No me moví ni un milímetro de donde estaba, y ella tampoco. La pistola permaneció asimismo en su sitio, es decir, en su mano y apuntando directamente hacia mí.
No parecía un cañón. Las pistolas con las que se apunta a los detectives de ficción siempre parecen cañones, y se suele decir que los agujeros de sus bocas recuerdan a una caverna. Sin embargo, no se podía negar que aquella pistola era pequeña y tenía un tamaño proporcional al de la manita de la joven. Esta, como ahora pude observar, era una mano bien torneada y tenía las uñas pintadas del mismo color de la blusa y los labios. La pistola era, por supuesto, negra: una pistola automática negra mate con un cañón que no tendría más de dos pulgadas. En aquella mujer todo era o rojo o negro. Sin duda sus pájaros favoritos tenían que ser el mirlo de alas rojas o el tángara encarnado, y su escritor favorito, Stendhal.
En aquel momento sonó el teléfono. Ella le lanzó una mirada e inmediatamente volvió a fijar los ojos en mí.
—Debería cogerlo —dije.
—Si te mueves, disparo.
—Quizá sea algo importante. ¿Y si me han concedido algún premio?
¿Había sido mi imaginación o realmente su dedo se había curvado sobre el gatillo? El teléfono seguía sonando. Sin embargo ella ya lo había mirado, y yo me sentía incapaz de mirar a otra parte que no fuera la pistola.
No me gustan las pistolas. No son más que unos ingeniosos artilugios hechos con el exclusivo propósito de matar gente, propósito que yo deploro. Me ponen nervioso y hago lo que puedo por evitarlas, en consecuencia no sé gran cosa sobre ellas. Lo que sí sé es que los revólveres tienen un cilindro, el cual los convierte en instrumentos idóneos para jugar a la ruleta rusa, mientras que las automáticas, de las que el arma de mi invitada era un ejemplar, suelen estar provistas de un seguro. Cuando está echada, esta pieza impide que el gatillo pueda ser apretado hasta el extremo de disparar el arma.
Hacia la parte trasera de la boca de la pistola podía ver lo que quizá fuera un seguro. Había leído lo suficiente para saber que las personas poco familiarizadas con las pistolas a veces se olvidan de soltar el seguro. Si lograra distinguir si el fiador estaba echado o no, entonces tal vez…
—Por si tienes dudas, te diré que está cargada —me informó.
—No tengo dudas.
—Pues algo estás preguntándote —dijo, y a continuación exclamó—: Oh. —Soltó el seguro con el pulgar—. Ya está. Que no se te ocurra hacer nada. ¿Entendido?
—Por supuesto. Si al menos pudieras apuntar hacia otro lado…
—No quiero disparar hacia otro lado. Lo que quiero es poder dispararte a ti.
—Preferiría que no dijeras eso. —El teléfono dejó de sonar—. Ni siquiera te conozco. Y no sé cómo te llamas.
—¿Y qué importa eso?
—Es que…
—Me llamo Marilyn.
—Por algo se empieza. —Probé suerte dirigiéndole mi sonrisa más encantadora—. Yo me llamo Bernie.
—Ya sé cómo te llamas. Pero tú sigues sin saber quién soy yo, ¿no es así?
—Tú eres Marilyn.
—Marilyn Margate.
—¿La actriz?
—¿Qué actriz?
Me encogí de hombros.
—No lo sé. Por como me has dicho tu nombre he pensado que esperabas que me sonara. Pero no me suena. ¿No crees que tal vez te hayas equivocado de Bernie Rhodenbarr? Ya sé que no es un nombre muy común, pero tal vez haya más de uno. Yo me llamo Bernard Grimes Rhodenbarr; Grimes es el apellido de soltera de mi madre, como Bouvier o Flandres, así que…
—Serás hijoputa…
—¿He dicho algo malo?
—So cabrón. Bouvier, Flandres. Fuiste tú quien mató a Wanda.
Esta vez no había sido mi imaginación; no había duda de que su dedo se había curvado sobre el gatillo. Y aquel trasto empezaba a parecerse a un cañón y su boca a un agujero negro.
—Mira —dije—, estás cometiendo un terrible error. Yo no he matado a nadie en mi vida. Soy incapaz hasta de pisar una cucaracha. Soy el hombre que enseñó a Ghandi a ser pacifista. Comparado conmigo, Albert Schweitzer era un despiadado asesino. Yo…
—Cállate.
