—No sé, Bern. A mí me parece complicado lo que estás organizando.
—¿Pero no era eso lo que querías? Sabes que no tengo nada que ver ni con el robo de los Colcannon ni con el asesinato de Abel Cornejo, y aun así sigues husmeando por ahí.
—Estás metido en ambos asuntos hasta el cuello, Bern. Lo que pasa es que no sé qué decirte sobre esto, eso es todo.
Era el día libre de Ray Kirschmann, y llevaba unos pantalones de tela de gabardina color marrón y una camisa estampada. Los pantalones le quedaban holgados en el trasero y demasiado ajustados en la cintura, mientras que la camisa era de confección coreana, verde claro y adornada con puntos verde oscuro en el cuello y los bolsillos. Me pregunto por qué no le pedirá a su esposa que lo acompañe cuando va de compras.
—¿Por qué habrías de decirme nada, Ray? Te estoy dando la oportunidad de ser un héroe, hacer un par de buenas detenciones, resolver varios casos antiguos y embolsarte unos dólares. ¿Qué más quieres? ¿Matar al dragón y tirarte a la hija del rey?
—No me gustan los dragones, Bern.
—Tampoco te gustaría mucho una princesa. Un guisante bajo el colchón basta para que se pasen toda la noche quejándose.
—Sí, lo sé. Cuéntame de nuevo la parte de los dólares que voy a embolsarme.
—Hay un hombre dispuesto a pagar una recompensa por recuperar los objetos que le pertenecen.
—¿Qué hombre?
—Lo conocerás mañana.
—¿Qué objetos le pertenecen?
—Mañana lo sabrás.
—¿Cómo voy a recuperarlos? ¿También me enteraré mañana? Esto empieza a parecer uno de esos viejos programas de radio: «Sintonice mañana y sabrá qué le ocurre a Jack Armstrong, el hombre típicamente americano». ¿Te acuerdas de Jack Armstrong, Bern? ¿Qué habrá sido de él?
—Está cumpliendo condena en Attica.
—No me digas… ¿A cuánto asciende la recompensa de la que estás hablando?
—Diez mil pavos.
Hizo un gesto de asentimiento y aspiró a través de los dientes.
—Pero no se trata de una recompensa en toda regla. El tipo podría largarse sin pagar.
—Si no es oficial, no hay que justificarla, y por tanto está libre de impuestos. Además no hay que repartirla con ningún superior de la comisaría. —En su cara se dibujó una expresión de astucia, y el brillo de la codicia iluminó sus ojos.
Tal vez Spinoza no tuviera muy buena opinión de la avaricia, pero sin ella, ¿cómo funcionaría todo?
—Qué demonios —exclamó—. Veremos qué tal sale.
—¿Tienes esa lista?
Asintió y sacó una hoja de papel doblada del bolsillo de la camisa.
—Los casos que hay aquí son robos realizados con el mismo modus operandi con que se cometió el de los Colcannon. En todos se produjo allanamiento de morada con violencia y el lugar quedó como si hubiese pasado un ciclón. Además se trata de la zona que decías: Manhattan al sur de la calle Cuarenta y dos, al oeste de la Quinta Avenida y al norte de la calle Catorce. Los ordenadores son una maravilla. Dices lo que quieres y te lo dan.
—No te haces a la idea de lo consolador que es saber que la policía tiene estas herramientas a su disposición.
—Ya. No eres la primera persona que piensa que Conejo Margate podría haber dado un golpe de estas características con anterioridad, ¿sabes? No sé a cuántos interrogatorios le han sometido ya.
—¿Y han sacado algo en limpio?
—Conejo sigue portándose como Humphrey Bogart.
—Ayer dijiste que como James Cagney.
Ray gruñó.
—¿Vas a traerle mañana? —pregunté.
—No. Si pone los pies en polvorosa, me va a resultar difícil justificarme. Pero supongo que puedo asumir el riesgo.
—¿Aún no sabes quién era su socio?
—Todavía no, pero hablará tarde o temprano.
—De acuerdo —dije.
Le recordé nuevamente el lugar y la hora y él preguntó:
—¿Algo más que deba llevar aparte de Conejo?
—Tu arma.
—Nunca me desprendo de ella.
—¿En la ducha tampoco? Déjame que piense… Ah, las esposas. Trae unas buenas esposas.
—¿A quién voy a arrestar? ¿A Jesse James? Bueno, siempre has cumplido tu palabra, así que te seguiré el juego. ¿Puedo hacer algo más por ti? ¿Quieres que te lleve a alguna parte?
