Una de las cosas que había hecho entre llamada y llamada era poner el despertador, el cual me despertó con el entusiasmo de un tonto cuando llegó la mañana. Me levanté y logré ducharme, afeitarme y tomarme la primera taza de café a tientas. A continuación puse la radio, tosté un par de rebanadas de pan integral, las unté de mantequilla y mermelada, las comí, bebí más café, descorrí las cortinas y miré el amanecer con ojos entornados.
Tenía aspecto prometedor, incluso para unos ojos entornados. Al este, unos nubarrones todavía oscurecían los primeros rayos del sol; al oeste, en cambio, el cielo estaba despejado. Los vientos suelen soplar de aquella dirección, barriendo el tiempo del día anterior hacia el Atlántico, el cual, en este caso, se encontraba exactamente donde le correspondía. El cielo mostraba un marcado tono azul sobre el Hudson.
Me serví otra taza de café, cogí el teléfono y el listín, me arrellané en la silla menos incómoda, miré con tristeza mis pies de Morton y ordené a los dedos de la mano que dieran los primeros pasos.
Mi primera llamada fue a la Sociedad Americana de Numismática, que se encuentra a casi siete kilómetros de distancia de mi piso, en Broadway con la calle Ciento cincuenta y seis. Me presenté como James Klavin, del New York Times, y expliqué que estaba escribiendo un artículo sobre el Nickel-V de 1913. ¿Podría usted decirme alguna cosa sobre la moneda? ¿Era cierto, por ejemplo, que, sólo se conocía la existencia de cinco ejemplares? ¿Sabía dónde se encontraban dichos ejemplares? ¿Podía decirme cuándo había sido la última vez que uno de ellos había cambiado de propietario? ¿Y el precio por el que se había llevado a cabo la transacción?
Casi todo el mundo quiere colaborar con la prensa. Preséntate como un periodista y podrás hacer una retahíla de preguntas impertinentes sin preocuparte del tiempo que pueda costar responderlas. Además, lo único que la gente te pedirá a cambio es que escribas su nombre correctamente. El hombre con el que hablé, el señor Skeffington, me dijo que tal vez le llevara un rato hallar la respuesta a mis preguntas y se ofreció a llamarme cuando lo hubiera conseguido. Le respondí que prefería esperar, y lo hice durante diez minutos, bebiendo café y moviendo los dedos de los pies mientras él corría de aquí para allá dando todos los pasos que debería haber dado yo.
Al cabo se puso de nuevo al teléfono y me dijo más de lo que en realidad necesitaba saber, repitiendo lo que Abel nos había contado el martes por la noche. Había en efecto cinco ejemplares, cuatro de ellos de propiedad pública y uno de propiedad privada, y podía facilitarme los nombres de las cuatro instituciones y del coleccionista privado.
El señor Skeffington no me sirvió de tanta ayuda en lo tocante al precio. La Sociedad Americana de Numismática era una organización altruista más interesada en las cuestiones relativas a la investigación, como las variedades de cuño y el contexto histórico de la numismática, que en consideraciones tan burdas como el dinero que valía una moneda. La transacción monetaria más reciente de la que el señor Skeffington tenía constancia era una venta a la que Abel había hecho mención: la de 1976, por ciento treinta mil dólares. Según Abel, después de aquella fecha se había efectuado una venta por un precio sustancialmente más alto.
Llamé a los cuatro museos. En el Smithsonian de Washington, el director de monedas y medallas era un caballero de voz grave y apellido con guión que me confirmó que el Nickel-V de 1913 era parte de los fondos de numismática del museo y me explicó que la moneda había sido donada por la señora R. Henry Norweb en 1978.
—Está en la colección permanente —me informó— y es muy popular. Los turistas la miran embobados y se dicen los unos a los otros lo bella que es. El ejemplar que tenemos es una pieza de prueba mate, pero por lo demás es igual que cualquier moneda de cinco centavos con la cara de la Libertad, es decir, desde el punto de vista del diseño numismático no se puede decir que sea un ejemplar extraordinario. Cabría sostener esto en el caso del cuarto de dólar con la Libertad de pie o en el de la pieza de veinte dólares oro en alto relieve de san Gaudeano, pero en el de la moneda de cinco centavos con la cara de la Libertad… ¿Qué confiere a esta moneda su belleza? Pues su rareza y su leyenda… La gente también se queda boquiabierta al ver un diamante, pese a que no podría diferenciarlo de un cristal tallado, al menos a simple vista. ¿Qué quiere saber exactamente sobre nuestra moneda?
—Sólo quería asegurarme de que aún la tienen ahí.
Se oyó una risilla lacónica.
—Oh, sí, aún la tenemos aquí. Todavía no nos hemos visto en la necesidad de venderla. No se puede comprar gran cosa con una moneda de cinco centavos hoy en día, así que supongo que por ahora nos la quedaremos.
