Por unos segundos nadie abrió la boca. Luego Colcannon dijo a todos los presentes que yo había perdido el juicio.
—¿Por qué estamos escuchándole? —les conminó—. Este hombre ha confesado que es un ladrón y nosotros permanecemos aquí sentados mientras él se dedica a hacer acusaciones de hurto y asesinato. No sé qué pensarán ustedes, pero yo no aguanto más. Me voy.
—Se quedará sin canapés si se va ahora.
Dilatando las aletas de la nariz, se apartó de su silla. Pero en aquel momento una mano le cogió por el codo; se dio media vuelta y sus ojos se posaron en los de Ray Kirschmann.
—No tan deprisa —le dijo este—. ¿Qué motivo hay para no oír lo que Bern tiene que decirnos? Quizá se trate de algo interesante.
—Quíteme la mano de encima —ladró Colcannon. Su ladrido recordaba menos al de un bouvier que al de, por ejemplo, un caniche—. ¿Quién es usted?
—Soy un poli —contestó Ray amablemente—, y Bern piensa que usted es un asesino, y cuando sus pensamientos son de esa naturaleza, suelen ser correctos. Mientras sea él quien tenga el balón, habrá que ver hasta dónde llega con él.
Eso, ¿adónde iba a llegar yo?
—El señor Colcannon tiene razón —dije—. Soy un ladrón o, para ser más exactos, soy un vendedor de libros que intenta redimirse de su mala costumbre de robar. Pero si algo no soy es policía, y es tarea de esta reunir los argumentos suficientes para probar que Colcannon asesinó a su esposa. De todos modos es posible que yo pueda indicarles dónde investigar. Sus finanzas no serían un mal lugar para empezar. Los Colcannon vivían holgadamente y eran propietarios de un buen número de objetos de valor; sin embargo, los ricos tienen dificultades económicas, igual que el resto de la humanidad. Algo que me sorprendió cuando abrí la caja de seguridad fue ver lo vacía que estaba. Sólo había un reloj, un par de pendientes, una moneda rara y un puñado de papeles. Las personas que poseen caja de seguridad suelen llenarla de cosas valiosas, sobre todo aquellas que tienen un perro guardián y creen que su residencia es inexpugnable. Ayer hice unas cuantas llamadas telefónicas y me enteré de que el señor Colcannon ha vendido últimamente algunas de las monedas que había comprado durante los últimos años.
—Eso no prueba nada —respondió Colcannon—. Nuestros intereses cambian. Vendemos un objeto para comprar otro.
—Quizá, pero no me lo parece. A mí me parece que recientemente se ha metido en un par de aventuras importantes; en su caja de seguridad hay unos títulos de acciones con las que ha perdido una gran cantidad de dinero. Además me parece que pagó por el Nickel-V de 1913 una cantidad más elevada que los veinte mil pavos que el señor Pitterman obtuvo por él. Probablemente usted no podía permitirse comprar la moneda cuando esta estaba a la venta, pero tuvo que comprarla porque es un hombre avaricioso, y a menos que Spinoza estuviera totalmente equivocado, la avaricia es una especie de locura, y no está precisamente en peligro de extinción. Compró la moneda y desembolsó el precio en un momento en que estaba intentando reunir dinero para afrontar otras obligaciones. Entonces llevó a la perra a aparear (otro gasto de narices, que sin embargo quedaría amortizado cuando Astrid tuviera cachorros), pero volvió a toda prisa a Nueva York en lugar de pernoctar en Pensilvania. Es posible que tuviera una discusión con su esposa en el teatro o después, durante la cena. Esto es algo que la policía podrá averiguar fácilmente. Da igual; el caso es que entraron en casa y se encontraron con la evidencia de que habían sufrido un robo. Quizá tuvieran pensado vender varios de los objetos de valor robados. Quizá los tuvieran mal asegurados. Es probable que ni siquiera se les hubiera ocurrido subir la póliza del seguro sobre la plata; casi nadie lo hace, de modo que la bonita suma de dinero que habían ganado gracias a la repentina subida del precio de la plata se la llevaron los ladrones la noche del martes. Quizá su esposa hizo en aquel momento algún comentario fuera de lugar que se convirtió en la gota que colma el vaso. ¿O acaso le recordó que una de las pocas cosas que les quedaban en la caja de seguridad era un seguro de vida para los dos? Si uno de los dos moría, el otro cobraría medio millón de dólares. Hay una cláusula de doble indemnización por muerte accidental y las compañías de seguros consideran los asesinatos como accidente, pese a que generalmente se cometen a propósito, lo cual es una contradicción, ¿no le parece? Quizá la primera vez que la golpeó fue resultado de un ataque de ira, pero luego le vino a la cabeza la posibilidad de ganar dinero. Quizá echó un vistazo a las habitaciones desvalijadas de su casa y comprendió que el robo sería una buena cortina de humo para encubrir el asesinato. Es probable que nunca sepamos la respuesta a esa pregunta hasta que usted confiese, lo que es muy probable que haga, señor Colcannon, porque los aficionados suelen hacerlo. Y usted es un aficionado. Es un verdadero profesional en lo que respecta a la avaricia, señor Colcannon, pero un aficionado en el asesinato.
