21

—Buenas tardes —dije—. Me llamo Bernard Rhodenbarr. Me encuentro aquí, al igual que ustedes, debido a mi amistad con Abel Cornejo. Nuestro amigo y vecino falleció en su casa la semana pasada, y nos hemos reunido aquí para rendir un último homenaje a su memoria.

Observé a mi público. Había muchas caras desconocidas; supuse que las de más edad pertenecerían a los vecinos de Abel de Riverside Drive, mientras que las jóvenes serían las de los amigos de Jessica que vivían en Cobble Hill. Entre las personas que conocía se encontraba la señora Pomerance, sentada en la segunda fila, y el campechano señor Feisinger, mi pedicuro. A la izquierda estaba Ray Kirschmann sentado al lado de un joven delgado de frente despejada y escasa barbilla. No me hizo falta hacer un gran esfuerzo para adivinar que estaba mirando a George Edward Malgate. Aunque sus orejas no eran más largas que las de cualquier persona y su nariz no sufría contracciones nerviosas, era evidente por qué le llamaban Conejo.

Su hermana Marilyn estaba sentada a la derecha, al final de la primera fila. Tenía aspecto solemne, vestida con una falda negra y un jersey gris oscuro, lo cual no era óbice para que pareciera una puta en misa. El hombre que había a su lado, un patán de cara ovalada y pinta de torpe, debía de ser Harlan Reese.

Denise y Carolyn estaban sentadas juntas al fondo del salón. Carolyn llevaba su chaqueta informal. Denise se había puesto un jersey, pero no podía ver si llevaba falda o pantalón. Del vestido nada, y de la sonrisa menos.

Como principal afectada, Jessica Garland estaba sentada en el centro de la primera fila y tenía a Clay Merriman a su izquierda. Era una lástima que no nos hubiéramos conocido antes de aquella desgraciada circunstancia, pensé. Abel podría habernos invitado a su piso una noche a todos, Jessica, Clay, Carolyn y yo, y podríamos haber engordado un poco comiendo pasteles mientras él nos entretenía con historias sobre la Europa de entreguerras. Sin embargo, y por extraño que pareciera, él jamás había mencionado que tuviera una nieta.

En la tercera fila de la derecha había tres hombres ataviados con trajes negros. El que se encontraba más cerca del centro era alto y algo calvo y tenía nariz larga y labios muy finos. A su lado estaba el mayor de los tres, un caballero de unos sesenta años, de anchas espaldas, cabellos blancos y bigote cano. El tercer hombre, el que estaba más cerca de la nave, era un tipo pequeño de constitución débil y nariz pequeña y redondeada sobre la que reposaban unas gruesas gafas. No los había visto nunca pero estaba prácticamente seguro de saber quiénes eran. Observé al hombre de pelo blanco durante lo suficiente para que se cruzaran nuestras miradas, y aunque su expresión de severidad permaneció inmutable, su cabeza hizo un gesto de asentimiento breve pero inequívoco.

En el extremo opuesto de la segunda fila había otro hombre que conocía. Cara ovalada, bigote recortado, pelo gris teja, boca y nariz pequeñas: le había visto antes, por supuesto, y Jessica había sabido dónde sentarle porque Herbert Franklin Colcannon había tenido la amabilidad de ponerse un clavel en la solapa.

Cuando lo vi sentí un estremecimiento. Con tanto correr de un lado a otro se me había olvidado ir a una floristería antes de que cerraran. Supongo que podría haber entrado en una cerrada aquella misma mañana, pero tal acción habría entrañado un riesgo desproporcionado. Además, acababa de presentarme a los asistentes, de modo que Colcannon ya sabía quién era yo.

—Dicen que nuestro buen amigo se ganaba la vida como receptador de objetos robados —comencé—. Yo, sin embargo, lo conocí como estudioso de la filosofía. Abel Cornejo valoraba especialmente las obras de Spinoza, por lo que me gustaría leer un par de breves pasajes de este autor en su memoria.

Leí los textos del ejemplar encuadernado en cuero que le había regalado a Abel, el mismo que había sustraído el viernes y que había metido en mi maletín la noche siguiente. Eran dos pasajes de un capítulo titulado «Sobre el origen y la naturaleza de las emociones», de contenido bastante árido. Por sus miradas, diría que los asistentes no me prestaron mucha atención.

