23

—Un café irlandés es lo que necesitamos, y McBell’s el sitio al que debemos ir.

McBell’s está en el Village a la altura de la Sexta Avenida, a un par de manzanas de la calle Ocho, y allí fue a donde le dijimos al taxi que nos llevara. No es especialmente difícil encontrar un taxista de Brooklyn dispuesto a llevarte a Manhattan, aunque puede serlo convencer a un taxista de Manhattan de que te lleve a Brooklyn, lo cual sólo sirve para probar una vez más que vivimos en un universo injusto. Toda una novedad.

Para entonces el tumulto y el griterío ya se habían calmado; los vencedores y los vencidos ya se habían marchado. Los vencedores eran en este caso Ray Kirschmann y un par de acólitos procedentes de la comisaría del distrito que él había llamado para que le ayudaran con los vencidos. De estos había unos cuantos: Murray Feisinger, Herbert Franklin Colcannon, George Edward Conejo Margate y, por supuesto, Marilyn Margate y Harlan Reese.

Jessica y Clay nos invitaron a ir a su piso junto con el resto de los asistentes a la ceremonia, pero les dije que les tomaba la palabra y me guardaba la invitación para otro día. Tampoco pasamos mucho tiempo hablando con los tres hombres que integraban la delegación de Filadelfia. Al parecer no iba a presentarse ningún cargo contra Howard Pitterman, quien era un buen director cuando no se dedicaba a robarle el ganado a su jefe. Creí adivinar que Milo Hracec iba a obtener una buena tajada gracias a aquel asunto y me enteré de que se había llegado a un acuerdo para que Ray Kirschmann se embolsara diez mil dólares el mismo día en que la moneda volviese a su legítimo dueño. El procedimiento normal habría obligado a confiscar la moneda como prueba, pero a veces puede evitarse recurrir al procedimiento normal si se proporciona la debida motivación al policía adecuado, y Gordon Ruslander había accedido a proporcionar la debida motivación.

El taxista cruzó el puente de Brooklyn, que ofrecía una vista gloriosa en un domingo glorioso. Yo iba sentado en el centro, con Denise a mi derecha y Carolyn a mi izquierda, y pensaba en lo afortunado que era. Había resuelto dos asesinatos, y uno de ellos era el de un amigo mío. Me había confesado culpable de un robo en una sala llena de gente y ni siquiera tenía que preocuparme de que fueran a acusarme. Por si fuera poco, me dirigía a Manhattan con la mujer con quien estaba saliendo de un lado y mi mejor amiga del otro, y encima estas habían dejado de atacarse mutuamente. ¿Qué más podía pedir?

Carolyn había acertado con el café irlandés. Era lo que necesitábamos, y estaba como debe estar: denso y cargado, endulzado con azúcar moreno, y aderezado con un generoso chorro de whisky irlandés, todo ello coronado no con un escupitajo sacado de un dosificador de espuma de afeitar sino con verdadera nata batida a mano. Acabamos el primero y pedimos otro más, y cuando yo estaba sugiriendo que redondeáramos el día con una cena de celebración, siempre que alguien no tuviera otros planes, en cuyo caso…

—Mierda —me interrumpió Denise. Estábamos sentados los tres en torno a una mesa diminuta con espacio suficiente para nuestras tres tazas y un cenicero de gran tamaño que ya estaba casi lleno de todos los Virginia Slim que se había fumado. Apagó uno más, echó la silla hacia atrás y dijo—: No aguanto más.

—¿Qué sucede?

—Que estoy nerviosa, eso es todo. Seguid hablando, ¿vale? Me voy a casa para que mi hijo no se olvide de mi cara. Vosotros quedaos. Pasa luego por casa, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —contesté.

Pero no me lo había dicho a mí. Se lo había dicho a Carolyn, quien titubeó por un momento y luego hizo un rápido gesto de asentimiento.

—Bien —dijo Denise. Cogió su bolso, respiró hondo, puso una mano sobre la mesa para apoyarse e, inclinándose, dio a Carolyn un pequeño beso en la boca. Seguidamente, con las mejillas rojas como la grana, dio media vuelta y salió de la cafetería a grandes zancadas.

Durante varios minutos nadie dijo nada. Luego Carolyn consiguió llamar la atención del camarero y pidió un martini. Pensé en tomarme otro yo, pero en realidad no me apetecía. Todavía tenía media taza de café irlandés delante y tampoco me apetecía mucho acabármela.

