—Era un hombre de modales europeos —dijo la señora Pomerance—. Siempre tenía una sonrisa en los labios y una palabra amable que decirte. El calor del verano le molestaba, y a veces saltaba a la vista que le dolían los pies por la forma que tenía de andar; sin embargo, nunca se le oía pronunciar una palabra de queja. No como otros de los que podría hablarle.
Escribí «verdadero caballero» y «ni una sola queja» y, al alzar la vista, advertí que la señora Pomerance me estaba mirando a hurtadillas. El hecho de no saber de qué me conocía la inquietaba. Como yo era el sincero sacerdote cuya visita Jessica Garland le había anunciado por teléfono, el atento joven que estaba reuniendo datos para escribir un panegírico sobre Abel Cornejo, no se le había ocurrido que también podía ser el hijo de los Stettiner que había bajado con ella en ascensor el día anterior. Pero si era el padre Rhodenbarr, de Cobble Hill, ¿por qué mi cara le resultaba tan familiar?
Estábamos en el pisito de la señora Pomerance, sentados en unas mullidas sillas tapizadas y rodeados por un excesivo número de muebles, por alegres fotografías de sus nietos y por una multitud de figurillas rosáceas. Durante unos veinte minutos se dedicó a hablar bien de los muertos y mal de los vivos, aprovechando la oportunidad para dar un buen repaso a los vecinos de su edificio. La señora Pomerance vivía sola, ya que su querido Moe estaba criando malvas.
Eran aproximadamente las ocho y media cuando rehusé la segunda taza de café y me levanté de la silla.
—Me ha sido usted de gran ayuda, señora Pomerance —le dije—. Espero verla mañana en el funeral.
Mientras me acompañaba a la puerta me aseguró que no faltaría.
—Será interesante ver si utiliza todo lo que le he dicho —me comentó—. No, tiene que girar también el tirador de arriba. Eso es. ¿Sabe una cosa? Su cara me recuerda a alguien.
—¿Al hijo de los Stettiner?
—¿Lo conoce?
Hice un gesto de negación con la cabeza.
—No, pero me han dicho que nos parecemos.
Cuando salí, la señora Pomerance cerró la puerta y echó la llave. Avancé por el pasillo, abrí la puerta del piso de Abel con una ganzúa y entré. Estaba tal como lo había dejado, aunque más oscuro, por supuesto, ya que la luz del día no entraba a raudales por las ventanas como la anterior vez.
Encendí las luces. En circunstancias normales no habría hecho algo así, al menos no sin correr las cortinas, pero los edificios más cercanos estaban situados en la otra orilla del río, así que ¿quién iba a verme?
Hice un registro superficial del piso, no la batida en toda regla que había llevado a cabo el día anterior. Miré en el armario del dormitorio, curioseé aquí y allá e hice una nueva visita al humidificador de puros. Luego eché un vistazo a la biblioteca, pero no en busca de objetos robados, sino de algo que leer.
Me habría gustado encontrar mi novela de Robert B. Parker, pues habría disfrutado enterándome de qué le sucedía al bueno de Spenser, quien era capaz de correr sin llevar complementos ortopédicos y de levantar pesas sin herniarse. Pero en aquel piso era más difícil dar con novelas de entretenimiento que con un Nickel-V de 1913, y un buen número de libros que podían haber tenido interés lo perdían a causa de mi incapacidad para leer alemán, francés o latín.
Acabé leyendo el Estudio sobre el pesimismo de Schopenhauer, que distaba de ser el tipo de texto que tenía en mente. El libro era un ejemplar barato, una manoseada edición de Modern Library cuyo texto Abel o su anterior dueño había subrayado a conciencia y, de vez en cuando, señalado con un signo de exclamación en el margen allí donde algo le había llamado la atención.
«Si un hombre se dedica a odiar a todas las desgraciadas criaturas con que se encuentra, no le quedará mucha energía para nada más; cuando puede desdeñarlas a todas sin excepción con la mayor comodidad».
Aquello me gustó bastante, pero un poco de Schopenhauer ya es mucho Schopenhauer. Pensé en poner algo de música, pero decidí que haber encendido algunas luces ya entrañaba todos los riesgos que estaba dispuesto a asumir por el momento.
Aunque una copa del viejo Armagnac me habría sentado bien, lo que bebí fue un poco de leche. Entre las diez y las once apagué las luces del salón, fui al dormitorio y me desnudé.
La cama estaba hecha con esmero. Supongo que la habría hecho el mismo Abel la última mañana de su vida al levantarse. Puse el despertador a las dos y media, me deslicé bajo las sábanas, apagué las lámparas y me dormí.
