Territorio

El mundo en un puño y, en el puño, el acelerador.

La carretera es una grieta de piedra que parte el boscaje lo mismo que un cortafuegos. Parece que un gigantesco trol le haya soltado un hachazo a la arboleda.

Atardece en los calveros de los cuatro puntos cardinales y se va adueñando del paisaje una floresta clareante y surcada por una hendidura interminable: la carretera. Aunque a esta velocidad se diría que el verde va ganando terreno, que la fronda se vuelve cada vez más densa, que ella sí está avanzando, kilómetro a kilómetro.

Se acaba comiendo todas las lomas, se estira hacia el cielo, invade los arcenes… La taiga se cierra poco a poco sobre el camino hasta angostarlo mucho y así, tragándoselo todo, es como el bosque hace el silencio a su paso. A su paso quieto.

Ellos en cambio truenan a toda castaña sobre sus cacharros, hipnotizados por el horizonte, dos polillas zumbando hacia la luz de un farol. Petardean a noventa kilómetros por hora, vibrando, mugiendo; una pareja de moscardones con manillar, de mil doscientos centímetros cúbicos cada uno. Él, en una Harley Sportster; ella, en una Yamaha Cruiser. La carretera de la Bahía de James va tocando a su fin, lo mismo que el mes de abril, la jornada en ruta; el crepúsculo. La lumbalgia de él.

Las neuras de ella.

La vida va quedando atrás.

Es terapéutico. Las ruedas lo rebasan todo, se comen el mundo. Están consiguiendo que Perla olvide a su ex marido. El atardecer pronto habrá muerto atropellado.

Perla llamó a Mac, un martes, al taller. Andaba él desmontando otro carburador cuando sonó el teléfono y era ella, que desde el día en que se casó con aquel tío gris no había dado señales de vida. Que justo entonces, cuando iniciaba los trámites del divorcio, comenzaba a vivir.

Y lo primero que hacía era acudir a él.

Llamarle.

Así, a bote pronto, como si nada hubiera pasado. Sólo diez años.

Le dijo de preparar dos motos y conducir hacia el Norte, de salir cuanto antes. Insistió en que quería empezar una nueva etapa. Le explicó lo que le había pasado, como si tuviera algo de especial. Apenas le contó sobre la tragedia de su vida familiar. Casi ni le habló de cómo ser ama de casa había conseguido convertirla en esclava de la casa. Sólo le remachó que necesitaba conducir, durante días.

¿Qué le iba a decir él, si su taller había sido una experiencia vital mucho más subyugante que un matrimonio fracasado? ¿Cómo se iba a negar si todavía le bailaba una pulga en la tripa cada vez que pensaba en los tiempos en los que no había más Dios que la carretera y ellos dos? ¿Cómo iba a mandarla a cagar al altar cuando recordaba el 2001 que pasaron juntos como el año más feliz de su vida?

En aquellos tiempos habían hecho algunas de las autopistas y carreteras más increíbles, atravesaron América de arriba abajo, sin dinero ni mapas. Después de tanto vagar, volvieron a Amos, dejando Toronto atrás. Se suponía que sólo regresaban a casa una temporada para descansar tras un año largo de viaje hacia ninguna parte… Pero sus motos, más que a reponer fuerzas, volvieron al Quebec para reventar. Para rendirse y morir. Demasiada carretera, para las dos chopper. No supieron decir si lo que las había matado habían sido los cuatro mil kilómetros de la Transamazónica o los cinco mil de la Ruta Nacional 40 de Argentina. Les bastó con apalancarse en su ciudad natal durante unas pocas semanas para ver cómo les abandonaban las máquinas que se habían comprado con sus primeros finiquitos. Dos gigantescas motos custom. Él, una Triumph; ella, una Kawasaki.

Las dos languidecieron y sucumbieron igual que habrían hecho un par de caribúes viejos al llegar el invierno: un día ya no pudieron emprender la carrera y doblaron a esperar la muerte. Mac recuerda haber empujado su moto hasta el desguace y recuerda bien cómo ayudó a Perla a hacer otro tanto con la suya, setenta y dos horas después. A sus ojos, las máquinas parecieron cambiar mucho con aquello.

