Marilyn quería salir inmediatamente. Tenía que hablar con un abogado para sacar a Conejo bajo fianza (lo cual tenía tantas posibilidades de suceder como todo lo contrario) y ponerse en contacto con Harlan Reese. Sin embargo, cuando le advertí que Ray Kirschmann podía estar merodeando por el vestíbulo o mirando a hurtadillas desde la acera de enfrente, cambió radicalmente de opinión.
—Dios mío —exclamó—. Tal vez lo que debería hacer es quedarme aquí.
La miré, un sueño en rouge et noir hecho realidad, aspiré su perfume y oí con asombro mi propia voz, que le decía que no creía que aquella fuera una buena idea.
—Tienes cosas que hacer —dije—. Y yo también. Así que será mejor que vayamos a hacerlas. Además Ray podría mosquearse y volver aquí con una orden de registro, y el cuarto de baño dejaría entonces de ser un lugar sacrosanto. De todos modos permíteme que te diga una cosa: quizá deberías dejar la pistola aquí.
Ella hizo un gesto de negación con la cabeza.
—No es mía. Mi jefa la tiene por si nos atracan. Me parece que simplemente le gusta tenerla, ¿sabes? ¿A quién se le podría ocurrir atracar un salón de belleza?
—¿Trabajas en un salón de belleza?
Asintió con la cabeza.
—El Peinado Aparente. Somos cuatro peluqueras y Magda, la dueña. Mañana tengo que ir a trabajar y la dejaré en su sitio.
—Mejor. Porque si la policía la encuentra en tu bolso…
—Lo sé.
Estábamos en el pasillo y me disponía a echar la última llave, cuando sonó el teléfono. Apreté los dientes. Aunque abriera todo y corriese a cogerlo, no llegaría a tiempo, y si llegaba, sería sólo alguien que querría ofrecerme una suscripción para el Star Ledger de Newark con los gastos de envío incluidos. Que se fueran a hacer puñetas.
El ascensor pasó por el vestíbulo y nos llevó hasta el sótano. Atravesamos la lavandería y recorrimos un corredor mal iluminado, el cual conducía a la entrada de servicio. Abrí la puerta y dejé que Marilyn pasara primero; subió por el corto tramo de escaleras, abrió su paraguas rojo y negro y desapareció en la oscuridad de la noche.
Al volver a mi piso, me quedé un momento mirando ceñudamente el teléfono y preguntándome cuántas veces habría sonado en lo que había tardado en acompañar a Marilyn a la calle. Ahora no estaba sonando, y ya era lo bastante tarde para desistir de hacer más llamadas. Lo intenté una vez: marqué el número de Carolyn y no obtuve respuesta, lo cual no me sorprendió.
Las cuatro tacitas de café exprés ya habían empezado a perder efecto, pese a lo cual me serví un saludable copazo de whisky escocés sin hielo para que lo acabaran de perder antes. Me lo bebí de un trago y a continuación saqué un vaso más grande de una alacena y mezclé un par de dedos de whisky con el doble de leche. La bebida perfecta para antes de irse a la cama: la leche forma una capa en tu estómago y el whisky te destroza el hígado.
Sonó el teléfono.
Salté por él y antes de llevarme el auricular al oído respiré hondo para tranquilizarme. Una voz masculina, la misma que había oído hacía casi veinticuatro horas, dijo:
—¿Rhodenbarr? Quiero la moneda.
—¿Y quién no?
—¿Qué quieres decir?
—Todo el mundo la quiere. Y a mí tampoco me importaría ponerle las manos encima.
—No bromees conmigo. Sé que tienes la moneda.
—Eso era antes. Ahora ya no la tengo.
Se hizo un silencio, y por el momento pensé que se había cortado la comunicación. Entonces la voz dijo:
—Estás mintiendo, capullo.
—No. ¿Crees que estoy tan loco como para meterla en el mismo bolsillo que las llaves y la medalla de san Cristóbal? Yo no haría algo así, y tampoco la guardaría en casa con todos los robos que, según dicen, se cometen en la ciudad.
La última frase ni siquiera fue merecedora de una risita.
—¿Puedes recuperarla?