Obedecí.
—No sabes quién soy, ¿verdad? Creí que mi apellido te sonaría. Mi hermano es Conejo Margate.
—Conejo Margate…
—Exacto.
—No sé quién es esa persona.
—George Edward Margate, aunque todo el mundo lo llama Conejo. Le han arrestado esta tarde y le han acusado de robo y asesinato. Dicen que asesinó a Wanda el martes por la noche, pero mi hermano nunca ha matado a nadie.
—Yo tampoco. Escucha…
—Cállate. Una de dos: o fuiste tú quien la mató o sabes quién fue. ¿Crees que voy a permitir que mi hermano pequeño pague por un asesinato que no ha cometido? Ni soñarlo. O confiesas o te reviento la tapa de los sesos.
El teléfono volvió a sonar. Ella no le prestó atención; yo tampoco hice nada al respecto, aparte de preguntarme quién podría ser. ¿Sería la misma persona que había llamado minutos antes? ¿Sería la persona cuya llamada yo no había respondido cuando había salido a cenar? ¿Sería la que me había colgado o la que la noche anterior se había ofrecido a comprar el Nickel-V? ¿Serían todas ellas la misma persona? ¿O ninguna de ellas?
Llegué a la conclusión de que no tenía mucha importancia; el teléfono dejó de sonar y dije:
—George Edward Margate. Conejo Margate… De modo que tú eres su hermana Marilyn.
—¡Entonces lo conoces!
—No… Es la primera vez que oigo su nombre. Pero ahora sé quién es. Es el ladrón que entró en casa de los Colcannon el martes y dejó la radio encendida.
—Estuviste allí. Acabas de reconocerlo.
—Pero Conejo también estuvo allí. ¿No es cierto?
Me miró con cara de cansancio.
—¿Pero quién te piensas que eres haciendo todas estas preguntas? Tú no eres de la bofia.
—No, no lo soy. Pero tampoco soy el asesino. No maté a nadie el martes por la noche. Y tu hermano tampoco.
—¿Estás diciendo que no fue él?
—Exacto. No fue él. Pero sí fue él quien robó la casa, ¿no es así? Entró por el tragaluz del dormitorio. ¿Lo hizo solo?
—No… Pero espera un momento. No eres tú quien ha de hacer las preguntas, joder. No tengo por qué decirte si estaba allí ni tampoco si estaba con alguien.
—No tienes por qué decir nada. De acuerdo, Marilyn: Conejo no mató a nadie. —Respiré hondo. Parecía llegado el momento de mostrar una franqueza conciliadora—. Yo llegué a la casa cuando Conejo y su socio ya se habían ido. Los Colcannon no estaban allí cuando les robaron, y tampoco cuando yo llegué.
—Eso no puedes probarlo.
—Para empezar, nadie puede probar que yo estuve allí. Sin embargo puedo probar que no me encontré con los Colcannon, ya que el otro día Herbert Colcannon tuvo ocasión de mirarme todo lo que quiso por un espejo unidireccional y no logró identificarme.
Marilyn asintió lentamente.
—Eso es lo que dice la policía: que había otro sospechoso llamado Rhodenbarr, pero que le soltaron porque Colcannon no lo había visto antes. Sin embargo Colcannon sí identificó a Conejo y yo sé que no lo conoce de nada, por lo que he pensado que tal vez habría sido un error o que tú habías pagado a alguien o algo por el estilo… No sé ni lo que he pensado. Todo lo que sé es que mi hermano se ha metido en un lío por algo que no ha hecho y que si pillo al verdadero culpable…
—Pero yo no soy esa persona, Marilyn.
—¿Entonces quién es?
—No lo sé.
—Yo tampoco, y… —Se interrumpió bruscamente y miró a la pistola que tenía en la mano como preguntándose cómo había llegado allí—. Está cargada —dijo.
—Eso mismo he pensado yo.
—He estado a punto de dispararte. Quería hacerlo. Como si dispararte fuera a resolver lo de Conejo…
—Habría resuelto todo lo mío. Aunque no de la manera más acertada.
—Pues no. Mira, yo…
¡Pom, pom, pom!