Cerré el libro de Spinoza, lo dejé sobre el facistol y abrí el otro volumen que había llevado, uno escogido la noche anterior en la biblioteca de Abel.

—Este es uno de los libros de Abel —dije—. Se trata de una antología de la obra de Thomas Hobbes. Aquí tengo un pasaje de los Rudimentos filosóficos acerca del gobierno y la sociedad que él subrayó: «La causa del temor mutuo consiste, por una parte, en la igualdad natural de los hombres y, por otra, en su voluntad de hacerse daño los unos a los otros; esto trae como consecuencia que no podemos esperar de los otros ni prometernos a nosotros mismo la menor seguridad. Pues si observamos a los hombres maduros y consideramos lo frágil que es la estructura de nuestro cuerpo, que al extinguirse, todo su vigor, fuerza y sabiduría se extinguen con ella, y cuán fácil es incluso para el hombre más débil matar al más fuerte, no hay razón para que un hombre que depende de su propia fuerza piense que la naturaleza le ha creado por encima de los demás. Son iguales, y pueden hacerse cosas iguales los unos a los otros; y aquellos que pueden hacer la cosa más importante, esto es, matar, también pueden hacer cosas iguales».

Salté a otro pasaje señalado.

—Esto es del Leviatán —dije—: «En la naturaleza del hombre encontramos tres causas de disputa fundamentales. La primera: la competición; la segunda: la falta de confianza; la tercera: la gloria. La primera lleva al hombre a la invasión para obtener ganancias; la segunda para obtener seguridad y la tercera para obtener reputación».

Coloqué el libro de Hobbes junto al de Spinoza.

—Abel Cornejo fue asesinado por la ganancia —proclamé—. Y la persona que le asesinó se encuentra aquí mismo. En esta sala.

Mis palabras surtieron efecto. Tuve la impresión de que todos los asistentes contenían la respiración al mismo tiempo. Clavé la mirada por un momento en Carolyn y Denise. Ellas ya sabían lo que se preparaba, pero mi anuncio les había afectado de igual manera, y se habían aproximado un poco la una a la otra como si el dramatismo del momento hubiera dejado su aborrecimiento mutuo en un segundo término.

—Abel fue asesinado por una moneda de cinco centavos —proseguí—. Todos los días se mata a gente por sumas de dinero irrisorias. Sin embargo, esta moneda de cinco centavos no era irrisoria en absoluto. Valía aproximadamente un cuarto de millón de dólares. —Los asistentes volvieron a contener la respiración todos a una—. El martes por la noche dicha moneda llegó a poder de Abel. Doce horas más tarde Abel estaba muerto.

Seguidamente les conté la historia de los cinco legendarios Nickel-V de 1913.

—Una de estas monedas acabó en la caja de seguridad de un hombre que vive en una casa situada en Chelsea. Este hombre y su esposa habían salido de la ciudad, y no se esperaba que volvieran hasta el día siguiente. El martes por la noche, en su ausencia, un par de ladrones entraron en su casa por un tragaluz y la desvalijaron.

—¡No nos llevamos ninguna moneda! —Los asistentes volvieron la cabeza y clavaron la mirada en Conejo Margate—. ¡Ninguna! —repitió—. ¡Y no abrimos ninguna caja de seguridad! La encontramos, eso sí, pero no conseguimos taladrarla ni abrirla con una palanca ni nada de nada… No sé de qué mierda de moneda está hablando.

—Ya…

—Y no matamos a nadie. No hicimos daño a nadie. No había nadie en la casa cuando entramos en ella, y nos fuimos antes de que llegara nadie. No sé de qué coño de asesinato y de moneda está hablando.

Se sentó pesadamente en su silla. Ray Kirschmann se giró para susurrarle algo, y Conejo dejó caer los hombros con desaliento. No sé qué le diría Ray, aunque es probable que le indicara que acababa de confesar delante de Dios y de todo el mundo que había cometido el robo.