Jamás les habían parecido tan pesadas.

Era la primera y la última vez que tenían que tirar de ellas. Aquellas dos motos les habían arrastrado por medio planeta y ellos apenas eran capaces de empujarlas hasta un taller.

Con tamaña humillación se apagó algo muy íntimo para Mac y Perla. Se les escaparon sus globos de helio. Se iban al Valhalla sus cachirulos con ruedas, juntos hasta el final, demostrando que sin ellos no habrían sido el chico y la chica. De repente, tanto Mac como Perla se sintieron perdidos e impotentes. No más carreteras que recorrer, no más huidas hacia adelante. No más tontería ni distancias que interponer. A casa a ver la tele y ya vale de jugar a los nómadas. A marear a los patos.

Descorazonador.

De manera que con aquellas cuatro ruedas murió su inocencia y su vida juntos. Mac vio cómo su amiguita se ponía a buscar empleo en el Wal-Mart, a lo que él decidió responder volviendo al taller de su tío, en el que le andaban esperando mil veces juntos y furiosos todos los carburadores que no había limpiado en casi dos años de estúpida acampada sexual.

La última noche de sábado en la que quedaron, Mac y Perla se dijeron que regresarían a la carretera en pocos meses, pero veinticuatro horas después llegó el lunes y Perla en vez de volver al asfalto con él volvió al césped con el novio que tuvo en el instituto, y Mac al poco de morir su madre volvió a los ataques de pánico y a las crisis de ansiedad.

De ahí a los ansiolíticos y al bourbon.

Perla hizo como que no se daba cuenta y siguió con lo suyo. De lo suyo fue a la vicaría, en apenas un par de meses. Él, lo mismo que el resto de los miembros de la pandilla que habían formado en la Escuela Técnica de Mecánicos, acudió a verla casarse; convidado de piedra, torturado en carne viva. Acto seguido, desapareció. A las pocas semanas murió su padre, dejándole algo de dinero, que usó para comprarle el taller de motos a su tío, a un precio insultante. Su tío se jubiló cargado de júbilo y, cuando Perla se marchó a trabajar a Toronto, Mac se dio cuenta de que todo cuanto lo había mantenido asido al mundo de las personas se acababa de ir a tomar por saco.

Luego, ya no pasó nada más.

Sólo diez años.

Diez años vacíos.

¿Que qué hizo Mac con ellos, aparte de perder el contacto con los pocos amigos que tenía?

Pues comprarse una Gibson Les Paul a medida y customizarse una Harley Davidson nueva, pero tampoco intimó demasiado con ninguno de aquellos dos artefactos. Sus conversaciones con los clientes eran la cúspide de su vida social, y así estaba bien.

Entonces pasó algo.

Un día alguien escribió algo en castellano sobre el letrero del taller: «Señor Malacara[1] Pijuda». Y a partir de aquel momento medio vecindario empezó a llamar así a Mac, en cuanto Mac se volvía. De nada sirvió dejar estar la pintada, Mac pasó a convertirse por lo bajo en «Señor Malacara Pijuda», para todos sus clientes. Para toda la humanidad. Y el Señor Malacara se dio cuenta de que se ponía muy nervioso con la gente, de que le entraba pánico cuando veía demasiadas personas juntas. A veces, si tenía que ir a la farmacia a por sus pastillas y había cola frente a la caja, se ponía a sudar y se le tensaban todos los músculos del cuello. Compraba sus medicinas y salía como alma que lleva el diablo, con las sienes palpitando y el pulso a cien por hora.

Recuerda que una vez hasta le paró la Sûreté porque salió de un supermercado a la carrera, llevándose veinte dólares en somníferos como el que se lleva la recaudación de una gasolinera. Dejó en el mostrador ochenta pavos de cambio y huyó echando leches. Arrancó la moto y aceleró como un animal en estampida, sin poner rumbo a casa ni a ninguna otra parte; simplemente, salió zumbando y a lo loco.

Pero sólo unas pocas millas.

Le detuvieron enseguida para preguntarle qué demonios pasaba con él; y él la verdad es que no tuvo qué contestar.