—Un par de cosas, Bern… —dijo Carolyn—. ¿Cómo averiguaste que Marilyn Margate había organizado todos esos robos?

—Imaginé que conocería a la señora Colcannon. Cuando apareció en mi piso con una pistola en la mano y me acusó del asesinato, utilizó su nombre de pila, Wanda, por lo que supuse que serían amigas. Pero luego pensé: ¿qué clase de persona anima a su hermano a desplumar la casa de una amiga? Y no podía ser una coincidencia que Conejo y Harlan fueran precisamente a la calle Dieciocho, como tampoco podía serlo que hubieran elegido una hora en que no había nadie en casa. Cuando entré en El Peinado Aparente oí a una mujer hablar sobre un asunto personal y caí en la cuenta de que las mujeres les cuentan todo a sus peluqueras. Así pues, confeccioné una lista de todos los robos similares cometidos en los alrededores de la peluquería.

—Y luego esta mañana, cuando has vuelto a la peluquería, has encontrado algunos de esos nombres en el libro de citas. De todos modos, ¿no es una manera un tanto complicada de hacer las cosas, Bern? ¿No podías simplemente haber llamado a las víctimas de los robos para preguntarles dónde van a cortarse el pelo?

—Lo pensé, pero de ese modo no habría podido demostrar que Wanda acudía a El Peinado Aparente. Además, si no encontraba alguno de los nombres en el libro, siempre podía escribirlos yo mismo.

—Eso se llama falsificar pruebas.

—Lo considero más bien una aportación de pruebas. Por otra parte, podría haberme pegado horas al teléfono sin conseguir hablar con nadie. La gente suele salir los sábados por la tarde. Pero quizá la razón más importante, aparte del hecho de que soy un ladrón y es natural que un ladrón enfoque los problemas desde un punto de vista ladronesco, sea que no quería correr riesgos con la pistola.

—¿La pistola?

—La que Marilyn llevaba cuando estuvo en mi piso. Para mí fue un alivio verla en el cajón. Ella me había dicho que la dejaría en su sitio, pero si no la encontraba, tenía que dar por supuesto que todavía la llevaba en el bolso, lo cual me habría obligado a avisar a Ray a fin de evitar que ella tuviese la oportunidad de sacarla cuando yo pusiera al descubierto el papel que había desempañado en los robos.

—Ya.

—Eh, Carolyn…

—Mierda. Seguro que quieres hablar de lo de Denise.

—No sé si quiero hablar de ello, pero creo que tenemos que hacerlo. ¿No crees?

—Mierda y mil veces mierda. Sí, supongo que sí… —Acabó su martini y miró alrededor buscando infructuosamente al camarero; al final se dio por vencida, dejó el vaso sobre la mesa y dijo—: Bueno, que me cuelguen si sé cómo ha ocurrido. Dios sabe que no lo tenía planeado.

—Pero si ni siquiera te gustaba.

—¿Que ni siquiera me gustaba? No la soportaba.

—Y tú a ella tampoco le caías en gracia.

—Me despreciaba. Me detestaba. Me tenía por una enana que olía a perro mojado.

—Y tú pensabas que era huesuda y desgarbada.

—Bueno, estaba equivocada, ¿no?

—¿Y cómo…?

—No lo sé, Bern —atajó ella recalcando cada palabra. El camarero pasó a toda prisa al lado de nuestra mesa, pero ella lo cogió por la chaqueta y le plantó el vaso vacío en la mano—. Es una urgencia. —Y volviéndose hacia mí, dijo—: Te juro que no sé cómo ocurrió. Supongo que ha habido atracción desde el principio y nuestra hostilidad sólo ha sido una manera de encubrirla.

—El mejor encubrimiento desde Watergate.

—Más o menos. El problema es que me siento de pena, y Denise también. Lo primero que hicimos ayer fue un esfuerzo por tolerarnos mutuamente; había algo en el ambiente, y las dos lo notábamos. Yo decidí restarle importancia, porque sabía que no quería tirarle los tejos. En primer lugar porque estabas saliendo tú con ella y en segundo lugar porque no era lesbiana.

—¿Y entonces?

—Entonces empezó a ponerse cada vez más insinuante, y ya me conoces, Bern, puedo resistir cualquier cosa menos la tentación. Al final fue ella quien me tiró los tejos a mí.

—¿Que Denise te tiró los tejos?

—Pues sí.

—Nunca había sospechado que era lesbiana.