El despertador me interrumpió un sueño por la mitad. No recuerdo sobre qué versaba, aunque lo más probable es que tuviera que ver con un allanamiento de morada, ya que mi mente no tardó en incorporar el aullido del despertador en él, donde se convirtió en una alarma antirrobo. Moví la mano a tientas repetidas veces buscando la manera de apagar la alarma del sueño, hasta que al final logré salir de este y extendí la mano para apagar el despertador. Para cuando di con él, había dejado de sonar por iniciativa propia.
Estupendo. Permanecí sentado durante varios minutos en la oscuridad esperando que a nadie le hubiera extrañado el ruido de la alarma. No creo que la oyera nadie. Los edificios antiguos como aquel están construidos a prueba de ruidos. Yo desde luego no oí nada, y al cabo de un rato encendí la lámpara, me levanté y me vestí. Esta vez me puse las Puma en lugar de los zapatos negros de puntera perforada. Y los guantes.
Salí del piso de Abel, apretando el botón del picaporte para evitar que corriera el pestillo cuando yo cerrara la puerta. Avancé por el pasillo, pasé por delante del ascensor y llegué a las escaleras; bajé siete plantas y me dirigí al 3-B.
No se veía ninguna luz por la rendija de la puerta. Tampoco se oía ningún ruido dentro. La puerta sólo tenía una cerradura, que podría haber llevado al parque para venderla como algodón azucarado. Entré.
Diez minutos más tarde salí y cerré con llave. Subí siete plantas y volví a entrar en el piso de Abel mediante el sencillo recurso de girar la manilla. Cerré con llave, me quité mis leales Puma junto con todo lo demás, puse el despertador a las siete y me metí de nuevo en la cama.
No lograba conciliar el sueño. Me levanté, encontré una bata en el armario y me la puse. Me di cuenta de que en todo el día no había comido lo suficiente para alimentar a un canario, por lo que fui a la cocina, me zampé lo que quedaba del pastel de la Selva Negra y acabé el brick de leche. Volví a la cama y me dormí.
Desperté antes de que sonara el despertador. Me duché rápidamente, encontré una maquinilla de afeitar de usar y tirar y me afeité. Me causaba una sensación extraña vivir en el piso de Abel; parecía como si me hubiera colado en la vida que mi viejo amigo había abandonado recientemente. Sin embargo, evité cualquier meditación al respecto. Me preparé una taza de café instantáneo, la bebí y me vestí. Me puse nuevamente los zapatos y guardé las Puma en el maletín junto con otro libro que había hojeado.
Ni el ascensorista ni el conserje se extrañaron de mi presencia. Aunque era la primera vez que me veían, lo cierto es que estaba saliendo a una hora civilizada de la mañana, e incluso en un viejo y conservador edificio de Riverside Drive es muy probable que viva más de un inquilino de cualquiera de los dos sexos que invita de vez en cuando a un desconocido a subir a su piso para pasar la noche y abandonarlo a solas a primera hora de la mañana.
El Peinado Aparente estaba situado en la Novena Avenida, a unos cuantos números al norte de la calle Veinticuatro, junto al restaurante Chelsea Commons. Estaba cerrado, por supuesto, con una reja plegable parecida a la que yo tenía en Barnegat Books, asegurada con un candado. Me detuve a la vista de los transeúntes y empleé un trozo de alambre de acero para hurgar en el candado y abrirlo.
Nadie se fijó en mí. Estaba a plena luz y parecía que iba a hacer un día precioso. Iba bien vestido y tenía aspecto de persona respetable, por lo que a ojos de cualquier persona yo estaba utilizando una llave perfectamente legítima en lugar de una ganzúa. En fin, que fue pan comido.
Poco más o menos como lo fue forzar la cerradura de la puerta. Me costó un minuto más, pero no me resultó especialmente complicado.
Abrí la puerta y la alarma se disparó.
Bueno, son cosas que pasan, tanto en la vida real como en los sueños. Me había fijado en la alarma la tarde del día anterior, cuando había ido a visitar a Marilyn Margate y había tenido el tiempo suficiente para encontrar el interruptor situado en la pared al lado de la primera silla. Entré en el establecimiento, avancé directamente hacia el interruptor y acallé el estridente aullido.
No había nada de qué preocuparse. Probablemente los vecinos ya estaban acostumbrados a ese tipo de cosas. Los propietarios de pequeños negocios siempre hacen saltar las alarmas de sus establecimientos cuando abren. La gente sólo llama a la policía cuando la alarma salta a medianoche o suena durante largo rato sin que nadie la silencie. En los demás casos dan por supuesto que todo está bien.
Además, ¿a qué idiota se le iba a ocurrir entrar a robar en un salón de belleza?
Pasé más de media hora robando aquel y, cuando me marché, lo dejé todo tal como lo había encontrado, salvo la alarma antirrobo, que no volví a conectar por miedo a que saltara una vez más mientras me iba. No toqué el dinero de la caja (unos cuantos paquetes de monedas y una docena de billetes de dólar) ni tampoco la pistola con la que me había encañonado Marilyn, quien la había dejado en el cajón de su jefa. Allí fue donde se quedó.