Estaba claro quién estaba llamando esta vez. Se lo advertí a Marilyn llevándome un dedo a los labios, y a continuación me acerqué a ella y puse esos mismos labios a pocos centímetros de uno de sus pendientes de oro.
—Es la bofia —musité, señalándole la puerta del cuarto de baño.
Ella no perdió el tiempo haciendo preguntas: pistola en mano, se encerró en el baño en el momento en que volvía a llamar el inesperado visitante.
Pregunté quién era.
—Es quien te imaginas que es, Bern. Abre la puerta, ¿vale?
Descorrí los cerrojos y dejé pasar a Ray Kirschmann. Llevaba el mismo traje del día anterior, pero ahora lo tenía mojado, lo cual no mejoraba su aspecto en lo más mínimo.
—La jodida lluvia —dijo con disgusto al tiempo que se quitaba el sombrero y toda el agua que había en el ala caía al suelo.
—Gracias —dije.
—¿Mmm?
—Tenía un problema con las tablas del suelo: se me estaban secando. Esperaba que viniera alguien a regarlas… Lo que podrías hacer la próxima vez es llamar, Ray.
—Lo he hecho, pero la línea estaba ocupada.
—Qué raro. No estaba hablando por teléfono. —Quizá había marcado mi número justo cuando estaba llamando otra persona—. ¿Qué te trae por aquí?
—La bondad de mi corazón —respondió—. De un tiempo a esta parte no hago más que hacerte favores. Te he llevado a la librería en dos ocasiones. Y esta noche vengo a verte para decirte que no tienes por qué preocuparte sobre el caso Colcannon. Ya han cogido a uno de los cabrones.
—¿De veras?
Hizo un gesto de asentimiento.
—Un tal George Margate. Es un tipo joven, aunque ya tiene dos o tres arrestos por allanamiento de morada. Nunca le había pegado una paliza a nadie, aunque ya sabes cómo son los jóvenes: no muy equilibrados que digamos. Quizá su socio sea un tipo duro, o quizá se hubieran metido alguna droga. Hemos encontrado una bolsita de marihuana en su frigorífico.
—La hierba asesina.
—Sí… De todos modos no es la marihuana el motivo por el que le hemos cogido, sino las otras cosas que hemos encontrado en su piso. Vive en un piso de dos habitaciones de la Décima Avenida, a la altura de la Cuarenta, a un par de manzanas del edificio de viviendas protegidas donde pasó la infancia. El piso está en Hell’s Kitchen, aunque ahora se supone que hay que llamarlo Clinton para que la gente se olvide de que es un barrio de mala muerte. Hemos registrado las dos habitaciones y hemos descubierto que tenía la mitad de la casa de los Colcannon escondida en ellas. Tenía plata, por amor de Dios: todo un servicio de cubertería de plata de ley para doce personas además de un buen número de bandejas y fuentes. Vale una fortuna.
—Me acuerdo de cuando apenas merecía la pena robar algo así —dije con nostalgia—. Luego la onza pasó de valer un dólar veinte a valer cuarenta dólares. También me acuerdo de cuando el oro valía menos que eso.
—Sí… También hemos encontrado algunas pieles: un abrigo largo de visón de cría, una chaqueta de marta y algo más que no recuerdo. Estaban todas en la lista que nos había proporcionado Colcannon, incluso las etiquetas de los peleteros. En total es más de la mitad de los objetos que echaba en falta Colcannon, y además algunas cosas cuyo robo no había denunciado. ¿Quién se sabe al dedillo un inventario completo de todo lo que tiene? Creemos que la mitad de lo robado está en el piso de su socio, si no es que la ha conseguido vender ya.
—¿Quién es el socio?
—No lo sabemos todavía. Nos lo dirá cuando comprenda que esa es la única manera de conseguir una condena corta. En este momento se cree James Cagney.
—¿Cómo habéis dado con él?
—Pues como de costumbre, por alguien que ha dado el soplo. Puede que haya estado alardeando en un bar, o simplemente haya ido por ahí con mejor aspecto y enseñando un montón de dinero, y alguien haya atado cabos. En su barrio la tercera parte de los que andan por la calle son soplones, y el golpe de los Colcannon ocurrió cerca de allí. ¿A cuánto queda la calle Dieciocho? ¿A un kilómetro y pico? ¿A dos?