—Está en un lugar donde puedo conseguirla.
—Consíguela ahora —me instó—. Di el precio que quieres y concertaremos una cita. Tengo el resto de la noche libre y…
—Me temo que no puedo decir lo mismo —le interrumpí—. Si no logro dormir el tiempo suficiente, a la mañana tengo un humor de perros. Sea como sea, no podría conseguir la moneda a esta hora incluso si quisiera, lo cual no es el caso. Me temo que habrá que esperar hasta mañana.
—¿Mañana a qué hora?
—No sabría decirlo. Dame un número para ponerme en contacto contigo.
—Olvídate de eso, Rhodenbarr. Yo llamaré. Calcula cuánto tiempo necesitarás para obtener la moneda, luego regresa a tu piso a la hora acordada y te llamaré. Dime la hora.
En otras palabras, ve a un lugar determinado a una hora determinada con la moneda en la mano.
—Lo veo difícil —contesté—. Escucha. Hay otro número al que puedes llamar para ponerte en contacto conmigo mañana a las dos de la tarde.
—¿Y qué número es?
Le di el de Carolyn. El piso de alquiler controlado donde vive se lo subarrienda un tipo llamado Nathan Aranow, y como según el registro él sigue siendo el arrendatario, el número de teléfono de Carolyn está a su nombre. (La mitad de los habitantes de Nueva York se organiza de esta manera; la otra mitad paga quinientos dólares al mes por un estudio). No creía que lograra averiguar el nombre y la dirección con el número de teléfono, y si lo conseguía, ¿cómo iba a encontrar a Nathan Aranow? Carolyn se limitaba a enviar un giro postal firmado con ese nombre al dueño de su piso cada mes. Según teníamos entendido, Nathan Aranow había desaparecido años atrás en una riada.
Repitió el número.
—¿Sabe alguien más que tienes la moneda? —preguntó entonces.
—No, nadie.
—¿No tienes un cómplice?
—Siempre trabajo solo.
—¿Y no has hablado con nadie?
—He hablado con muchísima gente, pero no de la moneda.
—¿Entonces nadie sabe que la tienes?
—No que yo sepa —respondí—. Nadie sabe que ha desaparecido. Sólo tú, Herbert Franklin Colcannon y yo, a menos que él se lo haya dicho a otra persona, aunque lo dudo. —De lo contrario, Ray Kirschmann habría olfateado el rastro de medio millón de dólares, y en tal caso no habría dejado de babear sobre mi alfombra—. Es posible que no denuncie su robo, sobre todo si no la tenía asegurada. Y si tiene motivos para no hacerlo.
—No ha denunciado el robo.
—Claro que Conejo podría hablar…
—¿Conejo?
—George Edward Margate. ¿No es esa la razón por la que le indicaste la casa de los Colcannon? Deberías haber elegido a una persona que supiera abrir una caja de seguridad.
Se oyó una risita grave y larga.
—Muy listo —dijo—. Debería haber pensado en ti para organizado todo.
—No te quepa la menor duda… Tal vez fuera más fácil si supiera tu nombre.
—Tal vez —repitió—. Te llamaré mañana a las dos en punto. Ese número es del Village, ¿verdad?
—Tengo una librería en la calle Once. Tiene dos teléfonos; uno figura en el listín y el otro no. Te he dado el número que no figura en el listín.
—¿Voy entonces a la librería?
—No —respondí—. Llama a ese número a las dos.
Colgué y volví a coger mi whisky con leche. La leche estaba tirando a tibia, aunque se supone que eso es una ventaja cuando quieres conciliar el sueño. Me senté, bebí un trago y pensé que acababa de soltar toda una sarta de mentiras. Bien. El teléfono de la oración no había dicho nada concreto sobre la sinceridad, sólo que había que servir de ayuda a otro ser humano, y si no era precisamente aquello lo que yo iba a hacer, tendría que venir alguien a explicarme de qué se trataba.
Sonó el teléfono y lo cogí. Era Carolyn.
—Llevo toda la noche llamándote —dijo—. ¿Qué demonios has estado haciendo? O no contestabas o estabas comunicando, o si no me equivocaba de teléfono. ¿Qué estabas haciendo?