Me refería a la posibilidad de que confesara en la comisaría, no allí mismo. Pero una sombra oscureció su semblante en aquel preciso momento, por lo que decidí callarme por un minuto para darle la oportunidad de hablar o, si lo prefieres, de condenarse.
Le temblaban los labios. Entonces le palpitó un músculo en la sien y dijo:
—No fue mi intención matarla.
Miré a Ray y Ray me miró a mí. Una sonrisa afloró a sus labios.
—Le di un único golpe. En realidad fue un accidente. Estaba despotricando contra mí, hostigándome. Podía ser una verdadera víbora si se lo proponía. Se había casado conmigo por mi dinero, por supuesto. No era ningún secreto. Pero ahora que el dinero faltaba… —Suspiró—. Le propiné un golpe; jamás lo hubiera hecho si Astrid hubiese estado presente, pues me habría arrancado el brazo. Ella cayó al suelo y debió de golpearse la cabeza contra algo.
No estaba mal la historia. Yo había visto las fotos, y a aquella mujer la habían golpeado de manera sistemática hasta matarla. Daba igual, por el momento Colcannon podía componérselas como quisiera. Aquello no era más que el principio. Luego cantaría como un pajarito.
—Luego intenté tomarle el pulso y vi que estaba muerta —prosiguió—. Al principio pensé que mi vida también había llegado a su fin, pero entonces me dije: Bueno, que carguen los ladrones con la culpa. Así pues, la até y me di un golpe en la cabeza. Me resultó difícil dármelo con fuerza suficiente para causarme una herida; pero saqué fuerzas de flaqueza y, tras dejarlo todo preparado, llamé a la policía. Pensé que en cuanto me interrogaran perdería la compostura y hablaría, pero echaron un vistazo y llegaron a la conclusión de que la casa había sido desvalijada por ladrones. Y no me interrogaron.
Ray alzó la vista y puso los ojos en blanco. Al verle, imaginé que algunos miembros de la comisaría iban a enterarse de aquello.
—¡Pero no fui yo quien mató a Abel Cornejo! —De repente Colcannon era la viva expresión del azoramiento—. Y en teoría ese es el motivo por el que estamos aquí, ¿no? Por el asesinato de un receptador de objetos robados. Yo no conocía a Abel Cornejo, ni siquiera había oído hablar de él, y desde luego no lo maté.
—No —dije haciendo un gesto de negación—. Usted no lo mató.
—No sabía que tenía mi moneda. Pensaba que era usted quien la tenía.
—Eso pensaba usted.
—Sí, pensaba que aún la tenía. Ese es el motivo por el que he venido aquí, maldita sea. ¿Cómo puede entonces acusarme de asesinar a Abel Cornejo?
—No puedo hacerlo.
—Pero si…
Ordené a mis ojos que dieran una vuelta por el público y comprobé que este me estaba prestando atención. Miré fijamente al asesino y sólo vi en él el mismo vivo interés que se evidenciaba en los rostros de los demás asistentes.
—Creo que usted habría matado a Abel Cornejo —le dije— si hubiera pensado que de ese modo recuperaría la moneda. Si no me equivoco, esta tarde pensaba matarme en lugar de pagarme doce mil dólares por ella. Pero no sabía que él tenía la moneda ni había manera de que se enterara.
—A menos que Abel se lo dijera —observó Carolyn inesperadamente—. Puede que Abel tratara de venderle la moneda.
Hice un gesto de negación.