Recuerda que eran dos agentes bastante razonables, de su edad, de los que no empiezan por esposar a los moteros, así que consiguió tratarles como a dos de sus clientes. Se valió de una de las frases hechas que heredó de su tío.

Venía con el taller.

«Disculpen ustedes mi actitud, señores. Lo mío son las motos, no las personas. Si supiera cómo comportarme con la gente tendría una familia, pero yo sólo tengo un taller mecánico».

Mac cuando habla con el corazón es todo elocuencia. Argumentos de gran cilindrada. Palabras como pistas de asfalto. Desconsuelo sobre ruedas, congoja del que circula siempre hacia abajo.

Los clientes de su negocio suelen asentir cuando le oyen así. Le dejan a solas con las motos y él se entiende con todo cuanto importa. Si las personas que acuden a Mac no fueran moteros como él tal vez se darían cuenta de que Mac está bastante zumbado, un tanto jodido de la cabeza.

Pero eso a él le da igual.

Mac ya sólo quiere que le dejen en paz.

Que se vayan. Que no le miren a los ojos ni le digan nada. Que no le hagan preguntas ni le cuenten cosas. Que no se le acerquen ni le toquen. Que no le pongan malo, que él se ahoga cuando la gente agobia; se marea, se le va la mirada al suelo, intenta despejarse y se queda inconsciente en los lavabos. Y no quiere que le cojan esos ataques, lo pasa fatal con ellos. Le basta con que no haya muchas personas en su campo visual para sentirse bien, eso es la fobia social. Mac sólo quiere que desaparezcan. Todos.

Que le dejen estar. En paz.

Eso es algo que se consigue en una carretera como ésta y como la que viene después, que es una de las más largas y solitarias del mundo. Pero la James Bay Road no es sitio para alguien como Mac si no viaja con alguien como Perla.

Ella sabe hacer que funcionen las estaciones de servicio, las gasolineras, los campamentos, los merenderos, los restaurantes de ruta, el atravesar de las ciudades, los embotellamientos de tráfico alrededor de los cascos urbanos, los controles de carretera. Todas esas cosas que a él le dan demasiado miedo como para enfrentarse a ellas en solitario.

Mac sabe que está muy limitado, que ya casi no puede rutear solo. Que siempre ha querido que Perla le volviera a sacar, que le pusiera sobre el trazado de una carretera, a rodar hacia ninguna parte. A su lado se siente capaz de conducir hasta que el sol se apague y se consuma en una enana roja.

Por eso Mac no pudo negarse cuando ella le llamó. Por eso ahora cabalgan hasta que escampan las nubes anaranjadas que se apoderan del cielo de estas latitudes cada anochecer. Siguen conduciendo tras encender sus faros y hasta que hacen otro tanto las estrellas. Todo se vuelve de un negro intenso apenas perforado por mil puntos de luz distante. La lejanía deviene un cosmos, la profundidad se adueña de los ojos del que mira. El espacio toma sus vidas.

La carretera se adentra inclemente en el norte de la península. En el vasto norte canadiense. Los ojos de Mac se abren tratando de abarcar el horizonte y de pronto siente que está volviendo a ser una persona libre. Libre tras diez años de vivir encerrada en su propia estupidez.

Perla y él se saben iguales en eso.

En ese error.

Casi tan gordo como dejarse separar.

Han salido de Matagami con el amanecer y ahora, quinientos veinte kilómetros después, están llegando a territorio cree. Han conducido como hay que conducir, despacio y a gusto, parando cada hora o dos horas para mear, echar un cigarro, charlar un rato, comer algo, hacer unas risas. Perla siempre delante. Hace nada que ha hecho la señal para que él esté al tanto del desvío y ahora acaba de meterse en la carretera de grava que lleva a Wemindji.

Allí hay una posada en la que harán noche, si quedan habitaciones disponibles. Caso contrario harán lo que van a hacer durante el resto de los cinco días que les durará la travesía: acampar, pero sin tiendas. Dormir al raso, cuando la temperatura lo permita. Una fogata. Dos sacos. Mucho frío. Un firmamento. Dos personas. Un mar de estrellas.