—De todo.
—¿Vas a tener que ponerte gafas?
—¿Gafas?
—¿No me has dicho antes que tenías que ir al oftalmólogo?
—Ah sí, es verdad…
—¿Tienes que ponerte gafas?
—No, pero me han dicho que tengo que dejar de leer a oscuras.
—Eso podía habértelo dicho yo. ¿Estás bien? Tu voz suena un poco rara.
La suya sonaba algo achispada, pero me abstuve de comentarlo.
—Estoy bien —contesté—, si exceptuamos que me siento agotado. Han ocurrido muchas cosas, pero no puedo hablar ahora, de veras.
—¿Tienes compañía?
—Sí —dije. Entonces pensé que sería mejor que dejara de contar mentiras antes de que empezara a crecerme la nariz—. No.
—Sabía que la respuesta tenía que ser una de las dos. Pero ¿cuál es?
—Estoy solo —respondí—. ¿Estás en casa?
—No; estoy de bares. ¿Por qué?
—¿Vas a volver a casa luego?
—Sí, a menos que tenga suerte, pero no lo parece. ¿Por qué?
—¿Vas a estar en casa por la mañana o vas a estar en la Casa del Caniche?
—He dejado de trabajar los sábados, Bernie. No tengo que hacerlo desde que me metí en el negocio de los robos y el dinero me llega a fin de mes. ¿Te acuerdas?
—¿Podrías pasarte por la tienda cuando te despiertes, coger tu contestador automático y llevártelo a tu piso? —pregunté.
—¿Por qué habría de hacer eso?
—Estaré allí a eso de las diez y te lo contaré.
—Joder… Eso espero.
En cuanto colgué, el teléfono volvió a sonar. Era Denise, que por fin había llegado a casa y contestaba a mi llamada. Le pregunté si le gustaría tener compañía a eso de la una y media.
—¿Ahora mismo? —dijo.
—Me refiero a mañana por la tarde. ¿Te parece bien si voy a tu casa por unos minutos?
—Claro. ¿Pero sólo por unos minutos?
—Puede que una hora como mucho.
—Sí, claro, ¿por qué no? ¿Supone esto un paso adelante en el proceso de continuo desarrollo que caracteriza nuestra relación? ¿Estás reservando un polvo relámpago o algo por estilo?
—No —contesté—. Estaré allí a la una y media aproximadamente, quizá a las dos menos cuarto, y te lo explicaré todo.
—Me muero de ganas.
Colgué y me desnudé. Cuando me hube quitado los calcetines, sentado en el borde de la cama, observé mis pies. Jamás los había examinado detenidamente con anterioridad y, desde luego, nunca me había parado a pensar que fueran estrechos. Ahora me lo parecían, sin lugar a dudas: eran estrechos, alargados, escuálidos y ridículos. Y saltaba a la vista: el segundo dedo era más largo que el dedo gordo. Traté de encogerlo, pero no sirvió de nada.
Tenía pie de Morton, de acuerdo, y aunque aquel hecho no era tan desalentador como tener un verdadero Wassermann, no puedo decir que me hiciera feliz.
En ese momento sonó el teléfono.
Lo cogí y una mujer con acento inglés dijo:
—Perdone la molestia.
Mascullé algo.
—¿Bernard Rhodenbarr?
—Sí.
—Creía que quizá había marcado el número del pronóstico del tiempo. Ha dicho: «Llueve sobre mojado».
—No pensaba que lo hubiera dicho tan alto.
—Pues sí, y además, es cierto: está lloviendo y… lamento llamar tan tarde. Me ha resultado imposible ponerme en contacto con usted. Me llamo Jessica Garland. No sé si mi nombre le suena.
—Así, de buenas a primeras, no, pero mi mente no está muy despierta en este momento. Sobre todo si soy capaz de responder al teléfono diciendo una contraseña sacada de una película de espías.
—¿Sabe qué le digo? Que eso es precisamente lo que me ha parecido. Pensaba que tal vez mi abuelo le habría mencionado mi nombre en alguna ocasión, señor Rhodenbarr.
—¿Su abuelo?
