18

La jeringuilla fue a dar exactamente donde había apuntado y se alojó a la derecha de la cruz de Astrid. Los bouviers tienen el pelo espeso y rizado, por lo que no había manera de saber si la jeringuilla se había desviado de rumbo. Por un momento pensé que así había sido, ya que parecía que no le hubiera afectado. Sin embargo, de pronto el tranquilizante surtió efecto: cuando Astrid se disponía a saltar y ya tenía las patas delanteras en el aire, los ojos se le velaron y su mandíbula perdió rigidez. Las patas se movieron en el aire como las del Coyote de los dibujos animados de Correcaminos cuando sale volando por un risco llevado por la inercia de la carrera y no puede seguir adelante. Astrid tampoco podía seguir adelante. Encogiéndose sin acabar de ejecutar el salto, se tambaleó como un niño con zapatos de tacón y, tras emitir una especie de gemido, cayó finalmente sobre un costado.

¿Cómo se toma el pulso a un perro? Lo intenté, buscándolo a tientas en su muñeca (aunque dudo que se llame así cuando se trata de un perro), pero me di por vencido porque no sabía qué estaba haciendo, y además no tenía la menor importancia: si Astrid estaba viva, lo único que podía hacer era dejarla en paz hasta que despertase, y si estaba muerta, nadie podía hacer nada por ella, y mi manera de obrar iba a ser la misma en ambos casos.

Además no me sobraba el tiempo.

Subí por las escaleras a toda prisa. Esta vez el dormitorio, tal como pude ver, estaba ordenado. Sobre el tragaluz roto habían fijado unas tablas de madera contrachapada, y el paisaje pastoral colgaba nuevamente de la pared, ocultando la caja de seguridad. Lo descolgué, lanudas ovejitas y pastorcilla de rubicundas mejillas incluidas, y lo dejé sobre la cama.

No estaba seguro de recordar la combinación de la caja. Había estado pensando en ello en el taxi, en un intento por ordenar los números en la secuencia correcta, pero en cuanto apoyé los dedos sobre el disco, me quité el problema de la cabeza y lo confié a mis manos. Ellas sí lo recordaban, y abrí la caja como si me hubieran dictado la combinación.

Cinco minutos más tarde (bueno, diez a lo sumo), colgaba a la pastorcilla y sus ovejitas en su sitio. Tras hacer un par de cosas más, fui a la biblioteca de la primera planta, me senté delante de un escritorio con tablero de cuero y utilicé una versión moderna de un teléfono antiguo de latón para llamar a El Estrecho. Di un informe sobre la labor realizada y me enteré de que Colcannon no había llamado desde que Carolyn le había enviado a la esquina de Madison con la Setenta y nueve. A continuación pregunté cuánto tiempo permanecería Astrid inconsciente.

—No lo sé —me respondió Carolyn—. Compré la pistola porque se supone que es conveniente tener una, pero no la he utilizado nunca. No creía que te fuera a hacer falta. Astrid se porta siempre como una verdadera dama cuando la baño. Ni siquiera gruñe.

—Pues hace unos minutos parecía dispuesta a matarme.

—Eso es por defender el territorio, supongo. Si no hubiera estado en su casa, se habría comportado con mayor delicadeza.

—Si no hubiera estado en su casa —dije—, no nos habríamos encontrado. De todos modos me gustaría saber cuánto tiempo me queda.

—Sugiero que no te entretengas más de lo estrictamente necesario. El efecto de la inyección dura más en perros pequeños que en grandes. Y Astrid no es un terrier de Yorkshire.

—Y que lo digas. El jodido sabueso de Baskerville, eso es lo que es.

—Bueno, acaba lo antes posible, Bernie. Si utilizas una segunda inyección podría matarla. O no surtir efecto. Yo qué sé.

Colgué e hice otra llamada, esta vez al teléfono público de la cafetería Squires de la esquina de Madison con la Setenta y nueve. Pregunté por el señor Madison e indiqué que seguramente lo encontrarían en una de las mesas del fondo. Al cabo de un momento oí su voz:

—¿Qué ocurre? ¿Dónde estás?

—En el teléfono público de una cafetería, igual que tú. Será mejor que no utilicemos nombres, ¿de acuerdo? No me gusta hablar por una línea abierta.

—¿Por qué no has venido personalmente?

—Porque no me fío de ti. No sé quién eres y al parecer tú sabes mucho sobre mí. Según tengo entendido, eres una persona propensa a la violencia. Prefiero guardarme las espaldas.

—¿Tienes la maldita moneda?

—He ido a recogerla esta mañana. No la llevo encima para no correr riesgos. Se encuentra en un lugar seguro y puedo tenerla en mi poder de inmediato. Si te llamo es para llegar a un acuerdo con respecto al precio.

—Dilo tú.

—¿Para ti cuánto vale?

—No. —Parecía más confiado ahora, como si el regateo lo tranquilizara—. Pon un precio y yo te diré si lo acepto o no.

—Cincuenta mil.

—Ni hablar.

—¿De veras?

—Según los periódicos, una mujer fue asesinada cuando robaron la moneda.

—Ya, pero nadie sabe que la moneda está relacionada con su muerte. Excepto tú y yo. Y su marido, por supuesto.

—Puedo pagarte diez mil. Nunca discuto los precios.

—Yo tampoco. Aceptaré veinte mil.

—Imposible.