Hice un gesto de asentimiento.
—Bueno —dije—, gracias por pasarte por aquí para decírmelo, Ray. Te lo agradezco.
—En realidad he venido por lo mismo del otro día. Tengo que ir al cuarto de baño.
—Está estropeado.
—¿De veras? —Siguió andando hacia la puerta—. A veces estas cosas se arreglan solas, ¿sabes? Quizá pueda arreglártelo yo. Un tío mío era fontanero y me enseñó un par de cosas hace unos años.
¿Había echado Marilyn el pestillo? Contuve la respiración. Ray giró el tirador y se dio cuenta de que la puerta estaba atrancada.
—¿Qué coño ocurre? —dijo.
—Será por el tiempo que hace.
—Sí, la humedad fastidia las puertas. De todos modos, un viejo ladrón jubilado como tú, debería ser capaz de abrirla.
—Se acaba perdiendo la habilidad.
—Y que lo digas… —Se acercó a la ventana y escudriñó la oscuridad que invadía la calle—. Apuesto a que desde aquí se podría ver el Trade Center si el tiempo fuera algo mejor.
—Se puede.
—Y el bueno de Abel Cornejo podía ver Nueva Jersey siempre que quería. Estoy seguro de que todos los ladrones viven en sitios con vistas sacadas de un libro de fotografías. Lo que se ve desde mi ventana es un primer plano del tendedero de la señora Houlihan… ¿Sabes qué me gustaría encontrar, Bern? Un vínculo que una el caso Colcannon y el caso Cornejo. No tenemos ninguna pista relacionada con este último. Nadie sabe nada.
—¿Qué sabe Conejo sobre Abel?
Oh, Dios mío, ¿por qué le había llamado así?
—¿Conejo? —Ray frunció el entrecejo y parpadeó—. Ya te lo he dicho, se parece a Cagney haciéndose el duro. No creo que le suene el nombre de nada, pero tiene un socio, ¿no? Aunque no sepamos quién es. Pensé que tú, Bern, podrías decirme si alguien hubiera tratado de venderle joyas y plata a Abel Cornejo.
Pensé en ello, o intenté aparentar que lo hacía.
—Abel nunca compraba pieles —dije—. Estaba especializado en sellos, monedas y joyas. ¿Plata? Bueno, si me llegara un bock de Revere a las manos, Abel habría sido uno de los varios peristas a los que se lo habría ofrecido. Pero Abel no tenía interés en la plata normal y corriente. Claro que tal vez las cosas hubieran sido diferentes desde el momento en que su precio se puso por las nubes. De todos modos, ¿quién en su sano juicio acudiría a un perista hoy día? Basta con ir a uno de esos sitios donde compran plata a peso para luego echarla a un crisol. O si temes que vas a tener problemas al canjear el cheque le dices a alguien de confianza que lo haga en tu lugar. No, no me imagino a nadie llevándole plata a granel a Abel.
—Ya, eso mismo pienso yo. ¿Quién está en tu cuarto de baño, Bern?
—Greta Garbo.
—Quería estar sola, ¿eh?
—Eso me ha dicho.
—Ya. Sé que no es la misma mujer que estuvo aquí la otra noche. No hay ningún cigarrillo en los ceniceros. Y el perfume es diferente. No es el mismo que olí la otra vez.
—Se… se está haciendo tarde, Ray.
—Cierto. Nunca se hace temprano, ¿verdad? ¿Qué te llevaste de la caja de seguridad de los Colcannon, Bern?
—Ni siquiera he visto esa caja de seguridad.
—Colcannon incluyó en la lista un par de cosas que tenía guardadas en ella. Un reloj y algunas joyas, creo que unos pendientes. No los hemos encontrado en el piso de Margate. Sería toda una coincidencia si los encontráramos en Riverside Drive, ¿no te parece?
—No sé adónde quieres ir a parar.
—Pues te lo voy a decir, Bern. La mitad de las veces no lo sé ni yo mismo. Lo único que hago es husmear a ciegas. Es como hacer un rompecabezas por un sistema de tanteo, cogiendo diferentes piezas e intentando ponerlas de una u otra manera para ver cuáles y cuáles no.
—Debe de ser fascinante.
—Ajá… ¿Cómo es que conoces a Margate?