—No en aquel momento —dije—. Es posible que intentara llegar a un acuerdo con la compañía de seguros cuando se denunciara la desaparición de la moneda, pero era demasiado pronto para que Abel supiera que el seguro no cubría la desaparición de la moneda y para que se planteara vender la moneda a su presunto propietario. Lo primero que se me ocurrió fue que Abel había invitado a un posible comprador a ver la moneda y que se había formado una idea equivocada de su carácter, hasta el extremo de ser asesinado por sus cuitas. ¿Pero fue eso lo primero que hizo Abel? —Negué con la cabeza y me respondí—: No. Abel había recibido una moneda con un precio de seis cifras. El ladrón que se la había proporcionado la había obtenido en casa de un hombre cuya posesión de la moneda no era conocida. Antes de hacer algo con ella, Abel tenía que determinar si era auténtica o no, y aunque podía hacerse una idea aproximada de ello mediante un examen meticuloso, uno no corre riesgos en tales casos. El lugar donde el señor Ruslander había obtenido la moneda era un museo, y aun así Abel tomó la precaución de hacerle una radiografía para determinar su autenticidad, que era lo menos que podía hacer tratándose de una moneda de dudosa procedencia; en su opinión, determinar la autenticidad de los objetos era el primer requisito de su profesión. Él me dijo que «a una hora más propicia» verificaría la legitimidad de la moneda sin salir del edificio, y yo lo interpreté como que iba a llamar a un experto en numismática para que la examinase y estableciera su autenticidad. El problema era que los expertos no tienen costumbre de ir de visita a una casa a medianoche. Pero no era eso a lo que se refería, sino a que en el mismo edificio había alguien que podía confirmar si se trataba de un Nickel-V. Yo creí que tal vez había un inquilino experto en numismática; pero luego me paré a pensar en ello y caí en la cuenta de que Abel no querría que un experto supiera que tenía la moneda en su poder. El Nickel-V de 1913 es una moneda demasiado rara y conocida, y los verdaderos expertos en numismática son personas con un gran sentido ético que se resistirían a estudiar la autenticidad de una moneda robada con la condición de guardar silencio al respecto. No, lo que Abel necesitaba no era una opinión sino una radiografía.
Observé al público. El asesino permanecía inmutable, hasta el extremo de que casi dudé de mis conclusiones. Pero no tenía de qué preocuparme. Miré a Carolyn y vi que me hacía un vehemente gesto de asentimiento. Lo había adivinado.
—¿Adónde va uno a que le hagan una radiografía? ¿A un laboratorio? ¿A la sala de urgencias de un hospital? ¿A un radiólogo? Imposible sin salir del edificio de Abel. ¿A un dentista? Hay un dentista en el edificio, un tal doctor Grieg, quien, según creo, está especializado en conductos radiculares.
—Es cierto —confirmó la señora Pomerance—. No te hace ningún daño, pero cobra una fortuna.
—Todos cobran una fortuna —añadió otra persona—. Grieg no es peor que los otros.
—Abel tenía dentadura postiza —dije—, así que dudo que requiriera los servicios del doctor Grieg, sean o no razonables sus precios. No obstante, es posible que tuviera amistad con él y hubiese utilizado su aparato de rayos X para examinar monedas raras o joyas. Pero no era paciente suyo y al parecer Abel no tenía amigos íntimos entre los vecinos de su casa. Sin embargo, Abel mantenía una relación profesional con un inquilino del edificio que tenía un equipo de rayos X. Abel tenía problemas en los pies. No sé si tenía pie de Morton o no, ni si sufría condromalacia, pero el caso es que tenía problemas en los pies y que su peso no hacía más que agravárselos. Los zapatos que hay en su armario son todos de encargo y tienen unos complementos en el empeine y otras particularidades que uno no puede comprar al simpático farmacéutico del barrio.
Miré al asesino. Su rostro había perdido su inmutabilidad. Advertí en sus ojos algo parecido a una mirada de alarma, pero la perilla y el bigote me impedían ver el gesto de su boca y confirmar mi impresión. Aun así, estaba prácticamente seguro de que ya no las tenía todas consigo.
—Abel era un paciente habitual de Murray Feisinger —proseguí—. Debía de parecer una mosca blanca al lado de todos los atletas y bailarines que acuden a verle, pero su historial demuestra que pasaba por su consulta con frecuencia. El día de su muerte tenía hora por la mañana.
—¡Eso es mentira! —Feisinger estaba indignado—. No tenía ninguna cita. Era mi paciente, en efecto, y también mi amigo. Por eso he venido aquí, para asistir a lo que creía iba a ser su funeral, no una investigación chapucera. El día de su muerte no tenía hora conmigo.
—Qué curioso. La hora consta en su libro de consultas y en el historial de Abel. —No lo había estado hasta aquella mañana a primera hora, pero ¿qué necesidad había de aclararlo?—. No era la primera vez que utilizaba su aparato de rayos X con fines ajenos a la pedicura, ¿verdad?
Feisinger se encogió de hombros.