—No creo que lo sea. Si quieres que te diga la verdad, creo que es bastante heterosexual para tener un caniche, pero de momento quiere seguir yéndose a la cama conmigo. Creo que me lo tomaré día a día a ver qué tal va. No creo que sea la aventura del siglo, y si va a acabar jodiendo nuestra amistad, Bern, supongo que lo mejor será mandarla a paseo. Hay mujeres por todas partes, pero ¿dónde voy a encontrar a alguien como tú, que eres mi mejor amigo?

—Da igual, Carolyn.

—No da igual. Es una locura.

—No te preocupes. Lo que teníamos Denise y yo tampoco era la aventura del siglo. Si la llamé el otro día fue porque necesitaba una coartada. No hace falta que se lo digas, pero es cierto.

—Ya lo sabe. Es lo que se dijo a sí misma para justificar el hecho de que nos fuéramos a la cama.

—Bueno, qué demonios…

—¿Estás disgustado?

—No sé exactamente cómo me siento. Confuso. ¿Conoces el chiste del hombre cuya esposa se muere y cuando está hecho polvo en el funeral, su mejor amigo se lo lleva aparte y le dice cómo puede superarlo?

—Me parece que ya lo he oído, pero sigue.

—Pues bien, el mejor amigo le dice que lo superará, que el dolor y la sensación de pérdida desaparecerán, y que al cabo de unos meses empezará a salir de nuevo con otras mujeres hasta que encontrará una que le gustará, se enamorará, se irá a la cama con ella y empezará una nueva vida. Entonces el desconsolado viudo le dice: «Vale, de acuerdo, todo eso ya lo sé, pero dime: ¿esta noche qué voy a hacer?».

—Oh…

—No sé por qué, pero creo que será mejor que descarte a Marilyn Margate. Incluso en el caso de que alguien le pague la fianza, temo que no me recibiría con los brazos abiertos.

—Ahora no, desde luego. ¿Cómo es que le has arrojado a los lobos? No tenías por qué hacerlo, ¿no?

—Bueno, es mejor así. De este modo hay más argumentos para condenar a Colcannon y no quedan cabos sueltos.

—Creía que… Bueno, ya sabes, que los ladrones tienen una especie de obligación moral recíproca y tal… Tanto ella como Harlan y Conejo son compañeros de profesión, así que no me esperaba que fueras a entregarlos a la policía.

—¿Compañeros de profesión? Ya viste lo que hicieron en la calle Dieciocho.

—Ya.

—No son ladrones; son salvajes. Lo mejor que podía hacer por el bien de la profesión era sacarles de ella de una puñetera vez.

—Supongo que tienes razón. —Bebió un trago de su nuevo martini y comentó—: De todos modos tenía una pinta bastante cutre.

—Cierto.

—Vestida de rojo y negro debía de tener aspecto de furcia.

—Poco más o menos.

—Aun así —dijo pensativamente—, puedo imaginarme que le resulte atractiva a quien le guste esa clase de mujer.

—Ajá…

—A mí me gusta.

—A mí también.

—Aunque, por supuesto, no es el único tipo que me gusta.

—Lo mismo digo.

—¿Bernie? ¿No estás enfadado conmigo? ¿No me odias?

—Claro que no.

—¿Seguimos siendo amigos?

—¿Tú qué crees?

—¿Seguimos siendo compañeros de correrías? ¿Sigo siendo tu secuaz?

—Cuenta con ello.

—¿Entonces no hay problema?

—No, no hay problema. Pero dime: ¿qué voy a hacer esta noche?

—Buena pregunta. —Se levantó—. Yo sí sé qué voy a hacer esta noche.

—Dale recuerdos a Denise.

Cuando se hubo ido pensé en tomarme otro café irlandés, o un martini, o un montón de cosas más, pero en realidad no me apetecía beber nada. Un poco del viejo Armagnac de Abel quizá me hubiera seducido, pero no creía que tuviese una botella. Pagué la cuenta, dejé una propina y me fui a dar un paseo.

No dirigí mis pasos conscientemente a Washington Square, pero allí fue adonde me llevaron. Compré un Buen Humor, que era el sabor del mes y tenía algo muy pegajoso por fuera y una especie de crema de chocolate por dentro. Pensé que, si me lo comía, quizá tuviera una de las resacas de azúcar de Carolyn, pero decidí que me importaba un comino.