Limpié las superficies que pudiera haber tocado (los guantes no pegaban con mi atuendo), cerré con llave al salir, corrí la reja y eché el candado.
En el número de Carolyn no respondía nadie. Pensé en llamar a Denise, pero cambié de idea. Eché a andar por la calle Veintitrés y leí las placas del hotel Chelsea, que no se enorgullecían de señalar nombres de pediatras y pedicuros, sino los de dos escritores que se habían alojado allí: Thomas Wolfe y Dylan Thomas. Al llegar a la Séptima Avenida doblé a la derecha y me encaminé hacia el centro. De vez en cuando pasaba al lado de una iglesia, donde los fieles se congregaban acicalados y con buen color de cara, como si estuvieran celebrando la estación. Hace una mañana preciosa, me dije. No había podido amanecer un día mejor para enterrar a Abel.
Aunque, claro, me recordé, no íbamos a enterrarlo ese día. Todavía habría que esperar. Sin embargo, si la ceremonia se desarrollaba tal como yo esperaba, quizá conseguiríamos que mi viejo amigo descansara en paz, sino en cuerpo al menos en espíritu. Había pasado la noche en su piso, el mismo en que le habían golpeado y asesinado, y no podía decir que sintiera la presencia de un espíritu inquieto o de un fantasma desasosegado. Ahora bien, no se me da bien sentir presencias, de modo que alguien con mayor sensibilidad para esa clase de cosas quizá hubiera sentido la proximidad de la sombra de Abel en el salón de su piso, deambulando por la alfombra oriental presa de la impaciencia, clamando venganza. El que yo no perciba estas cosas no significa que no existan.
Dejé atrás la calle Catorce, entré en una cafetería del Village y me tomé un desayuno enorme: huevos con tocino, zumo de naranja, un bollo de salvado tostado y café en abundancia. Compré el Times del domingo, deseché las secciones que nadie lee y me paré a descansar en Washington Square. Allí me senté en un banco, hice caso omiso de los amables jóvenes que se ofrecieron a venderme toda clase de productos químicos para alterar el ánimo y leí el periódico mientras contemplaba a la gente, las palomas y las alocadas ardillas grises que aparecían de vez en cuando. Los niños se encaramaban a las barras del parque. Las madres jóvenes empujaban coches de niños. Los jóvenes lanzaban discos de un lado a otro. Los mendigos pedían limosna. Los borrachos se tambaleaban. Los jugadores de ajedrez adelantaban piezas mientras los mirones hacían gestos con la cabeza y chasqueaban la lengua. La gente paseaba perros, que se desentendían de las señales y ensuciaban el camino. Los camellos pregonaban sus mercancías, al igual que los vendedores de hot-dogs, helados, globos y tentempiés hechos con productos naturales. Avisté a mi vendedor favorito, un negro que vende patos amarillos de peluche con el pico de un vivo naranja. Son las cosas más rematadamente estúpidas que he visto jamás, pero es evidente que la gente las compra. Nunca he conseguido comprender por qué.
Fui andando del parque al metro y para la una y media ya estaba en Cobble Hill. Veinte minutos más tarde llegaba a la iglesia del Redentor. Me reuní con Jessica Garland y el hombre que vivía con ella. Se llamaba Clay Merriman y era un joven larguirucho, todo rodillas y codos, que cuando sonreía enseñaba todos los dientes. Les conté lo que tenía planeado. A él le costó un poco comprenderme, pero Jessica lo pilló enseguida. Bueno, ¿por qué no habría de pillarlo? ¿Acaso no era la nieta de Abel?
Echamos un vistazo a la sala en que iba a tener lugar la ceremonia. Le dije a Jessica dónde tenía que sentar a la gente en el supuesto de que no eligieran sitio por iniciativa propia. Luego la dejé para que fuera con Clay a recibir a los asistentes cuando llegaran y me fui a esperar a una habitación que había al fondo del pasillo y que parecía el despacho del pastor. La puerta estaba cerrada con llave, pero no es difícil imaginarse el tipo de cerradura que puede haber en el despacho de un pastor.
A las dos y media, la música de órgano enlatada empezó a sonar. Aunque ya debían de haber llegado los invitados, por algo se llama rezagados a los rezagados, de modo que la ceremonia aún tardaría diez minutos en dar comienzo. Esperé los diez minutos en el despacho del pastor, paseándome como probablemente se pasea uno cuando está preparando un sermón.
Llegó la hora. Cogí mi maletín, saqué dos libros, lo cerré y lo dejé en una esquina de la habitación. Volví por el pasillo y entré en la sala, donde se había reunido un buen número de gente. Avancé por la nave lateral, subí a una tarima de medio metro y ocupé mi lugar detrás del facistol.
Miré a toda la gente que tenía delante y respiré hondo.