—No lo conozco. Esas dos piezas del rompecabezas no encajan.
—¿No? Habría jurado que sí. ¿Cómo es posible que sepas que le llaman Conejo?
—Así es como le has llamado, Ray.
—Yo diría que no. Creo que le he llamado George.
—En efecto, pero eso ha sido la primera vez que te has referido a él. Luego ha habido otra ocasión en que le has llamado Conejo.
Ray hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Sigo pensando que no. Me he cuidado de llamarle Conejo precisamente para ver si tú lo hacías.
—Te habrás ido de la lengua.
—Uno de los dos lo ha hecho. —Volvió a ponerse el sombrero y, tras arreglarse el ala, dijo—: Bueno, es hora de que vuelva a casa. Ya puedes decirle a esa chiquita que salga del cuarto de baño. Viviendo en estos tiempos no sé cómo puede sentirse cohibida. Pero bueno, eso no es más que la opinión de un jodido poli; en este trabajo uno acaba sospechando de todo el mundo. —Suspiró—. Los ladrones y los peristas tienen siempre las mejores vistas… Y también las mejores mujeres. La única mujer que encontrarás en el cuarto de baño de mi casa es mi esposa, y cuando miro por la ventana, si no veo la colada de la señora Houlihan, me encuentro con la señora Houlihan. Si me dieran a elegir, preferiría mirar la ropa, te lo aseguro.
—Entiendo.
—No esperaba menos de ti. Lo que detestaría ver, Bern, es que te colgaran lo de los Colcannon. Si ya tienen a Conejo, ¿por qué habrías de pagar tú por ello? ¿Sabes a qué me refiero?
Guardé silencio.
—Pero si puedo sacar algo por las molestias que me estoy tomando, quizá logre olvidar algunas de las cosas en las que casualmente me estoy fijando. ¿Sabes a qué me refiero, Bern?
Sabía a qué se refería.
Cuando Ray se fue, eché los cerrojos y permanecí delante de la puerta durante un buen rato. Luego descorrí los cerrojos y abrí un resquicio para tener una perspectiva del pasillo hasta los ascensores. A menos que se estuviera haciendo el listo y se hubiese escondido tras una esquina, Ray se había marchado.
Así pues, volví a echar los cerrojos, fui al cuarto de baño y le dije a Marilyn que no había moros en la costa.
Había oído la mayor parte de la conversación. Hablamos, y cuando acabamos tuve la impresión de que creía que yo no tenía nada que ver con el asesinato de Wanda Colcannon. Sin embargo sabía que Conejo también era inocente del asesinato y quería sacarle del atolladero.
—¿Y el socio? —le pregunté—. ¿Con cuántos tipos trabajó Conejo?
—Sólo con uno.
—¿Sabes quién es?
—No sé si debo decirlo.
—Bueno, yo no se lo diré a nadie. Y es probable que la policía ya sepa quién es, si es que aún que no lo han detenido.
—Conejo no se chivaría nunca.
—Tal vez sí tal vez no —dije—. La mayoría de la gente lo hace tarde o temprano. Pero incluso si Conejo es el hueso más duro desde G. Gordon Liddy, es probable que la poli pille a su socio de la misma manera que le han pillado a él. Algún vecino atará cabos e irá a comisaría a contarlo.
—¿Por qué quieres saber quién es?
—Porque quizá se repartió lo robado con Conejo y luego volvió solo a la casa de los Colcannon para probar suerte con la caja de seguridad. O tal vez fue en compañía de una tercera persona.
—¡Oh! —Marilyn se llevó un dedo a su puntiaguda barbilla. En los ojos, observé, no le hacía falta tanto maquillaje. Ya eran lo bastante grandes sin él—. No creo que Harlan fuera capaz de algo así.
—¿Harlan?
—Harlan Reese. Dieron el golpe juntos. Si Harlan volvió… No, no lo considero capaz de algo así, al menos sin decírselo a Conejo.
—Puede que volvieran juntos.
—Todavía piensas que fue Conejo quien lo hizo.
—Yo no he dicho eso. De todos modos, ¿cómo sabes lo que pudo hacer Harlan?
—Conejo no volvió a la casa. Estoy segura.