—Es posible. Pasaba de vez en cuando por la consulta y me preguntaba si podía utilizarlo. A mí no me importaba. Era mi paciente y amigo, así que le dejaba utilizarlo. Pero la mañana del miércoles no vino a verme y si lo hizo, yo no lo supe. Y, desde luego, no lo maté.
—No fue entonces cuando lo mató. Esperó a que llegara la hora de la comida y se vaciase la sala de espera de su consulta. Entonces subió a su piso y él le hizo entrar. Usted le preguntó si podía echar un vistazo a la moneda y, cuando él se la enseñó, lo mató y se la llevó.
—¿Por qué habría de hacer yo algo así? No me hace falta dinero. Nunca me ha ido mejor en la consulta. Además, no soy coleccionista de monedas. ¿Qué motivo podía tener para matarlo?
—Por avaricia —respondí—. Ni más ni menos. Usted no es coleccionista de monedas, pero no hace falta serlo para saber qué es el Nickel-V de 1913. Todo el mundo ha oído hablar de ella. La mejora que ha experimentado su consulta le ha permitido probar un bocado de la buena vida; usted mismo me lo dijo al tomarme las medidas para los complementos ortopédicos. —¿Y qué iba a ser de esos complementos ortopédicos ahora?, me pregunté. Ya los había encargado y, sin embargo, ¿cómo iban a llegar a mi poder si a mi pedicuro lo condenaban por asesinato y lo ponían a la sombra? Bueno, da igual—. Spinoza tiene la respuesta —dije abriendo el libro por una página marcada—: «Por el mero hecho de que imaginemos que otra persona se deleita con un objeto, amamos ese objeto y deseamos deleitarnos con él. Pero suponemos que el placer en cuestión queda impedido por el deleite que experimenta la otra persona; en consecuencia, nos esforzamos por impedir que lo posea». —Cerré el libro—. En otras palabras, usted se fijó en lo mucho que Abel valoraba aquella moneda y sintió un incontenible deseo de apropiársela. Lo mató y se la llevó, lo cual, si no me equivoco, equivale a impedir que la otra persona posea el objeto.
—No puede demostrarlo —dijo Feisinger—. No puede demostrar nada.
—Es a la policía a quien corresponde demostrarlo. Pero no creo que le cueste mucho trabajo en este caso. Usted no se llevó sólo la moneda. También se llevó los otros objetos que yo robé de la caja de seguridad de los Colcannon: los pendientes de esmeralda y el reloj Piaget. No me sorprendería que estuvieran en algún lugar de su despacho. En el cajón central con cerradura que tiene su escritorio, por ejemplo.
Feisinger me miró fijamente.
—Ha sido usted quien los ha puesto allí.
—¿Cómo podría hacer yo algo así? Además no son esos los únicos objetos que le robó a Abel. También se llevó sus llaves para cerrar la puerta cuando saliera de su piso. Esto fue lo que retrasó el hallazgo del cadáver y lo que le permitió borrar las huellas que había dejado. Me sorprende que no tuviera el buen juicio de deshacerse de ellas.
—Eso fue lo que hice… —dijo. Entonces titubeó e hizo un violento gesto de negación con la cabeza—. Eso que dice es mentira. No me llevé ninguna llave —añadió tratando de disimular—. Y tampoco lo maté, ni le robé la moneda ni las joyas.
—No se deshizo de las llaves, desde luego, porque se encuentran en el cajón junto con los pendientes y el reloj. —Y así era, aunque no era el juego que él se había llevado. ¿Pero a quién le importaba aquello? A él, por lo pronto.
—Me ha tendido una trampa —dijo—. Ha sido usted quien ha dejado allí todo eso.
—¿Y también he dejado la moneda?
—No tengo la moneda.
—¿Está seguro? ¿No la encontrará la policía cuando haga un minucioso registro de su consulta? ¿Está completamente seguro de que no la encontrará? Piénselo bien.
Lo pensó. Supongo que fui convincente y que él tenía mejor opinión que yo sobre la policía y su habilidad para encontrar una aguja en un pajar, ya que a continuación tiró su silla hacia atrás, apartó a la mujer que estaba sentada a su lado de un empujón y echó a correr en dirección a la puerta.
Ray sacó su pistola, pero estaba en mala posición y entre él y Feisinger había demasiadas personas, todas en pie y gritando. Podría haberle dejado escapar: ¿hasta dónde llegaría, con o sin complementos ortopédicos?
Sin embargo, saqué mi pistola, le grité que se detuviera y, al ver que no lo hacía, tranquilicé al muy hijo de perra.