fuma Estreñido está chupado, espigado y consumido como la cachimba de tabaco de la que chupa sin parar, aunque a veces parece que es la pipa, una flauta tallada con mil motivos indios sobre la madera, la que chupa de él. Chuzo Tieso está obsesionado con la hoguera hasta extremos enfermizos: no se sabe si está pensando en arrojar al fuego sus propios huesos o el bosque al completo, porque se muere de ganas por avivar las llamas y mira la fogata como miraría la cocaína un ejecutivo en paro. Demasiado rojo para un indio taheño, de pelo panocha. Mestizo, sin duda. Para Mac que Chuzo Tieso es pirómano, o algo. Luego está Flecha Gorda, que parece ser el jefe. Los observa como si no hubiera visto jamás a dos moteros y les pregunta si han cenado, su voz suena igual que la de un funcionario. El cuarto, Parra Espesa, parece estar escuchando una conversación entre las lechuzas y los bichos que se oiría cantar si apagaran el fuego y luego acamparan al raso. Babea y mira al fondo del bosque, lo mismo que un alcohólico buscando en el fondo de la botella.

No parece que la conversación y la compañía vayan a dar mucho de sí. Los recién llegados le dicen a Flecha Gorda que van a hervir un poco de pasta deshidratada para cenar y que pueden invitarles si les apetece pero él declina y encima ofrece algo de estofado de liebre, de nuevo con voz de funcionario.

Perla se queda a discutir con él los términos de la cena mientras Mac marcha de nuevo al camino a echar una meadita y encenderse un cigarro antes de despedirse de la carretera por hoy.

Siempre se separa con añoranza del trazado del camino cuando están en ruta y ahora toca parar para dormir. O, bueno, siempre lo hizo, en sus años de locuras de juventud. Ahora vuelve a hacerlo y apenas se da cuenta de que es la primera vez en dos lustros que tiene que parar para descansar. De nuevo pertenece al camino y queda desamparado cada vez que no está sobre él.

Así que mea sobre uno de los enormes árboles que hay tras la exigua cuneta de la pista de grava. Luego se tira un espantoso pedo que lleva todo el día queriendo salir pero que todavía no se ha atrevido a sacar por aquello de que cada vez que se pone en pie y estira la barriga está Perla ahí, bien cerca. Suspira aliviado y deja pasar un instante delicioso mientras sus intestinos se relajan por fin.

Quiere estar solo un momento.

Que le dejen todos en paz.

Le enferma que haya cuatro desconocidos difíciles a cincuenta metros a los que tendrá que tratar y abordar sí o sí. Le produce ansiedad verse obligado a despachar con extraños, le cuesta tolerarlo. Está en el arcén más remoto del planeta y necesita alejarse un poco para que la gente le deje en paz por un instante, para poderse tirar un pedo. En este sitio. Qué ironía. Qué agonías.

El momento de expansión se va contrayendo. Mac trata de situarse. Se sienta en una piedra y piensa en lo que le aguarda dentro de nada, cuando vuelva al campamento y junto a la hoguera le espere la única cosa del mundo que no le pone enfermo ni se la trae floja.

Siente que tiene que tomar aire. Respirar taiga pura. Dejar que el bosque interponga unos cuantos troncos entre su nariz y el culo de Perla. Encenderse un cigarro de los que no se atreve a encender en público. Porque de un tiempo a esta parte se le ha vuelto a apoderar un vicio de juventud: los puros de abuelo.

—Ya, yo tampoco lo entiendo —se dice, en voz baja—. Me pirro otra vez por los habanos, y sé que el tufo del tabaco negro suele molestarle a ella. Y cualquier cosa que le pueda molestar a Perla tengo que hacerla ahora o hacerla callar para siempre.

De modo que se rasca los cojones durante otro momento irrepetible y entonces pasa un coche.

Un coche, por aquí. Ahora.

Y no es un coche cualquiera.

No es sólo que circula por este castigo sin fondo a veinte parsimoniosos kilómetros por hora con las luces apagadas, no.

Tampoco es que lo haga pasando de largo y sin que el tipo que va al volante mueva la cabeza para mirar a Mac. Y mejor no hablar de lo imposible que resulta ver a una berlina normal de tracción trasera atravesando esta carretera.

Porque no es una berlina normal.

No sólo es negra como la noche. No sólo lleva las lunas tintadas.

Es un coche funerario. Una ranchera de largo especial. Uno de esos Cadillacs carrozados especialmente para transportar ataúdes.