No insistí. Hablamos del tercer grupo de ladrones sobre el que Carolyn y yo habíamos conjeturado y, mientras le contaba la teoría, me resultó tan difícil de explicarla con precisión como la idea del esquivo tercer asesino de Macbeth: Un par de gamberros habían encontrado un tragaluz roto por casualidad mientras saltaban ociosamente por los tejados con la esperanza de hallar algún lugar para dar un golpe, se habían introducido por él con intenciones delictivas y habían cometido un homicidio de poca importancia antes de irse.
Hasta aquel momento me había creído aquella posibilidad. Ahora en cambio tenía la impresión de que en la escalera de la verosimilitud ocupaba un peldaño situado entre el ratoncito Pérez y el Coco.
Ray estaba en lo cierto, aunque por motivos equivocados. Los dos asesinados, Abel y Colcannon, estaban relacionados de alguna forma. La única manera que tenía Conejo Margate de librarse de una acusación de asesinato consistía en que alguien diera con el verdadero asesino, ya que la policía no iba a ocuparse de ello de ningún modo. Si creía que ya tenía al verdadero asesino, ¿por qué iría a buscar en otra parte?
El problema era que si Conejo no quedaba libre de toda sospecha, yo me encontraba en un lío, puesto que, por una parte, la hermana de Conejo sabía que yo había estado en casa de los Colcannon después de que su hermano se marchara y, por la otra, Ray sabía que yo conocía a Conejo antes de que él lo mencionara y suponía que yo estaba relacionado tanto con Colcannon como con Abel, por lo que tarde o temprano haría algo al respecto.
Para empezar, podía llevar a cabo un registro en el piso de Abel del tipo que yo había hecho, y si bien no creía que fuera a encontrar el dinero oculto en el teléfono o los sellos raros que había en los libros, tampoco creía que fueran a escapársele el reloj y los pendientes. Y en cuanto los encontrara, ordenaría que buscaran huellas por todo el piso.
Entonces yo estaría metido en un lío. La poli había buscado huellas después de hallar el cadáver de Abel, razón por la cual yo no me había tomado la molestia de ponerme guantes durante mi reciente visita. (Esa era una de las razones; la otra era que, ¡oh!, había olvidado llevar un par). Así pues, mis huellas estaban por todo el jodido piso, y aunque esto quizá no constituyera una prueba de asesinato (dado que no las habían recogido durante la primera inspección), sí demostraría, y de manera convincente, que yo había ido de visita al piso de Abel después de su muerte. ¿Cómo iba a explicar aquello?
Cogí el teléfono y llamé a Carolyn. No obtuve respuesta. Llamé a Denise, y Jared me dijo que su madre aún no había regresado a casa. Llegué a la conclusión de que algo realmente grave sucedía con los teléfonos, puesto que no dejaba de llamar a gente y de recibir llamadas y nadie lograba hablar con nadie. Mi vida se estaba convirtiendo en una mala metáfora del fracaso de las comunicaciones en la época de la alienación.
Llamé al 262 4200. El teléfono sonó y lo cogieron; durante un minuto escuché sin decir palabra. Seguidamente colgué el auricular y me volví hacia Marilyn, quien me estaba mirando con cara de extrañeza.
—No has dicho nada —dijo.
—Cierto. Voy a ayudarte.
—¿Cómo?
—Haciendo que suelten a Conejo.
—¿Y cómo vas a hacer eso?
—Averiguando quién es el tercer ladrón. Descubriendo quién mató realmente a Wanda Colcannon.
Tuve miedo de que me preguntara cómo pensaba hacer todo aquello, ya que no habría sabido qué responderle. Lo que sí me preguntó fue el motivo:
—El último número que he marcado ha sido el del teléfono de la oración.
—Muy gracioso.
—Lo digo en serio. La oración de hoy es más o menos así: «Oh, Señor, permíteme hoy hacer algo que no haya hecho nunca. Enséñame una nueva manera de servir de ayuda a otro ser humano». No es esto exactamente lo que decía, pero sí lo esencial.
Marilyn enarcó sus perfiladas cejas y dijo:
—El teléfono de la oración…
—Llama tú misma si no me crees.
—Y esta es la razón por la que vas a ayudar a Conejo.
—Es una razón. ¿No te vale?
—Sí —respondió—. Supongo que sí… Supongo que tendrá que valerme.