17

Llegué a casa de Carolyn a eso de las doce. Me senté con un gato en el regazo y una taza de café al alcance de la mano e hice lo que pude para poner a mi anfitriona al corriente de todo.

Sudé la gota gorda para hacerlo. Mucho había llovido o nevado o lo que fuera desde la última vez que habíamos hablado sobre el tema, y la jaqueca que tenía Carolyn no me facilitó la tarea. Sería otra de esas temidas resacas de azúcar, sin duda. Quizá con un par de complementos ortopédicos se habría solucionado todo.

—Lo que no acepto —me respondió— es que hayas ido a casa de Abel sin mí.

—No habríamos podido entrar los dos. Además era arriesgado y no había nada que dos personas hubieran hecho mejor que una.

—Y luego volviste de casa de Abel y no me dijiste nada.

—Lo intenté, joder. No dejé de llamarte.

—Bern, fui yo quien no dejó de llamar. Pero o habías salido o estaba comunicando.

—Lo sé. No dejaba de llamar a gente y al mismo tiempo no dejaban de llamarme a mí. Son cosas que ocurren. Pero da igual: al final conseguimos hablar, ¿no es así?

—Sí, anoche. Y me dijiste que me aguantara hasta ahora.

—Era muy tarde cuando hablamos.

—Ya…

—Y tampoco había mucho que contar.

—No, casi nada… Sólo que habías entrado en el piso de Abel, habías vuelto a casa y una peluquera te había apuntado con una pistola y acusado de colgarle un asesinato a su hermano.

—Eso no es exactamente lo que dijo.

—Me da igual lo que dijo exactamente.

—Estás cabreada.

—Pues sí, un poco.

—¿Valdría de algo si pido disculpas?

—Prueba y veremos.

—Bueno —dije—, lo siento. Somos socios, y desde luego mi intención no ha sido dejarte fuera del asunto, pero las cosas se han desmandado un poco. No sabía si iba a ser capaz de entrar en el piso de Abel, así que lo hice todo a solas con idea de contártelo luego. Lo siento.

Ella guardó silencio por un momento y luego dijo:

—Basta, Ubi. —Se refería al gato que estaba arañando un lateral del sofá. Archie, el que se encontraba en mi regazo, ronroneó con un inconfundible tono de superioridad moral—. No —añadió—, no vale.

—¿Mi disculpa quieres decir?

—Ajá. No me vale para nada. Sigo cabreada. Pero ya se me pasará. ¿Quién mató a Wanda?

—No estoy seguro.

—¿Y a Abel?

—Tampoco estoy seguro.

—Mierda…

En ese momento sonó el teléfono. Me quité a Archie de encima y contesté; era el señor Arnott, que telefoneaba desde Stillwater, Oklahoma. La llamada no era a cobro revertido. Supongo que a la gente que puede pagar ciento treinta mil dólares por una moneda de cinco centavos la cuenta del teléfono le trae sin cuidado.

—El hombre que me compró la moneda quiere permanecer en el anonimato —me informó—. No sabría decir de quién tiene miedo: si de los ladrones o de los recaudadores de impuestos. La moneda no está a la venta de todos modos. Todavía la tiene y piensa quedársela.

—Que se vaya a hacer puñetas —exclamé—. Además creo que prefiero comprarme un cuadro.

—De ese modo tendrá usted algo que podrá colgar de la pared.

—Eso mismo digo.

—En ningún momento he creído que fuera usted periodista.

Después de colgar le conté la conversación a Carolyn.

—La moneda de Arnott continúa en poder del comprador misterioso —le expliqué—. En cualquier caso, se trata de un ejemplar bastante desgastado por el uso, por lo que no puede ser el que llevamos de la calle Dieciocho a Riverside Drive.

Carolyn frunció el entrecejo.

—Había un total de cinco monedas.

—Exacto.

—Una está en Washington, otra en Boston, otra en Cincinnati, otra en… ¿Filadelfia?

—Exacto.

—Y la otra es la que tu amigo de Oklahoma vendió al hombre misterioso. Así pues, el hombre misterioso es Colcannon. Pero eso es imposible porque la moneda está desgastada por el uso y la de Colcannon era un ejemplar de prueba perfecto…

—Exacto.