Pero no es que lleve un féretro hacia la civilización, no. Es que se lo lleva al fondo de la Transtaiga.

Se adentra en la carretera hacia el infierno, en dirección Este. Hacia el Este.

Y el caso es que no hay nada, en dirección Este. Kilómetros, a cientos. Poquísimas curvas. Una sola gasolinera. Un par de diques. Y se acaba el camino.

Mac se queda embobado mirando el logotipo de la funeraria. Abre la boca, hace un amago de gritar o gesticular, pero al final no hace nada y lo hace todo a la vez. Su exclamación se queda en un extraño tic gutural y facial. La interminable batalla del chasis de la ranchera pasa a escasos centímetros de su cuerpo y continúa su camino hacia el Este. El conductor no parece haberle visto, con tanta oscuridad. Es un indio cree, o eso le ha parecido a Mac.

Un indio cree trabajando para una funeraria francocanadiense. Mac no sabe mucho sobre los cree, ni sobre las Primeras Naciones, en general; pero diría que los tíos como el que le acaba de pasar al volante de la ranchera tienen manías muy raras con los cementerios. No se los imagina montando una funeraria lo mismo que no se los imagina asfaltando nada.

Se repite a sí mismo que hacia el Este la realidad es tragada por un agujero. No hay un dónde, allí. Sólo la presa hidroeléctrica, el embalse final. Y ya, eso es todo. La carretera en la que está se acaba como los antiguos creían que se acababa el mar al llegar al fin del mundo. La Transtaiga es así, se termina sin más, se va al carajo boreal y ahí se corta, se cae al bosque, junto al complejo eléctrico. Hacia el Este no hay nada, nada en absoluto.

¿Quién demonios llevaría un ataúd allá, tan lejos? ¿Esconden un cadáver… con todo su envoltorio? ¿Quién puede conducir un coche de muertos a oscuras en medio de la taiga más perdida del Quebec, sobre una carretera de grava perpetua?

—Rediós. Creo que tendría que haberme traído mis pastillas para la cabeza —se dice Mac, susurrando al frente.

Mira el sedán funerario desaparecer en la negrura y deja caer los hombros y la respiración, resignado. Esto es algo tan insólito que hasta le asusta. Apuesta a que jamás conseguirá explicárselo, si no es que se acaba de volver loco.

Se dispone a volver a la fogata y, justo antes de hacerlo, levanta la mirada. Entonces la aurora polar se despliega de repente, enorme y explosiva, sobre las estrellas.

Una llamarada solar arrojada a la velocidad del infinito contra la ionosfera. La furia del astro rey que se pavonea en verde y azul para Mac, un fuego que se consume en espirales, arcos y formas kilométricas que se cimbrean y ondulan. El cielo acaba de pasar del negro al incandescente. Debe de haber un prostíbulo ahí afuera, más allá de las nubes; o será que se han dejado abiertas las puertas del Valhalla esta noche y desde aquí se pueden ver los castillos de fuego que hay junto al palacio de Odín.

Es hermoso.

Mac se pregunta por qué él y sólo él tiene que ver estas cosas. Lo insólito se le insinúa pero sólo cuando está solo.

Apuesta a que nadie más en este sitio está mirando ahora la luz que se ha comido las estrellas. Esto le recuerda a cuando Heather Graham ponía descaradamente sus tetas sobre la barra del bar en el que trabajó antes de hacerse aprendiz de mecánico. Todo el mundo seguía con sus copas, sus dardos, el billar o la música y nadie se enteraba de que la tía más guarra del garito estaba poniendo cachondo al camarero con un numerito privado que todo lo que tenía de casual lo tenía de bellaco.

Parece que la taiga se ha empeñado en mostrarle algún extraño espectáculo cada vez que se recoge y huye. Es matemático. Manda sus ojos al cielo y en él danzan los ángeles. ¿Qué probabilidad tiene uno de hacer algo así y toparse con unos fuegos artificiales particulares? El hombre del tiempo dijo que una llamarada solar golpearía la tierra como un látigo de nueve colas, pero no habló de esto, de este desfile de luces imposibles. Ni dijo que fuera un pase privado. Un lap dance en un reservado oscuro. El secreto de un fulano anodino medio desquiciado.

Mac teme que esta vez también puedan pasar los años sin que se sepa jamás a cuento de qué viene un despliegue de encantos como éstos, sólo para sus ojos. Heather Graham nunca se lo aclaró, y seguro que el cielo de estas latitudes tampoco tiene intención de hacerlo.