—Abel Cornejo.
Puede que la mandíbula me quedara colgando por un momento. Luego dije:
—¿Una nieta de Abel? Ni siquiera sabía que hubiera estado casado…
—No sé si lo estuvo. Con mi abuela no se casó, de eso estoy segura. Ella era de Budapest, y fueron amantes en Viena antes de la guerra. Cuando los nazis anexionaron Austria en 1938, ella salió del país con mi madre en brazos y la ropa que llevaba puesta. Nada más. El regalo de despedida de mi abuelo fue una pequeña fortuna en sellos raros que ella escondió en el forro de su abrigo. Se trasladó de Viena a Amberes, donde vendió los sellos, y de allí a Londres, donde murió durante los bombardeos. Mi abuelo acabó en un campo de concentración y sobrevivió.
—¿Y su madre…?
—Mi madre tenía cinco o seis años cuando murió mi abuela. Fue adoptada por una familia de barrio y creció como una niña inglesa más. Se casó joven y me tuvo pronto. Creía que su padre había muerto en un campo de concentración o en la guerra. Debió de ser hace unos seis años cuando se enteró de que estaba vivo… Pero bueno, qué manera de hablar, ¿no le parece? ¿Le estoy aburriendo?
—En absoluto.
—¿De veras? Bien, un buen día mi abuelo apareció en el portal de nuestra casa, en Croydon. Al parecer había contratado a un par de investigadores y al final consiguió dar con la pista de mi madre. Esta se había convertido en la típica ama de casa inglesa de barrio residencial, mientras que mi abuelo… Bueno, ya sabe el tipo de vida que llevaba.
—Sí.
—Regresó a Estados Unidos. Empezó a escribirnos cartas, pero las dirigía más bien a mí y a mi hermano que a mi madre. Hace un par de años nos escribió con la sugerencia de que tal vez a mí me gustaría vivir en Estados Unidos, sugerencia que llegó en el momento oportuno. Dejé mi odioso trabajo, planté a mi aburrido novio y cogí un DC-10 de Freddie Laker. En resumidas cuentas… ¿Sabe? Cuando la gente dice «en resumidas cuentas», ya es demasiado tarde… El caso es que vivo aquí desde entonces.
—¿En Nueva York?
—En Brooklyn, para ser exactos. ¿Conoce Cobble Hill?
—Más o menos.
—Al principio viví en un hotel residencial para mujeres situado en Gramercy Park. Luego me trasladé aquí. El trabajo que tengo no es odioso, el joven con el que vivo no es nada aburrido y, a decir verdad, rara vez siento nostalgia. Me estoy yendo por las ramas, ¿verdad? Es culpa del agotamiento físico y emocional. Además tengo un motivo para contárselo.
—Lo suponía.
—Es usted una persona muy confiada. El motivo es que mi abuelo me habló de usted, y no sólo en calidad de, mmm… ¿qué tal suena socio?
—Suena bien.
—Sino también como amigo, ¿comprende? Ahora está muerto, como usted bien sabe, y voy a echarlo de menos. Creo que ha muerto de una manera espantosa y espero que atrapen al culpable; pero mientras tanto es a mí a quien corresponde ocuparse de todo. No sé qué habría preferido mi abuelo en lo tocante al entierro, ya que nunca hablaba sobre la posibilidad de su propia muerte. No sé si dejó escrita alguna carta al respecto, y si así es, todavía no ha salido a la luz. Como es natural, la policía tiene el cadáver en el depósito y no sé cuándo van a dar permiso para sacarlo de allí. Cuando lo den organizaré una especie de entierro de carácter privado sin ninguna clase de ceremonia, pero mientras tanto supongo que lo adecuado sería celebrar un funeral, ¿no le parece?
—Es una buena idea.
—A decir verdad, ya he preparado algo. Se va a celebrar un funeral en la iglesia del Redentor de la calle Henry, entre Congress y Amity. Eso queda aquí, en Cobble Hill. ¿Sabe dónde cae?
—Sabré encontrarlo.