Una mujer del Museo de Bellas Artes de Boston me confirmó que entre las estrellas de la colección de monedas del museo había un Nickel-V de 1913, posición que había ocupado desde poco después de la Segunda Guerra Mundial, que era cuando había sido legada a la institución.
—Es una pieza numismática sumamente importante —me explicó como si leyera un catálogo—, y nos alegramos de tenerla aquí, en Boston.
Un ayudante del director del Museo de Ciencias e Industria también se alegraba de tener la tercera moneda de cinco centavos en Cincinnati, donde permanecía depositada desde mediados los años treinta.
—Hemos tenido que desprendernos de una cuantiosa parte de nuestros fondos de monedas durante los últimos años —me informó—. Se nos han planteado problemas de presupuesto, y las monedas han aumentado de precio tan drásticamente que parecían representar una cantidad desproporcionada de nuestro capital en relación con su valor en la colección. Hemos sufrido algunas presiones para deshacernos del conjunto de las monedas, tal como hicimos con nuestros sellos, pero la situación es diferente, ya que nuestra colección de filatelia no era más que de tercera categoría. El Nickel-V de 1913 es la estrella de las piezas expuestas. No tenemos planeado desprendernos de ella, y no porque no me lo hayan sugerido. Es muy popular, sobre todo entre los niños. No me extrañaría que alguien estuviera viéndola en este preciso momento.
El cuarto Nickel-V había pertenecido al Museo de la Sociedad de Historia de Baltimore hasta hacía poco más de un año, según pude averiguar gracias a una mujer cuyo acento daba a entender que procedía de un lugar situado bastante más al sur que Baltimore.
—Era la única moneda importante que teníamos —me explicó—. En realidad sólo estamos interesados en objetos relacionados con la historia de la ciudad de Baltimore, pero la gente suele legar sus propiedades más preciadas a los museos y, al mismo tiempo, nosotros solemos aceptar lo que se nos deja. Tuvimos esa moneda durante muchos años, y naturalmente su valor fue subiendo; de vez en cuando se hablaba de la posibilidad de enviarla a una subasta o de venderla en secreto a una institución afín. Entonces una fundación de Filadelfia dedicada exclusivamente a la numismática acudió a nosotros ofreciéndonos por ella el retrato que pintó Copley de Charles Carroll de Carrollton. —A continuación me explicó que Charles Carroll, nacido en Annapolis, había sido miembro de uno de los llamados «congresos continentales», firmante de la Declaración de Independencia y senador de Estados Unidos. Yo ya sabía quién era Copley—. Era una oferta que no podíamos rechazar —dijo la mujer solemnemente con un marcado acento del Sur, y yo imaginé a Marlon Brando en el papel de don Corleone, apuntando con una pistola a la cabeza de aquella belleza sureña e instándola a que le cambiara la moneda por el retrato.
La institución de Filadelfia se llamaba Museo de Numismática Americana e Internacional, y el hombre con quien hablé me dijo que su nombre era Milo Hracec y lo deletreó. Era el subdirector del museo, explicó; su jefe era Howard Pitterman, cuyo nombre también deletreó, y tenía los sábados libres.
Hracec me confirmó que, efectivamente, el museo poseía una moneda de cinco centavos de 1913.
—Forma parte de nuestra serie de tipos de monedas estadounidenses —dijo—. ¿Sabe usted lo que es un tipo? Un ejemplar de cada modelo. La colección de tipos se ha hecho popular debido a la dificultad que supone reunir series completas por fecha y marca. Por supuesto esta no es la principal consideración aquí, ya que el señor Ruslander ha puesto a disposición del museo unos fondos muy generosos.
—¿El señor Ruslander?
—Gordon Ruslander, de la Casa de la Moneda Liberty Bell. Es probable que conozca usted sus series de medallas para coleccionistas.
En efecto, las conocía. Al igual que la Casa de la Moneda Franklin, la Casa de la Moneda Liberty Bell estaba especializada en juegos de medallas nuevas que vendía a coleccionistas mediante suscripciones con la esperanza de que los pequeños discos de plata incrementarían algún día su valor. Siempre habían sido una droga para el mercado de reventas, y en más de una ocasión yo había dejado juegos de medallas sobre las mesas de sus dueños pensando que no merecía la pena robarlos. Ahora, con la repentina subida del precio de la plata, las muy puñeteras habían llegado a valer más del triple del precio de salida de la plata en barras.
Según pude averiguar, Ruslander había fundado el Museo de Numismática Americana e Internacional tres años atrás, donando a la institución su colección personal junto con una cuantiosa cantidad de dinero. La serie de tipos estadounidenses, en la cual se encontraba el Nickel-V, era la principal atracción del museo.