—De modo que hay cinco monedas aparte de la de Colcannon…

—Exacto.

—Moneda que Colcannon ya no tiene en su poder y que no estaba en el piso de Abel, de modo que no sabemos dónde está…

—Exacto.

—Lo cual significa que la moneda que robamos era falsa…

—Es posible.

—Pero tú no lo crees…

—No. Estoy seguro de que es auténtica.

—Entonces hay seis monedas en realidad.

—No. Sólo hay cinco.

Permaneció un momento devanándose los sesos, y luego alzó las manos.

—Bern —dijo—, ¿te importaría dejar de fanfarronear, por el amor de Dios? Me duele toda la cabeza excepto la parte con la que suelo pensar, que está insensible. Explícamelo, ¿vale? De manera sencilla, para que pueda entenderlo.

Se lo expliqué. De manera sencilla. Para que pudiera entenderlo.

—Ah… —musitó.

—¿Tiene sentido? ¿Suena convincente? ¿Resulta lógico?

—Creo que sí. ¿Y qué me dices de las preguntas que te he hecho antes? La persona que mató a Wanda fue el tercer ladrón. ¿Sabes quién es?

—Tengo una idea.

—¿Y tienes idea de quién mató a Abel?

—Más o menos. Pero no estoy seguro, y desde luego no puedo probarlo. Además…

—Dímela de todos modos.

—Me fastidia tener que decir algo en este momento.

—¿Por qué? ¿Porque no quieres estropear la sorpresa? Bern, si realmente has sido sincero cuando te has disculpado conmigo hace unos minutos, ¿por qué no lo pruebas?

Cambié ligeramente de posición sobre la silla. Hay quien diría que me revolví.

—Tenemos que irnos de aquí —dije—. Quizá haya sido un error dar tu teléfono. Si el hombre que quiere comprar la moneda logra averiguar mi nombre y la manera de encontrarme, es posible que tenga contactos en la policía o acceso a uno de los listines inversos de la compañía de teléfonos. No quiero que estemos donde pueda localizarnos. Sabe que puede ponerse en contacto conmigo a las dos llamando a este teléfono, así que…

—Tenemos tiempo, Bern. Puedes contarme tus teorías y aún nos sobrará tiempo.

Archie extendió sus patas delanteras y se estiró.

Archie no es un nombre de gato —dije—. ¿Por qué no la llamas Dolores o algo así?

—Porque es macho, so tonto.

—Ah…

—Además, ¿cómo se te ocurre ponerle Dolores a una gata? Si alguna vez tengo una cucaracha la llamaré Dolores. Si es que sé que se trata de una hembra… ¿Pero qué hago hablando sobre cucarachas? Has cambiado de tema, joder.

—Creo que sí.

—Pues bien, vuelve a cambiar. ¿Quién mató a Wanda y Abel?

Me di por vencido y se lo dije.

A continuación dejamos el contestador automático encendido con un sencillo mensaje que yo había grabado para que cualquier persona que telefoneara llamase al número de Denise. Saqué mi maletín del armario de Carolyn, donde todavía le hacía compañía al Chagall, salimos y cogimos un taxi para ir a la Casa del Caniche.

Entramos, y cuando volvimos a salir al cabo de un par de minutos, mi maletín pesaba un poquito más que antes. Carolyn cerró con llave y luego cogimos otro taxi para ir a la galería El Estrecho.

Camino de la galería Carolyn me preguntó por qué teníamos que ir a casa de Denise. Yo le contesté que ya se lo había dicho y le expresé mi deseo de que se llevaran mejor…

—Eso es como desear que te crezcan alas… —respondió ella—. En realidad no está mal si piensas que es un espantajo, pero ya podrías tener mejor gusto. Seguro que hay una atractiva chica heterosexual en algún lugar de Nueva York. ¿Qué me dices de Ángela?

—¿Quién?

—La camarera de Bum Rap.

—Creía que habías llegado a la conclusión de que era lesbiana.

—He llegado a la conclusión de que el asunto requiere una investigación. El lunes voy a formularle una pregunta que me permitirá saber si es lesbiana sin darle a entender que yo sí lo soy en caso de que su respuesta sea negativa.

—¿Qué pregunta?

—Pues más o menos la siguiente: «Ángela, ¿qué te parece si nos casamos?».