Así es como solían pasar la noche en sus años mozos. Al principio viajaban juntos, ella de princesa y él de pagafantas. Al cabo de unas semanas empezaron a hacerse mimos. Para cuando estuvieron en la otra punta del continente, él ya la tenía por su novia. Desde aquel verano que apenas ha sido capaz de dormir cuando no ha podido ver el cielo. Ya no soporta cerrar los ojos si no lo hace justo después de mirar las alturas. Necesita ver el firmamento sobre él. Uno se acostumbra rápido a las cosas buenas, y hay algo adictivo en los cielos estrellados.

Mac hace vida en la planta superior de su taller de motos. Su cuarto es una buhardilla con el techo acristalado, lo cual es toda una osadía en una ciudad en la que nieva cuatro meses al año.

Pero aun así, incluso cuando se las tapan con un manto de nieve, Mac necesita saber que tiene las estrellas muy cerca. Se agobia en los espacios cerrados. Vaya, que también padece de claustrofobia. Y por eso Mac intenta no pensar mucho en que va a tener que dormir en la pensión de una reserva india. Pero… qué demonios, igualmente le aterraba alejarse mucho de casa, hasta que Perla abrió la puerta del hangar principal de su taller.

Llevaba puestos unos vaqueros ajustados. Y una chupa como la que él le regaló a finales de los noventa, pero recién comprada.

Ahora que ella ha vuelto y está cerca, Mac siente que todo le resulta más fácil. Apenas tartamudea. Su respiración no se agita en cuanto algo no sale como debería. Y se siente bastante bien. Casi nada hace que se acalore y se ruborice. No se encuentra solo y estúpido. No se sabe cobarde porque sí.

Apenas le molesta la idea de acercarse a un pueblo de mil doscientos miembros orgullosos de la Nación Cree. Y allí alojarse en un hostal.

La gasolinerabar de Wemindji va a ser el último garito de carretera que visiten en su viaje. De estas dos últimas cervezas de barril van directos al monstruoso Norte vacío, y de allí se dirigirán a la milla trescientos treinta y ocho, la que tiene el desvío hacia la Trans-taiga, la carretera más aislada del planeta.

La Transtaiga es una línea recta que atraviesa con sus seiscientos sesenta y seis kilómetros de grava el Territorio Deshabitado de Caniapiscau, para ir a morir vacía y cortada, en medio de ninguna parte, junto a un embalse construido por Hydro-Quebec en el centro de un vasto desierto boreal. En el fin del mundo.

En el puto fin del mundo. No hay otra carretera tan vacía como la Transtaiga.

Ni las vías de hielo de Siberia atraviesan tanta soledad.

Mac y Perla van a visitar ese embalse, lo verán y darán media vuelta, con la carretera, para volver a casa.

Después, la nada.

Ni Perla ni Mac han hablado una palabra acerca de lo que harán tras este viaje. Ella no hace planes para el futuro y apenas consigue hablar de su pasado, Mac hace años que no tiene ni idea de lo que piensa hacer con su vida. En ella no hay ni pasado ni futuro. En ella todo es una nebulosa de sinsentidos que ya ni los carburadores sucios consiguen llenar.

Mac sólo se deja llevar hasta la siguiente mancha de aceite.

Ahora se pregunta si Perla y él irán de esto a pasar juntos el resto de sus vidas, o si será el final para él. Porque no, no piensa dejarla escapar otra vez. Esta vez hará lo que haga falta para no perder su segunda oportunidad.

Con estas vacaciones quizás ha vuelto a lo único bueno que conoce. Al desarraigo, al desamparo. A Perla. Eso es todo cuanto ha añorado durante los últimos años: escapar. Pero hay pocos sitios a los que puedas huir cuando tienes pánico, en mayor o en menor grado, a los espacios cerrados y a los espacios abiertos, a la gente y a la soledad.

Todo para Mac son distintos niveles de ansiedad, algunos más soportables que otros.

Así que lo único que quiere que le mantenga conectado al mundo a partir de ahora son dos neumáticos de goma y la única persona que le importa. Lo demás ya está lejos de su rueda trasera. Ningún otro lugar ni otro tiempo parecen interesarle hoy.

Es como si para él este viaje fuera a ser el final de todo. A veces le parece que el billete que acaban de tomar es sólo de ida.