Me lo pensé, pero decidí resistir la tentación.
—No —respondí—. Puedo arreglármelas solo.
Encontré a Marilyn Margate en El Peinado Aparente. Estaba peinando a una mujer de gesto iracundo que tenía una buena melena castaña.
—Reconoce que duerme con su esposa —estaba diciendo la mujer—, pero insiste en que nunca se lo pasa bien, que sólo lo hace porque es su deber. Sin embargo, por la experiencia que tengo, eso es lo que siempre te cuentan, así que, ¿cómo sabes que te están diciendo la verdad?
—Sé exactamente a qué se refiere usted —dijo Marilyn—. Créame.
Cuando pudo atenderme, la llevé aparte y le di un trozo de papel en el que estaban escritos el lugar del funeral de Abel y la hora.
—Es importante que vayas —le dije—. Que te acompañe Harlan.
—¿Harlan? ¿Crees que volvió a la casa y mató a Wanda? Harlan no haría algo así.
—Tú dile que te acompañe.
—No sé… Ni siquiera sale de su habitación. Y ha llegado a comentar que igual se larga a la costa o a algún otro sitio antes de que la bofia se le eche encima. No creo que quiera ir a Brooklyn para asistir al funeral de un viejo.
—Tú limítate a convencerle de que vaya. Tu hermano estará allí.
—¿Conejo va a estar allí? ¿Quieres decir que le han soltado?
—Le permitirán ir al funeral. He llegado a un acuerdo con ellos.
—¿Tú has…? —Me estaba mirando con los ojos muy abiertos y expresión de respeto—. Pues menudo acuerdo debe de ser ese —dijo—. Es más de lo que el abogado ha conseguido. Ni siquiera le han permitido salir bajo fianza. Ya verás cuando se lo cuente al abogado.
—No le contarás nada.
—Oh… Vale.
—Simplemente aparece mañana por allí con Harlan.
—Si es cierto que Conejo va a estar allí, no faltaré. Y llevaré a Harlan.
Llamé a la galería El Estrecho y fue Denise quien respondió.
—Espero que estés libre mañana —le dije—. Me gustaría que me acompañaras a Brooklyn a un funeral.
—Me pondré un vestido bonito y una sonrisa. ¿Quieres hablar con tu compañera de correrías?
—Por favor.
Carolyn se puso al teléfono y le dije que las cosas marchaban bien, aunque de manera un tanto caótica.
—Tengo que entrar en la casa de Abel —dije— pero he decidido no pedirle ayuda a Ray porque no quiero que sepa lo que me traigo entre manos. ¿Se te ocurre alguna idea brillante?
—Supongo que ya es un poco tarde para concertar otra cita con el médico.
—Lo veo difícil: es sábado y casi la hora de cenar.
—Si hay algo que yo pueda hacer…
—No se me ocurre nada. Seguramente esté ocupado la mayor parte de la noche, suponiendo que encuentre la manera de entrar. He pensado que podría pasar por tu piso cuando acabe.
—Bueno… tengo una cita, Bern.
—Oh… Entonces te veré mañana en el funeral de Abel. Será mejor que apuntes la dirección. ¿O ya te la he dado antes?
Se la di una vez más y ella la apuntó. A continuación le dije que se pusiera Denise.
—Carolyn tiene la dirección del lugar donde se celebrará el funeral mañana, así que espero que no os hayáis retirado la palabra.
—Eso es mucho esperar.
—Ya… Lo que quería decirte es que tengo varias cosas que hacer esta noche, pero tarde o temprano acabaré, y he pensado que quizá podría ir luego a tu casa.
—Oh…
—Es que me gustaría verte.
—Esta noche no es buena ocasión, Bernie.
—Oh… Bueno, entonces te veré mañana en Brooklyn.
—De acuerdo. ¿Te parece bien si voy con Gore y Truman?
—Ya están en mi lista.
Llamé a la consulta del doctor Feisinger y me respondió un contestador diciendo que dejara mi nombre y número o que llamase el lunes a partir de las nueve de la mañana si quería hablar con el doctor. Colgué sin dejar un mensaje y me puse a consultar todos los Feisinger de la guía telefónica de Manhattan. Al final encontré una Dorothy Feisinger en su misma dirección, marqué y fue el propio Murray quien me respondió.
—¿Doctor Feisinger? —dije—. Soy Bernard Rhodenbarr. Fui a verte ayer por la tarde por un problema en los pies.
