El mundo a sus pies y, en él, la oscuridad.
Es cuanto ve Tenskwatawa, a los mandos de su hidroavión.
Sobrevolar el océano, pasarle a Groenlandia por encima, cruzar la inmensidad vacía y deshabitada. Ni una maldita luz. Nadie. El planeta es un destierro enorme.
Hubo una época en la que Tenskwatawa volaba alto, envuelto en las nubes, como el resto de los pilotos de este mundo. Abajo pasaban las ciudades una tras otra, ardiendo en una miríada de chispas. Bulliciosas.
Eléctricas.
Ahora sólo el océano y los páramos muertos se divisan, siempre cubiertos de tinieblas, en cada vuelo. Tenskwatawa está castigado, abandonado a su suerte en una celda de aislamiento infinita, condenado a volar muy bajito por donde nadie le pueda ver, a aterrizar y a despegar a oscuras en embalses, playas y lagunas que no aparecen en ningún mapa, a esquivar todas las aerovías, a eludir los radares fronterizos que bordean la entrada al Canadá.
Que ahí está. Eso ya es Quebec.
Y, tras la tundra, aparece la inabarcable e inclemente taiga boreal.
Tenskwatawa se acerca a casa lo mismo que un fantasma al mundo de los vivos. Pronto verá a sus socios y amigos. Cenará. Dormirá con su esposa. Y podrá dejar de escuchar los gritos y los aullidos que salen de la bodega de carga de la avioneta.
De ella escapa hecho astillas un coro de voces espeluznantes, que ladran y rugen palabras nuevas. Llevan horas bramando, dando golpes, rechinando y jadeando.
Habrá que volver a pasar una ronda de morfina, no sea que con tanto alboroto las gargantas que trae el hidroavión despierten a los espíritus de la taiga.
Tenskwatawa musita una breve plegaria en su clisteno natal y se adentra en el vasto norte del continente. El GPS le va cantando coordenadas a todo volumen, de tanto en tanto. Sólo la voz del aparato se impone a los gritos de la bodega.
La luz de la luna le alumbra el suelo. A un vuelo tan rasante apenas se ve nada en él, salvo la silueta ocasional de las copas de los tilos más grandes. De tanto en tanto una laguna o un pantano le devuelven el reflejo de las estrellas. Apenas reconoce la orografía, salvo alguna colina ocasional. Todo en este territorio viene a ser lo mismo que lo del anterior: inmensos páramos por los que moverse al bordear el mundo de los hombres.
Pero de pronto una luz se adivina a lo lejos.
Mierda.
Todavía falta media hora de vuelo para llegar al punto de entrega y ahí hay alguien.
Toma los mandos e inicia un suave viraje para esquivar lo que parece una fogata, sita en un claro del bosque. Se pregunta si le habrán oído. Si serán tramperos innu o, mucho peor, cazadores blancos.
Se estira hacia la guantera de la portezuela de servicio y hurga en su interior, hasta sacar de ella unos viejos prismáticos. Acto seguido los usa para enfocar al punto de luz suave que va desapareciendo en el horizonte.
Le cuesta encuadrar la escena. No piensa sobrevolarla para no evidenciar su posición, pese a que no lleva encendidas las balizas.
Hace años que no las enciende.
Piensa que tampoco es tan grave si le han descubierto los de la hoguera, al fin y al cabo, parece bastante probable que sean unos hombres tan furtivos como él. Conoce estos parajes. Se ha criado en ellos.
En ellos nació. Tenskwatawa es un indio cree de pura cepa, un miembro insigne de las Primeras Naciones del Canadá, criado en los ritos ancestrales, crecido libre como un torrente de deshielo.
Una pena.
Porque a Tenskwatawa le quedan ahora mismo apenas unos minutos de vida.
Mientras bordea el punto de luz sostiene una pelea con las lentes y el aumento. A duras penas consigue ver algo.
Pero lo que ve durante un instante fugaz le deja sin resuello.
Porque las figuras que le parece divisar están danzando a gatas alrededor de la hoguera.
No es que lo hagan a cuatro patas.
Es que son cuadrúpedos.