Alcanzan un punto del camino y se estiran tras desmontar. Él enciende enseguida un cigarrillo. Ella mueve el cuello en círculos y arquea la espalda. Dice de comer algo. Él se la comería ahí mismo.

A ninguno de los dos les apetece la hospitalidad distante y silenciosa de los cree. Mac nota que a ella también le queman por dentro las ganas de hacer una fogata de campamento.

Pero acaban de reencontrarse. Están más viejos y cambiados. Los dos tienen algunas canas. Y él ahora tiene arrugas de expresión. Unas cien.

Por esta noche se impone que mantengan cierta distancia y que vayan despacio. Están bastante cortados los dos todavía, conque no habrá otra que alquilar habitaciones separadas, en cuanto les pregunten si eso es lo que quieren. Aquí por defecto los moteros duermen solos.

La pensión está pensada para ofrecer soledad a manta. Por su parte, la gasolinerabar brinda calor y sillas de plástico. Gofres al microondas. Café del malo. Sándwiches envasados al vacío. Botellines de cerveza barata. Ventanas con vistas a los surtidores y al túnel de lavado. Una tele en la que sale un reportero que cubre la liga de hockey y luego un hombre del tiempo que habla de una gigantesca tormenta solar que acaba de producirse y que azotará con brutalidad el planeta dentro de veinticuatro horas. Un camarero agradable que le explica a Perla que si van a continuar viajando hacia arriba será mejor que apaguen ya los teléfonos móviles, porque si siguen en línea recta pronto estarán bajo la última antena de telefonía celular que hay hasta Groenlandia y luego Islandia.

Ellos se sonríen.

Ni han hablado de las comunicaciones ni han traído teléfonos móviles.

Mac no tiene de eso. Perla hizo pedazos el suyo tras llamarle.

Después de las cervezas y un par de sándwiches, se dirigen a la pensión. Aparcan frente a ella y se cuelgan a la espalda las alforjas de las motos. En ellas llevan equipaje para varios días de vida salvaje en un bosque boreal. Comida y bebida. Una pistola de bengalas por si tuvieran que ser rescatados. Recambios básicos para las motos. Sacos para dormir en condiciones de frío extremo. Un aerosol, repelente de insectos. Un arma de fuego, repelente de lobos. Con los osos negros que hay allí arriba, mejor si no se topan.

La pensión la lleva una guapa joven cree. Le alquilan los cuartuchos. El de Mac tiene una ventana junto a la cama. Menos mal.

Se despide de Perla con un abrazo y luego cierra la puerta de su habitación reprimiendo un suspiro. Se tumba, sin quitarse las botas ni la cazadora, en un viejo tálamo compuesto de un dosel, un somier de muelles y un colchón de espuma. Acto seguido, mira las estrellas.

En un pueblo tan pequeño y en estas latitudes, lo mismo pueden verse estrellas de las que no se ven fácilmente en ninguna otra ciudad, piensa Mac.

Fuma y sonríe y mira el cielo y se siente mejor que nunca. No sabe si podrá dormir hoy. Sobre todo con el cacao que están armando los bichos y los animales del bosque que los rodea… Pero de repente cae en que ya no puede oír eso por culpa del acristalamiento de su habitación, que va a dar justo a las coníferas del linde este del pueblo. Si abre la ventana oye aves nocturnas y perros que ladran a la luna, pero mejor si la cierra y así no muere congelado.

Parpadea un par de veces con pesadez. Piensa en la jornada de mañana. Después, abre los ojos de par en par.

Y ve el techo.

Un techo de obra. Vigas paralelas de madera. Ladrillos en cal blanca.

Siente como le sube una llamarada de fuego por el esófago hasta la garganta. Se ahoga. Le falta el aire. Abre la ventana de la habitación y saca medio cuerpo fuera.

Lo abrazan varios grados bajo cero. Si no fuera por la chupa ahora mismo se pelaría de frío.

Mira al cielo hasta que deja de sudar y de hiperventilar. Acto seguido, cae sentado sobre la cama, sin quitar los ojos de encima a las estrellas. Suenan unos pájaros negros de ojos fosforescentes, el viento meciéndose en la copa de los árboles, el murmullo del bosque mofándose de todo.