—Eso es cierto —dije—. Los primeros ladrones, Conejo Margate y Harlan Reese —menuda sorpresa se llevó Harlan al oír su nombre—, se contentaron con cometer un robo y un acto de vandalismo. Poco después de que se fueran, apareció en la casa un segundo ladrón. Este, un individuo más refinado y habilidoso que Margate y Reese, fue directamente a la caja de seguridad, la abrió y extrajo de ella unos pendientes, un valioso reloj de pulsera y la moneda de cinco centavos. Seguidamente llevó todos estos objetos al piso de Abel, donde los dejó en depósito.

No tenía ningún sentido decir que habíamos obtenido algo de dinero por el reloj y los pendientes. No había necesidad de contarle a aquella gente hasta el último detalle.

—Mientras el segundo ladrón entregaba el contenido de la caja de seguridad a Abel Cornejo, el dueño de la moneda y su esposa regresaban a casa. Habían hecho un cambio de planes del que ninguno de los ladrones tenía por qué estar enterado, de modo que entraron en una casa que más bien parecía Roma después del saqueo de los godos; lo que también hicieron fue sorprender in fraganti a otro ladrón. Este Tercer Ladrón golpeó al hombre y la mujer y los ató, y cuando el hombre recuperó el conocimiento y logró soltarse, descubrió que su mujer estaba muerta.

Miré a Colcannon, y él me la devolvió con rostro inmutable. Tuve la impresión de que hubiera preferido estar en cualquier otra parte, y dudo que pensara que iba a tener ocasión de recuperar su moneda, al menos aquella tarde. Parecía un hombre que quiere salirse de una mala película pero tiene que quedarse para enterarse del final.

—El propietario de la moneda llamó a la policía, por supuesto. Le dieron la oportunidad de ver al autor del segundo robo pero no pudo identificarlo. Seguidamente identificó a uno de los participantes en el primer robo.

—¡Eso fue una trampa! —exclamó Conejo Margate—. No me ha visto nunca. Fue todo un montaje.

—Digamos que fue una equivocación —sugerí—. El caballero estaba sometido a una gran tensión nerviosa. Había perdido a su mujer, su casa había sido desvalijada y echaba en falta una moneda valorada en una fortuna. Lo que voy a decir a continuación es muy interesante —proseguí, mirando a Colcannon—. El caballero no mencionó la moneda a la policía. No les dijo ni una sola palabra al respecto. A fin de reclamar el seguro, una persona ha de denunciar los robos a la policía, pero esta circunstancia era irrelevante en este caso, por cuanto la moneda no estaba asegurada. Y no lo estaba por un buen motivo: el caballero no tenía derecho a su propiedad.

—Esto ha ido demasiado lejos —dijo Colcannon, y consiguió sorprenderme a mí y al resto de los asistentes. Se puso en pie y me miró con gesto de furia—: No sé cómo he permitido que me engañen para venir aquí. Yo no conocía al señor Cornejo. Me han traído aquí con un pretexto falso. Yo no he denunciado la pérdida de un Nickel-V de 1913 ni firmé ninguna póliza de seguros para dicha moneda por una razón mucho más poderosa que la que usted ha sugerido: esa moneda nunca ha obrado en mi poder.

—Eso mismo fue lo que estuve a punto de creer en un principio —reconocí—. Yo sabía que tenía una moneda, pero pensaba que quizá fuera falsa. Traté de localizar los cinco Nickel-V para averiguar cuál era la que usted había comprado y resultó que todas tenían dueño. Cuatro pertenecen a colecciones de museo y la quinta es propiedad particular. Esta última está desgastada debido al uso y es fácil distinguirla de las otras, y desde luego no se trata del ejemplar que yo me llevé de su caja de seguridad.

Todos los asistentes contuvieron la respiración. Había mandado mi anonimato a freír espárragos y ahora todo hijo de vecino sabía quién había sido el autor del segundo robo. Bueno, son cosas que pasan.

—Pero estudié la moneda con detenimiento —proseguí— y no conseguí convencerme de que fuera falsa. Así pues, seguí investigando e invité a cuatro personas relacionadas con los museos a que examinaran sus monedas; tres me dijeron que sus monedas tenían un aspecto estupendo, gracias. El cuarto museo, sin embargo, tenía en la vitrina una moneda falsa.