No sé por qué, pero lo cierto es que no dejaba de cambiar de banco. Me sentaba, y al cabo de unos minutos me sentía inquieto y alzaba el vuelo en busca de otra percha. Miré a los camellos y los borrachos y los drogatas y las madres jóvenes y las parejas de enamorados y los trileros y los proveedores de una cosa u otra. También miré a las personas que hacían ejercicio, las cuales se abrían camino implacablemente por entre los paseantes describiendo interminables circuitos alrededor del parque en el sentido contrario a las agujas del reloj. Miré a los niños y me pregunté (y no por primera vez) de dónde demonios sacarían toda la energía que tenían.

Seguía inquieto. Para variar, tenía más energía que los niños y ningún objeto al que dirigirla. Al cabo de un rato me levanté, pasé al lado de los jugadores de ajedrez y llegué a la esquina de la Cuarta con MacDougal. Iba vestido con un traje, llevaba un maletín, los zapatos me quedaban anchos y tenía pie de Morton, pero, qué diablos, no me importaba.

Me puse el maletín bajo el brazo y eché a correr.

Este punto sería tan bueno como cualquier otro para acabar, si no fuera porque Jessica Garland apareció por la librería al cabo de unos días con los dos libros que yo había llevado a la ceremonia. Me dijo que no era estudiosa de los filósofos moralistas y me preguntó si quería quedarme con los volúmenes de Spinoza y Hobbes en recuerdo de Abel.

—Espero recibir algo suyo tarde o temprano —me dijo—. Al parecer no dejó testamento, y no está claro que yo pueda probar que era su nieta. Tengo cartas suyas, aunque también es posible que las tenga mi madre en Inglaterra, pero no sé si constituirán prueba suficiente. Imagino que mientras tanto sus bienes permanecerán bloqueados. Hasta que el asunto se resuelva no puedo entrar en su piso de ninguna manera.

—Incluso en el caso de que usted herede —dije—, el piso será registrado a fondo. No creo que Abel tuviera derecho de propiedad sobre la mayoría de sus cosas. Lo mejor para usted sería que no encontraran nada. Entre la policía y los de hacienda es posible que se queden con muchas cosas, aunque siempre habrá alguna que se les pase por alto. Me sorprendería que encontraran el dinero que hay dentro del teléfono.

Al ver su cara de perplejidad, se lo expliqué y le conté que en otros lugares había más tesoros ocultos.

—Es probable que desaparezcan antes de que yo pueda verlos —dijo—. Sean objetos robados o no, se los llevarán, ¿no le parece?

—Es probable. Incluso si Abel los compró legítimamente. —No todo el mundo, al fin y al cabo, era tan remiso como yo a robar a los muertos—. Quizá el conserje le deje pasar a usted. Al menos podría llevarse el dinero del teléfono.

—Ya lo he intentado. En cuestiones de seguridad, ese edificio está administrado con un gran rigor. —Frunció el entrecejo y su rostro adoptó una expresión pensativa—. Me estaba preguntando…

—¿Qué se estaba preguntando?

—¿Usted no podría entrar? Después de todo es su especialidad, ¿no? Estoy más que dispuesta a darle la mitad de todo lo que consiga recuperar del piso. Tengo la sensación de que si no hago algo al respecto al final me quedaré con las manos vacías. Entre lo que se lleve la policía, los del Fisco y los impuestos sobre sucesiones… ¿O aquí los llaman impuestos hereditarios? La mitad de algo es bastante más que el total de nada. ¿Cree que podría hacerlo? Al fin y al cabo no es lo mismo que robar, ¿no le parece?

—Es imposible entrar en ese edificio —respondí.

—Lo sé.

—Conozco dos medios para entrar en él, pero ya los he utilizado. Y eso fue antes de que los inquilinos me conocieran de vista, supieran mi nombre y, aún más importante, se enteraran de mi profesión.

—Lo sé —repitió ella, cariacontecida—. ¿He de suponer entonces que no querrá intentarlo?

—No he dicho eso.

—Pero si no hay manera de que pueda entrar…

—Siempre hay un medio de entrar —afirmé—. Siempre hay un medio para hacer saltar una cerradura, para burlar a un conserje y para abrir una caja de seguridad. Si uno es ingenioso y tiene decisión, siempre hay un medio.

Ella me miró con los ojos muy abiertos.

—Parece que el tema le apasiona… —dijo.

—Bueno, yo, eh…

—Lo hará, ¿verdad?

Intenté aparentar que me lo estaba pensando, pero ¿a quién iba a engañar?

—Sí —dije—. Creo que sí.