—¿No crees que es excesivamente sutil?

—Bueno, tal vez debería cambiar un poco la manera de expresarme.

Cualquier placer que Denise pudo sentir al verme quedó completamente sofocado por la reacción que tuvo al ver a Carolyn. El desconsuelo era patente en su rostro.

—¡Oh, la mujer de los perros! —exclamó—. No consigo acordarme de su nombre.

—Se llama Carolyn —respondí en el mismo momento en que ella decía:

—Puede llamarme señora Kaiser.

Comprendí que iba a ser una tarde larga y me alegré de que yo no fuera a estar presente durante la mayor parte de ella.

—No la había reconocido en un principio —comentó Denise—. No recordaba que fuera tan baja. A primera vista me ha parecido una niña.

—Eso es debido a mi aire de inocencia —respondió Carolyn acercándose a uno de los cuadros más impresionantes que había expuestos. Tras ladear la cabeza y plantarse con las manos en jarras, añadió—: Pintar debe de ser divertido cuando uno no tiene que conseguir que lo que pinta se parezca a nada. Basta con extender la pintura como a uno le venga en gana, ¿no?

—Voy a preparar algo de café —atajó Denise—. Estoy segura de que la señora Kaiser querrá alguna cosa para comer.

—No, me temo que no —respondió Carolyn—. No tengo mucho apetito últimamente. Creo que estoy volviéndome anoréxica. Según tengo entendido, a algunas mujeres les ocurre a edad avanzada.

La conversación continuó de esta guisa; de no haber sido dos de mis amigas predilectas, podría haberme puesto cómodo y habérmelo pasado en grande. Dios sabe que yo no podía hacer nada. No les hacía falta un árbitro; lo estaban haciendo estupendamente ellas solitas y nadie se tomaba la molestia de llevar los tantos. Jared, por lo que pude saber, iba a estar fuera toda la tarde, lo cual me pareció toda una demostración de sensatez por su parte.

El teléfono sonó a las dos en punto. Lo cogí, acerqué el auricular al oído y esperé oír una voz familiar. Seguidamente hice un breve gesto de asentimiento y pasé el auricular a Carolyn.

—El caballero por el que pregunta no ha llegado todavía —dijo—. Por favor vuelva a llamar dentro de un cuarto de hora.

Colgó y me miró. Yo cogí el maletín y me puse en pie.

—Me voy —dije—. ¿Sabes qué tienes que decirle cuando vuelva a llamar?

—Ajá. Tiene que ir a la cafetería Squires, en la esquina de Madison con la Setenta y nueve, sentarse en la mesa más alejada de la puerta y esperar. Tú te reunirás con él en la mesa o le harás llamar por el nombre de Madison, como la avenida.

—Y si pregunta por la moneda…

—La tienes.

—Exacto.

—Me habéis metido en algún asunto turbio —dijo Denise—. Sigues robando casas, ¿verdad, Bernie? Claro, ¿cómo no ibas a seguir haciéndolo? El leopardo no cambia de manchas. Ni el recluso de rayas, por lo que parece.

—Ya no llevan rayas en la cárcel.

—Pues deberían; te hacen tener una silueta estupenda. De todos modos es lógico que sepas lo que llevan y dejan de llevar, ¿no? Has estado allí. Y sigues siendo un ladrón. ¿Eres también un asesino? —Se volvió hacia Carolyn y preguntó—: ¿Y se puede saber qué eres tú exactamente? ¿Su secuaz?

—Carolyn te lo explicará todo —dije. No le envidiaba ni un pelo.

Sin darme cuenta estaba cogiendo un montón de taxis. El tercero del día lo cogí en la esquina de la calle Dieciocho y la Novena Avenida. Avanzamos con rapidez, y para las dos y cuarto ya estaba apostado en la acera de enfrente a la pesada puerta de hierro señalada con el número 442 bis. En aquel momento él debía de estar al teléfono y, quizá lo estuviera, porque diez minutos más tarde la puerta se abrió y Herbert Franklin Colcannon apareció detrás de ella. Yo me encontraba situado a la sombra de un portal de tal forma que él no pudiera verme. De todos modos ni siquiera miró hacia donde yo estaba: giró hacia la izquierda y echó a andar con resolución en dirección a la Décima Avenida, bien porque quería coger un taxi, bien porque tenía el coche aparcado allí.