Y voces.

Afuera oye voces. Hay gente, bastante gente, moviéndose muy cerca, alrededor de la pensión.

Deben de ser casi una docena. Mac oye muchas pisadas, justo bajo su ventana. Escucha cómo intentan hablar en voz baja, pero tanta gente junta no puede moverse sin levantar un rumor sordo que alguien podría oír… si no fuera por el aislamiento térmico y acústico de las troneras de la pensión.

Aun así, hace falta estar rematadamente idiota como para mantener abierta la ventana con esta rasca, por lo que Mac no cree que se molesten en mirar.

Huy. Se mueven, con toda impunidad. Dicen cosas en cree.

Maldita sea, tienen que ser un montón de gente. Dos docenas. ¿Tres? Esto no es normal. ¿Adónde van, si esto es el final del pueblo? ¿Qué hacen a estas horas?

Mac aguza el oído al máximo. Examina con cuidado el bisbiseo de las voces tan extrañas y chasqueantes de los cree, el oleaje de sus pies sobre la grava del camino. Se siente un náufrago y, ahí afuera, está subiendo la marea de un mar de gente.

Hace un esfuerzo por serenarse y enciende otro cigarrillo. Piensa en la petaca de Jack Daniel’s que suele ayudarle a entonar el día por si entra un cliente pesado y tiene que parecer un ser sociable y desinhibido. Echaría un trago con mucho gusto, pero se ha propuesto no pasarse con el alcohol en este viaje. Tampoco se ha traído su arsenal de pastillas. Ha estado hasta a punto de dejarse el tabaco en casa.

Así que se levanta y mira abajo, a la calle. Al camino de grava que rodea la pensión.

Tras él, el bosque sin espesar. Árboles y calveros a partes iguales. La taiga de estos territorios, siempre rala y sin fronda.

Una horda de lugareños que atraviesan la grava y se zambullen a oscuras en lo verde. Se meten en la arboleda.

Sin más.

Los indios se están largando, se cuelan entre los árboles. Desaparecen. Hay un pequeño grupo de ellos que lo hace portando sobre la cabeza un arcón de madera.

Que parece un ataúd.

Es un ataúd.

A ver si esto es un entierro. O algo realmente siniestro. Porque la taiga a estas horas es más negra que el hambre.

Qué cosa más rara.

Mac se sienta de nuevo en la cama y, tras cerrar la ventana, se tumba. Vuelve la mirada a las estrellas.

Han pasado más de diez años desde la última vez que las veía en libertad. Las mira y es como en los tiempos en los que Perla y él escapaban del mundo. Sólo que ahora ya no lo entienden, en absoluto.

Sobre las estrellas, una fina cortina de radiación roja sangre baila la danza de los velos para Mac. Sólo para Mac.

La aurora boreal le está enseñando sus curvas. Igual tiene algo que ver con la tormenta solar esa de la que hablaba el hombre del tiempo. Una «eyección de la masa coronaria», o algo así.

La gente está ahora viendo la tele o follando o metiéndose en un bosque oscuro que no va a ninguna parte. En las noticias igual les avisan de que el sol está a punto de salpicarles, pero luego seguro que no les dan el pase en directo.

Ellos se lo pierden, porque esta pirotecnia natural es preciosa.

Mac se pregunta si todos esos cree habrán salido al bosque a contemplar el fenómeno este. Bien lo vale… Pero tampoco piensa que los astrólogos cree sepan mucho de tormentas solares. Intuye que únicamente él puede ver la aurora boreal en este momento del mundo.

Es excitante.

Un pase privado, un fuego que acaricia las estrellas cuando solo las miran sus ojos.

Esta es la primera de tres noches en las que va a alucinar como nunca jamás.

Porque hay algo raro que pasa más allá de su cuarto.

Ahí afuera. Los miembros de una organización criminal sin nombre están metiendo un ataúd en un páramo vacío.

Pero los cree no son los únicos que han parado esta noche en este sitio para preparar su viaje hacia el desierto boreal.

Mac y Perla van directos a esa misma nada.

Esta es la historia de un rendez-vous en el infierno.