Miré a los hombres de traje oscuro. El que estaba sentado cerca de la nave, el individuo de la nariz pequeña y redondeada que llevaba gafas gruesas, era Milo Hracec. Al reconocer mi señal, dijo:

—No es una mala falsificación. La hicieron a partir de un ejemplar de prueba de cinco centavos fechada en 1903. Borraron el 0 y soldaron un 1 en su lugar. Hicieron un buen trabajo. Se podía exponer en la vitrina sin que nadie tuviera motivos de sospecha. Sin embargo, nunca hubiéramos podido venderla como una moneda auténtica.

El hombre del pelo blanco carraspeó.

—Me llamo Gordon Ruslander —proclamó—. Cuando el señor Hracec me informó de su descubrimiento, me cercioré de inmediato. Está en lo cierto; la moneda no es una mala falsificación, pero tampoco deja lugar a muchas dudas si se examina con detenimiento. Desde luego no se trata de la moneda que cambié por un cuadro de la Sociedad Histórica de Baltimore. Aquella moneda era un ejemplar auténtico. Sabía que no tratarían de endilgarme una falsa, pero aun así encargué una radiografía y comprobé que era auténtica. La moneda por la que la han sustituido no tiene que pasar por el examen de una radiografía, porque es a todas luces fraudulenta.

—¿Qué hizo usted después de ver la moneda?

—Fui a casa del director y le expuse los hechos —contestó. El hombre que estaba a su lado, el de la nariz larga que estaba algo calvo, pareció encogerse en su silla—. Sabía que Howard Pitterman había pasado una mala época —prosiguió Ruslander—. Había tenido dificultades al divorciarse y algunos reveses en sus inversiones. Sin embargo, no había sido consciente de lo duras que habían sido sus circunstancias, porque en tal caso le habría ofrecido ayuda sin dudarlo. —Frunció el entrecejo—. Lo que hizo fue afrontar la situación por su cuenta y riesgo. De eso hace ya un par de meses. Sustituyó el Nickel-V de 1913 por una moneda falsa y vendió nuestra pieza más rara e importante por una mínima parte de su valor.

—Obtuve veinte mil dólares por ella —dijo Howard Pitterman con voz trémula—. Debí de perder el juicio.

—No sé quién es ese hombre —afirmó Colcannon—. Es la primera vez que lo veo en mi vida.

—Si ese es el hombre que compró la moneda —dijo Pitterman—, no fui yo quien se la vendió. Yo se la vendí a un tratante de Filadelfia, un hombre de dudosa reputación. Quizá fue él quien se la vendió al señor Colcannon o quizá pasó antes por otras manos. No lo sé. De todos modos puedo darles el nombre del tratante, aunque preferiría no hacerlo; no creo que admita nada y yo no puedo probar que fue él quien me compró la moneda. —En aquel momento se le quebró la voz—. Me gustaría ayudar de alguna manera —añadió—, pero me parece que no hay nada que pueda hacer.

—Insisto —dijo Colcannon—. No conozco en Filadelfia a ningún tratante en monedas de mala reputación. Son pocos los que conozco que la tengan buena. Conozco a Ruslander por su reputación, por supuesto, en su calidad de fundador del Museo de Numismática Internacional y Americana y propietario de la Casa de la Moneda Liberty Bell, pero no le conozco personalmente, ni a él ni a sus empleados.

—¿Entonces por qué llamó ayer a Samuel Wilkes?

—No conozco a ningún Samuel Wilkes.

—Tiene una oficina en Rittenhouse Square —dije— y se ocupa de monedas y medallas. Si se puede definir su reputación de alguna manera es como dudosa. Ayer le llamó usted a su casa y dejó su nombre; luego llamó a su oficina y al Museo de Numismática Internacional y Americana. Hizo todas estas llamadas desde su casa, y como son conferencias habrá quedado constancia de ellas.

Por supuesto que habría quedado constancia de ellas. Colcannon me estaba mirando fijamente, sin alcanzar a comprender cómo podía haber constancia de unas llamadas que nunca había hecho.

En cualquier momento recordaría que le habían sacado de casa con el pretexto de que tenía que acudir apresuradamente a una cita en la esquina de Madison Avenue con la calle Setenta y nueve; incluso podía descubrir que había tenido visitas en su ausencia; sin embargo, ahora parecía contentarse con negarlo todo.