Esperé a que llegara a la esquina y crucé la calle al trote (llevaba las Puma a pesar de lo anchas que me quedaban). Era una tarde radiante de sol y había gente en la calle, pero en aquella ocasión me daba igual. El martes por la noche había tenido ocasión de averiguar qué llave maestra servía para la cerradura de la puerta de hierro, de modo que cuando crucé la calle ya tenía la llave en la mano y entré en menos que canta un gallo.

No llevaba guantes de goma. Ahora no me importaba dejar huellas. Si las cosas salían mal, saldrían rematadamente mal, y las huellas constituirían la menor de mis preocupaciones. Si las cosas salían bien, a nadie le importaría un carajo dónde había puesto yo mis dedos.

A medio camino entre la puerta y el comienzo del túnel me detuve, abrí mi maletín y saqué la pistola.

Las pistolas son unos chismes realmente desagradables. Aquella parecía hecha de acero pavonado, aunque al tocarla se notaba que su superficie no era tan fría como el acero. El material era algún tipo de resina fenólica de alto impacto. Creo que podría haber subido a un avión con ella. Esperé a que mi mano se acostumbrara al arma, comprobé si estaba cargada y me adentré en el túnel.

Quería tener el arma en la mano por si Astrid estaba pasando la tarde en el jardín. No esperaba que fuera así, pero se trataba de un perro de presa y por tanto estaba entrenada para el ataque; yo en cambio no lo estaba y no quería estar desprevenido para un eventual encuentro. Al llegar a la boca del túnel me detuve con el arma en ristre y escudriñé el jardín.

Ni rastro de Astrid. Y tampoco de gente. Me metí el arma en el cinturón, bajo la chaqueta, y atravesé rápidamente el patio de losas sin apenas lanzar una mirada a los tulipanes y narcisos, el pequeño estanque y el banco semicircular.

Teniendo un jardín así, ¿por qué habría de dedicarse un hombre a perseguir monedas fantasmas? Por supuesto cabía la posibilidad de que el jardín no fuera suyo, sino que perteneciera a la casa que daba a la calle, lo cual sin embargo no era óbice seguramente para que pudiera sentarse en él.

Subí al escalón de entrada y llamé al timbre. Le había visto salir, pero ¿cómo sabía que no había dejado a nadie en casa? Apoyé la oreja contra la puerta y escuché; oí un ladrido que podría haber oído sin apoyar la oreja contra la puerta y a continuación un retumbo como si un objeto voluminoso acabara de caer por un tramo de escaleras. Una cómoda, me dije, o un bouvier des Flandres de carácter irascible. El ladrido se repitió, pero más alto esta vez; todo lo que me separaba de Astrid era una puerta de madera de cinco centímetros de grosor.

Que enseguida me puse a abrir.

Si una cerradura te resulta fácil de abrir la primera vez, imagínate la segunda. Mis dedos se acordaban del funcionamiento interno de las de aquella puerta, y las hice saltar, una, dos y tres, en poco más de lo que cuesta contarlo. Si alguien me hubiera observado desde, por ejemplo, una ventana situada en la parte trasera de la casa que daba a la calle, dudo que hubiera tenido motivos para sospechar de nada.

Giré el tirador y abrí la puerta apenas un centímetro. Los ladridos subieron de volumen y tono. Ahora tenían una intensidad maníaca o quizá sólo sonaran de aquella manera en mi imaginación. Alcé la pistola y comprobé una vez más si estaba cargada.

¿Había alguna forma de evitar lo que me disponía a hacer? ¿No podía simplemente cerrar la puerta, echar la llave y poner pies en polvorosa? ¿Y si me iba a todo correr a la esquina de Madison con la Setenta y nueve? Quizá podría llegar a un acuerdo con Colcannon y…

Basta de excusas, Rhodenbarr.

Apunté la pistola con la mano derecha, giré el tirador con la izquierda y empujé la puerta violentamente hacia adentro. El perro, aquella enorme bestia negra de aspecto tan feroz que daba miedo verla, retrocedió automáticamente y se agazapó para saltarme a la yugular.

Lo encañoné con la pistola y disparé.