—Es la única iglesia que permite celebrar funerales los domingos. Nos reuniremos allí a las dos y media de la tarde. No será una ceremonia religiosa porque mi abuelo no era un hombre religioso, aunque, eso sí, tenía un lado espiritual. No sé si alguna vez le mostró a usted ese lado.
—Conozco el tipo de libros que le gustaba leer.
—Sí, todos los grandes filósofos moralistas. He dicho en la iglesia que vamos a organizar nuestra propia ceremonia. Clay, el hombre con el que vivo, va a leer algo. Le tenía mucho cariño a mi abuelo. Es probable que yo también lea algo. He pensado que tal vez usted quisiera participar en la ceremonia, señor Rhodenbarr.
—Llámeme Bernie. Sí, es posible que pueda encontrar algo para leer. Me gustaría hacerlo.
—Basta con que diga unas palabras. O también puede hacer ambas cosas. —Titubeó—. Quería decirle otra cosa. Veía a mi abuelo cada pocas semanas y en ciertos aspectos estábamos muy unidos; sin embargo, no solía hablarme sobre sus… sus socios. Sé que usted era amigo suyo, y también que tenía un par más del mismo tipo; no obstante, quizá logre usted acordarse de alguien más que quisiera asistir a la ceremonia sin que ello diera lugar a problemas.
—Es posible.
—¿Por qué no invita a las personas que se le ocurran sin más? Podría invitarlas usted mismo sin necesidad de hablar conmigo.
—Muy bien.
—Yo ya he hablado con varios vecinos de su casa, y una mujer va a poner un aviso en el vestíbulo. Supongo que debí hablar en la iglesia de su barrio, porque algunos vecinos tienen dificultades para desplazarse. Pero había llegado a un acuerdo con la iglesia del Redentor antes de que se me ocurriera hacerlo. Espero que no les importe tener que desplazarse hasta Brooklyn.
—Quizá se convierta en una aventura para ellos.
—Espero que haga buen tiempo. Se espera que deje de llover para entonces, aunque los meteorólogos no suelen dar garantías, ¿verdad?
—No por regla general.
—Pues es una lástima. Lamento haberme ido por las ramas, señor Rhodenbarr, pero es que…
—Bernie.
—Sí, Bernie. Es tarde y estoy cansada, más de lo que pensaba. ¿Procurará asistir? ¿El domingo a las dos y media? ¿E invitará a todas las personas de las que logre acordarse?
—Por supuesto —contesté—. Y también prepararé algo para leer.
Apunté la hora, la dirección y el nombre de la iglesia. A Carolyn le gustaría ir, naturalmente. ¿Y a quién más?
Me acosté y traté de acordarme de alguien que conociese y quisiera asistir al funeral de Abel. No conocía a muchos ladrones, ya que siempre he preferido la compañía de los ciudadanos que viven conforme a la ley, y no sabía quiénes eran los amigos de Abel. ¿Querría Ray Kirschmann hacer el viaje? Pensé en ello y supuse que era posible.
Mi mente empezó a divagar. De modo que Abel tenía una nieta… ¿Cuántos años tendría Jessica Garland? Su madre habría nacido en torno a 1936, y si en efecto había contraído matrimonio joven y había tenido a Jessica pronto, veinticuatro o veinticinco años de edad parecía un cálculo bastante razonable. No me resultaba difícil imaginarme a Abel desempeñando el papel de anfitrión con una joven de aproximadamente aquella edad, contándole mentiras encantadoras sobre los viejos tiempos en las cafeterías vienesas y ofreciéndole una y otra vez Strudel y relámpagos de chocolate.
No me había hablado de ella ni una sola vez, el viejo zorro.
Cuando ya casi había logrado conciliar el sueño, una idea me despertó como si alguien me hubiera propinado un codazo. Me levanté, busqué un número de teléfono y llamé. El teléfono sonó cuatro veces antes de que un hombre contestara.
Guardé el mismo silencio que si hubiera llamado al teléfono de la oración. Escuché, y el hombre que había respondido dijo: «¿Sí?» varias veces, quejumbrosamente, mientras sonaba una música de fondo que un perro interrumpía soltando algún que otro ladrido. Entonces colgó (el hombre, digo yo, no el perro), y volví a acostarme.