—Es la primera vez que oigo hablar de ese Wilkes —dijo—. Nunca le he llamado, y desde luego nunca he llamado al Museo.

—¿Pero qué importa eso, Bern? —Era Ray Kirschmann. Yo no estaba muy seguro de que comprendiera muy bien todo lo que se estaba diciendo—. Si Cornejo fue asesinado por esa moneda de cinco centavos, todo encaja, pero ¿a quién le importa cómo llegó la moneda a la caja de seguridad? Cornejo fue asesinado después de que la robaran.

—¡Ah! —exclamé—. Lo que importa es que nadie sabía que estaba en la caja de seguridad. Nadie excepto el Tercer Ladrón.

—¿Quién?

—Conejo Margate y Harlan Reese no tenían conocimiento de la existencia de la moneda —proseguí—. Todo lo que sabían era que los Colcannon iban a estar fuera de la ciudad aquella noche. Y lo sabían porque Wanda Colcannon iba a cortarse el pelo a un salón de belleza llamado El Peinado Aparente, donde trabaja la hermana de Conejo, Marilyn. Y hay que decir que trabaja muy bien. De las clientas a las que ha atendido durante el último año y medio, ocho han sufrido robos en su casa mientras estaban de vacaciones fuera de la ciudad. Los ocho robos han sido cometidos según el mismo modus operandi: entrada violenta en la casa, robo lleno de torpezas y una pauta de vandalismo casi premeditada. Marilyn se limitaba a aguzar el oído cuando sus clientas comentaban que iban a salir de la ciudad, y luego pasaba la información a su hermano. El asunto no tenía mayor complicación. ¿De qué sirve pedir que no traigan la leche y dejar las luces encendidas con un temporizador si el hermano de la encantadora jovencita que te corta el pelo es un ladrón?

Al decir esto evité mirar a Marilyn y me fijé en Carolyn.

—Wanda tenía la costumbre de pasar por mi librería cuando llevaba su perra a un establecimiento que hay en la misma calle para que la cepillaran. —Era mejor no meter a Carolyn en aquel asunto—. La última vez que la vi, mencionó por casualidad que iba a llevarse a la perra fuera de la ciudad para aparearla. Así pues, al igual que Conejo y Harlan, obtuve la información confidencial. Tanto ellos como yo sabíamos que los Colcannon iban a pasar la noche fuera. Sin embargo el Tercer Ladrón no lo sabía: el tercer ladrón estaba esperando a que los Colcannon volvieran a casa. Desde que caí en la cuenta de que en este asunto había un tercer ladrón, he pensado en él con iniciales mayúsculas, como el asesino de Macbeth, ¿saben? Shakespeare no da a su personaje mucho papel en la obra, por lo que las pruebas no son muy sólidas; no obstante, una escuela crítica sostiene que el Tercer Asesino es en realidad el mismo Macbeth.

La sala quedó sumida en el silencio. He de reconocer que fue uno de los silencios más logrados.

—Esta fue una pista que me proporcionó el subconsciente —proseguí—, aunque me costó cierto tiempo atar cabos. El Tercer Ladrón no podía ser alguien que tuviera información confidencial, ya que en tal caso habría sabido que no podía esperar a los Colcannon aquella noche. Y que alguien se hubiera colado por el tragaluz por pura casualidad y se hubiese quedado rondando por la casa hasta cometer el asesinato me parecía… bueno, una coincidencia excesiva. Sin embargo mi subconsciente estaba tratando de decirme algo, y por fin logré comprenderlo. Tanto si la intención de Shakespeare era que el Tercer Asesino fuese Macbeth como si no, nuestro Tercer Ladrón fue Herbert Franklin Colcannon.

Se puso en pie.

—¡Está loco! —exclamó—. Loco de atar. ¿Está tratando de decir que organicé un robo en mi propia casa? ¿Que me robé a mí mismo una moneda inexistente?

—No.

—¿Entonces…?

—No hubo un tercer robo —dije—. Conejo y Harlan robaron todo lo que encontraron y yo me llevé los tres objetos de su caja de seguridad. No hubo más robos en su casa la noche del martes. No se cometió un tercer robo, no hubo el tal Tercer Ladrón ni nadie que le golpeara a usted en la cabeza y le atase. A su esposa la mató usted mismo.