—Esa es la razón por la que la mayoría de mis pacientes viene a verme, señor Rhodenbarr. Hoy ya he cerrado la consulta y…
—No sé si se acuerda de mí, doctor Feisinger. Tengo pie de Morton y usted va a hacerme unos complementos ortopédicos.
—Aún no están listos, por supuesto. Lleva un par de semanas hacerlos.
—Sí, comprendo. Pero le he pagado un adelanto, sólo un pequeño adelanto, y…
—Me temo que ya están encargados, señor Rhodenbarr. ¿Hay algún problema?
—En absoluto —respondí—. Lo que pasa es que esta tarde he ganado inesperadamente algo de dinero. A decir verdad he tenido un buen día en las carreras, ¿sabe?, y quería pagarle el resto antes de que me lo gaste. Como estoy en el barrio, se me ha ocurrido que quizá podría subir y pagarle lo que le debo. Creo que son doscientos setenta dólares, porque le pagué treinta por adelantado, así que…
—Muy considerado de su parte, señor Rhodenbarr. ¿Por qué no pasa por aquí el lunes?
—Bueno, es que el lunes me resultará difícil, y probablemente el dinero ya haya volado para entonces. No me costaría nada subir y pagarle…
—No puedo aceptar dinero fuera de horas de oficina —dijo—. Estoy en casa. Mi consulta se encuentra en el mismo pasillo, y está cerrada; tendría que abrirla, hacerle un recibo y apuntar el dinero en los libros de cuentas, y preferiría no tener que hacer todo eso.
—No me hace falta ningún recibo. Puedo asomarme un momento, darle el dinero e irme.
Se produjo un silencio. A aquellas alturas Feisinger ya debía de estar convencido de que estaba tratando con un lunático. ¿Por qué habría de invitar a un lunático a subir a su piso? Seguro que había alguna manera de subir a hablar con él, pero evidentemente yo había metido la pata, y todo lo que dijera a partir de ahora sólo iba a complicar la situación.
—Bueno, le veré el lunes —dije—. Espero que todavía tenga el dinero. Quizá meta los billetes en un zapato mientras tanto.
En Brooklyn había un abonado de nombre J. L. Garland en Cheever Place. La operadora tenía tanta idea de si esta se encontraba en Cobble Hill como yo, pero me dijo que el número parecía corresponder al barrio, de modo que lo marqué. Me respondió un hombre de voz atiplada. Pregunté por Jessica y esta se puso al teléfono.
—Soy Bernie Rhodenbarr —dije—. Mañana voy a ir al funeral, pero quería confirmar el lugar y la hora. Es en la Iglesia del Redentor a las dos y media, ¿correcto?
—Correcto.
—Bien. Me preguntaba si usted podría llamar a un par de personas y pedirles que vayan. Son vecinos de su abuelo.
—Ya he puesto un aviso en el vestíbulo, pero puede llamar si usted lo considera una buena idea.
—Ya he invitado a varias personas, pero le agradecería que hiciera estas llamadas usted misma. ¿Le doy los nombres y los números de teléfono?
Me respondió que sí; se los di y a continuación le indiqué lo que tenía que decir. Mientras lo hacía, se me ocurrió que tal vez ella tuviera acceso al piso de Abel. No estaba seguro de si quería visitarlo en su compañía, pero aquello parecía mejor que no entrar de ninguna manera.
Así pues, le pregunté si había entrado en el piso desde la muerte de su abuelo.
—No tengo las llaves —contestó—. Y el conserje dice que la policía le ha dado órdenes estrictas de no dejar pasar a nadie. No sé si me dejarían subir. ¿Por qué?
—Por nada —dije—. Sólo curiosidad. ¿Hará esas llamadas?
—Inmediatamente.
Pasadas las ocho me presenté en el edificio de Abel Cornejo. El conserje me era desconocido, como supongo que yo lo sería para él. Aunque parecía tener un carácter tan imperioso como el de Astrid, hice votos por que no tuviera que quitarlo de en medio con una inyección en el hombro.
Había llevado la pistola de las jeringuillas, aunque no la tenía a mano. La había guardado en el maletín, junto con las herramientas de ladrón, un par de guantes de goma y mis enormes Puma. Para variar me había puesto unos zapatos negros de puntera perforada y cordones. Eran pesados, tenían suela de cuero y no resultaban muy cómodos, pero iban mejor que los Weejun o las Puma con el fúnebre traje de tres botones y la corbata de luto que llevaba.
—Soy el padre Rhodenbarr. Vengo a ver a la señora Pomerance, del 10-J —dije—. Me está esperando.