—En una serie de tipos —me explicó Hracec— cabe cualquier moneda de un tipo determinado. Sin embargo, para la colección del museo nos esforzamos por conseguir la variedad de fecha y marca más rara que se pueda obtener por tipo, en lugar de conformarnos con un ejemplar corriente y de precio accesible. En 1873-1874, por ejemplo, las monedas de diez centavos con la Libertad sentada fueron acuñadas con las flechas flanqueando la fecha. Los ejemplares que no salieron a la circulación de las emisiones de Filatelia y San Francisco valen entre seiscientos o setecientos dólares y quizá mil o mil doscientos dólares. La moneda que tenemos nosotros, la 1873-CC, que fue acuñada en Carson City, es un ejemplar de una calidad superior a la que se vendió en una subasta de Kagin hace siete años por veintisiete mil dólares. En un principio, el lugar de nuestro Nickel-V estaba ocupado por un ejemplar de prueba de 1885, la fecha a la que pertenecen las monedas más raras de la serie regular. Vale unos mil dólares, algo más que el doble de las pruebas corrientes. Hubo alguna duda incluso sobre si queríamos ser propietarios de la de 1913, ya que no era una moneda de emisión regular. Sin embargo, en cuanto nos enteramos de que era posible que la Sociedad Histórica de Baltimore se desprendiera de la suya, el señor Ruslander no descansó hasta obtenerla. Daba la casualidad de que tenía un retrato de Copley que a ellos les interesaba…
A continuación tuve que oír nuevamente la historia de Charles Carroll de Carrollton de principio a fin. Se me hizo interminable, pero finalmente pude acabar la conversación con el señor Hracec y llamar a Stillwater, Oklahoma, para hablar con un tal Dale Arnott. El señor Arnott era propietario de una buena parte del condado de Payne y criaba ganado vacuno en sus tierras, el cual quitaba de en medio de vez en cuando para abrir un pozo de petróleo. Era cierto que había tenido en su poder un Nickel-V de 1913; lo había comprado en 1976 por ciento treinta mil dólares, y suyo había sido hasta que lo había revendido un año o dos atrás por doscientos mil dólares.
—Me lo pasé bien con él —dijo—. Cuando iba a reuniones de coleccionistas me lo pasaba en grande sacándolo de un montón de calderilla para jugarme las copas a cara o cruz con esa gente. Te partías de risa viendo la cara que ponían. Para mí, una moneda de cinco centavos será siempre una moneda de cinco centavos, así que ¿por qué no habría de utilizarla para jugar a cara o cruz?
—¿No le preocupaba que pudiera perder valor de ese modo?
—Pues no. No estaba en muy buenas condiciones, ¿sabe? Bueno, no estaba del todo mal, pero la superficie no se encontraba como cuando la acuñaron. Supongo que las otras cuatro están en mejores condiciones. Una vez vi una de ellas en el Smithsoniano; era un perfecto ejemplar de prueba mate con el fondo pulimentado y no se parecía en nada al mío. En fin, me lo pasé bien; luego un tipo me ofreció una buena suma; le dije que, si redondeaba la cifra en doscientos mil dólares, podría tener en su poder una moneda de cinco centavos. Podría decirle su nombre, aunque no sé si a él le hará gracia que lo haga.
Le pregunté si el comprador conservaba la moneda.
—Como no la haya vendido… —respondió Arnott—. ¿Estaría usted dispuesto a comprarla? Podría llamar al caballero y averiguar si quiere venderla.
—Sólo soy un periodista, señor Arnott.
—Bueno, estaba pensando que resulta fácil ser periodista por teléfono. Yo también lo he sido, y también pastor baptista, y abogado no sé cuántas veces. Pero no quiero ofenderle, señor. Si quiere ser periodista, pues adelante, y si quiere averiguar si la moneda está a la venta…
—Sólo quiero averiguar si todavía la conserva. Me da igual si está en venta o no.
—Entonces deme un número de teléfono al que pueda llamarle y veré si puedo averiguarlo.
Le di el número de Carolyn.
Hice cuatro llamadas más: a Washington, Boston, Cincinnati y Filadelfia. Luego llamé de nuevo a la Sociedad Americana de Numismática y a continuación a El mundo de la moneda, la revista de Sidney, Ohio. Para cuando hube terminado mis dedos habían dado tantos pasos que empecé a preocuparme por ellos. Al fin y al cabo, no había duda de que tenía las manos estrechas (qué raro que no me hubiera fijado antes) y no podía negarse que mi dedo índice era más largo que mi pulgar.
La consecuencia que cabía derivar de aquello era evidente. Tenía la mano de Morton, y no necesitaba preguntarle a nadie lo que aquello podía implicar a la larga: dolores en la palma, pinchazos en la muñeca, tendinitis en el antebrazo y, tarde o temprano, el temido hombro del telefonista.
Colgué y salí de casa como alma que lleva el diablo.