Acordamos doce mil dólares. Hubiera podido sacarle más, pero mis capacidades de negociación estaban mermadas por el hecho de que no tenía ninguna moneda que vender, así que ¿por qué había de calentarme la cabeza? Cerramos el precio y él accedió a entregarme el dinero en billetes usados de menos de cien dólares y distinto número de serie. No sé cómo iba a reunir el dinero, ya que los bancos estaban cerrados y no tenía efectivo en la caja de seguridad, aunque quizá tuviera un amigo al que recurrir o dinero contante y sonante escondido en su casa. No había registrado el piso con la meticulosidad empleada en el de Abel y tampoco tenía intención de hacerlo, sabiendo como sabía que la formidable Astrid estaba tendida en el suelo de la planta baja entregada a un obligado sueño.

—Podemos llevar a cabo la transacción mañana —dije—. Un amigo mío ha muerto esta semana y su funeral se celebrará en Brooklyn. Nadie me conoce allí y no creo que nadie te conozca a ti, aunque no lo podría asegurar porque yo tampoco te conozco. ¿Tienes muchos seguidores en Cobble Hill?

—No.

—Bien. El funeral es en la iglesia del Redentor mañana a las dos y media de la tarde. La iglesia está en la calle Henry, entre Congress y Amity. Ahora dispones de tanta información para llegar allí como yo. Llevaré la moneda en un sobre; si tú guardas el dinero de la misma manera, no tendremos problemas para llevar a cabo la transacción. Supongo que allí habrá un aseo; por lo general en las iglesias suele haberlo. Podemos entrar juntos, asegurarnos de que se trata de la moneda correcta y de que está todo el dinero.

—No entiendo por qué tenemos que vernos en Brooklyn.

—Porque yo tengo que ir allí de todos modos, porque voy a recoger la moneda de camino al funeral y porque quiero llevar a cabo la transacción en un lugar público, pero no tan público como para que haya policías husmeando. Si no te parece bien, me da igual gastarme la moneda en chicles, ya que su precio, que de un millón de dólares, ha quedado reducido a doce mil pavos y, si quieres que te diga la verdad, esa suma no significa gran cosa para mí. Así que o lo hacemos a mi modo o no lo hacemos, lo cual, pensándolo bien, quizá no sea tan mala idea.

Le dejé que intentase tranquilizarme, aunque no hizo falta que se esforzara demasiado, puesto que mi cabreo era fingido.

—Un momento —dije entonces—. ¿Cómo vamos a reconocernos? No nos hemos visto nunca.

—Yo te conozco. He visto tu fotografía.

Había visto algo más que mi fotografía. Me había visto la cara de cerca, a través de un cristal unidireccional. Y yo le había visto de la misma manera, aunque él no lo sabía. Seguí con la farsa, diciendo que la imagen de la fotografía no se parecía a mí y que yo también quería reconocerle a él. Propuse que llevásemos un clavel rojo. Él accedió, y yo le aconsejé que consiguiera la flor aquella misma noche, porque quizá fuera difícil encontrar una floristería abierta en domingo.

Durante toda aquella conversación no dejé de prestar atención por si oía las pisadas de Astrid en las escaleras. Podía despertar en cualquier momento, impaciente por demostrar de dónde les viene el nombre a los perros de presa.

—Mañana entonces —dijo él—. A las dos y media. Me alegraré cuando esto haya acabado… Mierda, casi se me escapa tu nombre.

—Da igual.

—Como decía, me alegraré cuando esto haya acabado.

No sería el único.

Tras asegurarme de que la pistola estaba cargada con una jeringuilla, bajé a la planta baja y eché un vistazo a Astrid. Estaba tal como la había dejado, tendida de lado, y su pecho subía y bajaba. Mientras la miraba, emitió un pequeño sonido quejumbroso y sus patas delanteras sufrieron una contracción nerviosa. La jeringuilla que la había dejado en tal estado se encontraba junto a ella. La cogí y la metí en mi maletín.

Subí al piso de arriba y volví a telefonear. Eran muchas las personas con las que quería hablar, pero me conformé con hacer tres llamadas de larga distancia. Ninguna de ellas duró mucho. Al acabar la tercera, volví a la planta baja y observé que la gran perra negra estaba medio despierta, pero no lo suficiente como para ponerse en pie. Me miró con ojos desenfocados y expresión de desconsuelo; resultaba difícil considerarla una amenaza. Parecía incapaz de concebir una idea de hostilidad, y menos aún de desgarrarme la garganta. Pese a ello, me obligué a recordar sus ladridos y su manera de agazaparse para saltar. Esperaba que volviera a ser la misma de siempre para cuando su amo regresara.

Salí de la casa y cerré la puerta con llave. Si alguien me vio, no me di cuenta. Crucé el jardín, sin dejar de preguntarme si habría peces en el estanque, y busqué infructuosamente un clavel en los arriates, rojo o de otro color. Podía haberle sugerido a Colcannon que llevara un tulipán.

¿Por qué, me pregunté, me había molestado en sugerir lo de los claveles? Por mor de la verosimilitud, supongo, pese a que podía añadir una complicación innecesaria, ya que ahora tenía que acordarme de conseguir uno antes de que cerraran las tiendas. En circunstancias normales aquello no me habría supuesto ninguna molestia, pero ahora era una de las muchísimas cosas que tenía que hacer en menos de veinticuatro horas.

Lo cual me impedía perder el tiempo con jardines. Salí del túnel a toda prisa, miré a izquierda, derecha y al frente, abrí la puerta y salí.

Tenía muchas cosas que hacer.