13

Habría bajado por las escaleras hasta el piso de Murray Feisinger, ya que cabía la posibilidad de que siguiera de servicio el mismo ascensorista que me había atendido y de que su memoria trabajara horas extras. Sin embargo, cuando ya me estaba acercando al ascensor, una anciana me cerró el paso con un movimiento de la cabeza y una sonrisa. Llevaba una chaqueta negra de borrego persa y sostenía en los brazos un perro pequeñísimo. Quizá fuera un maltés. Carolyn lo habría adivinado a simple vista.

—Te vas a mojar con la lluvia —me dijo—. Vuelve por tu gabardina.

—Voy con retraso.

—Yo tengo una gabardina de plástico —insistió—. Doblada. La llevo siempre en el bolso. —Dio una palmadita a su bolso de bandolera y añadió—: Tú eres el hijo de los Stettiner, ¿verdad? ¿Cómo está tu madre?

—Oh, está bien.

—¿Le duele menos la garganta?

—Mucho menos.

—Menos mal —dijo al tiempo que rascaba al perro detrás de la oreja—. Debe de estar encantada de tenerte en casa por unos días. ¿Vas a quedarte mucho tiempo? ¿El fin de semana o algo más?

—Bueno, todo el tiempo que pueda.

—Qué maravilla —exclamó. El ascensor llegó en aquel momento y la puerta se abrió. Entré detrás de la anciana y pude observar que era el mismo ascensorista de antes quien estaba a cargo de la nave. Sin embargo en sus ojos no vi ninguna señal de reconocimiento—. No te acordarás de mí —continuó la mujer—. Soy la señora Pomerance, del 10-J.

—Pues claro que me acuerdo de usted, señora Pomerance.

—De manera que tu madre se encuentra mejor… Estoy intentando recordar cuándo fue la última vez que hablé con ella. Fue una lástima lo de su hermano. Es decir, lo de tu tío.

¿Qué pasa con mi tío ahora?, pensé.

—Bueno —respondí apretando mi Ética de Spinoza—. Son cosas que pasan…

—Fue el corazón, ¿verdad?

—En efecto.

—Escucha, no es lo peor que te puede pasar. Seguro que te habrás enterado de lo que le ocurrió a nuestro vecino, el señor Cornejo.

—Sí, lo sé. Sucedió hace poco, ¿verdad?

—Anteayer, según dicen. ¿Y sabes qué cuentan de él? Que compraba objetos robados. Salía en los periódicos. Hay que ver, en este edificio precisamente, que ha pasado a manos de una cooperativa, y ahora resulta que uno de los inquilinos es un hombre que compra objetos robados… Y luego va y le matan en su propio piso.

—Es algo terrible.

Habíamos llegado a la planta baja y atravesado el vestíbulo. Justo antes de llegar a la puerta, la señora Pomerance se detuvo para sujetarle la correa al perro en el collar y a continuación sacó del bolso una gabardina de plástico doblada.

—Me la colgaré del brazo —me explicó—. Así cuando empiece a llover no tendré que buscarla. Lo que le ha sucedido al señor Cornejo… da que pensar, ¿eh? Siempre fue un hombre muy simpático y jamás le faltaba tiempo para dirigirte una palabra amable en el ascensor. Aunque fuese un delincuente, no se puede negar que era un buen vecino.

Pasamos tranquilamente por delante del conserje y nos quedamos indecisos por un momento bajo el toldo. El perrito estaba tirando de la correa, impaciente por echar a andar, hacia Riverside Park, y yo estaba como mínimo tan impaciente como él por echar a andar en la dirección opuesta.

—Bueno —dije—. Era un perista.

—Esa es la palabra: perista.

—Y ya sabe lo que se suele decir: no hay buen perista que no sea buen vecino.

No tenía sentido volver al centro. Ya era la hora de cerrar cuando salí del piso de Abel. Para evitar que me sorprendiera la lluvia con el libro de Spinoza bajo el brazo cogí un autobús en dirección a Broadway. Todavía no se había puesto a llover cuando me bajé en la calle Setenta y dos y me encaminé hacia casa.

En el buzón no había más que facturas y correo comercial. Los subí al piso, tiré las ofertas de quienes querían venderme algo y archivé las cartas de quienes querían que les pagase. Ganando y gastando damos al traste con nuestras facultades, pensé, y puse a Spinoza en el estante al lado de Wordsworth.

Llamé al piso de Carolyn. No respondió. Llamé a la galería El Estrecho y contestó Jared, quien me dijo que su madre había salido. Llamé a La Casa del Caniche y me respondió el contestador automático de Carolyn. No dejé ningún recado.

Colgué el auricular y el teléfono sonó sin darme tiempo a alejarme tres pasos de él. Lo cogí y dije «¿Sí?». Cuando me disponía a decir «¿Sí?» por segunda vez, colgaron.

Alguien que se habría equivocado de teléfono. O la persona que me había llamado la noche anterior. O alguna amiga que en el último momento había decidido que no quería hablar conmigo. O alguien, cualquiera, que simplemente quería saber si estaba en casa.

Cogí un paraguas y me dirigí hacia la puerta. El teléfono volvió a sonar. Salí y cerré con llave. El sonido del teléfono me siguió por todo el pasillo.

A una manzana de Broadway me comí un enorme plato de espaguetis y una gran ensalada con lechuga, aceite y vinagre. No había comido nada desde el desayuno aparte del pastel y el vaso de leche que había tomado en el piso de Abel; tenía hambre, estaba enfadado y me sentía solo y cansado, y lo único que me parecía que podía remediar en aquel momento era lo primero. A continuación tomé una pequeña copa de tortoni (que nunca resulta un postre tan extraordinario como uno espera) y la acompañé con cuatro tacitas de un café exprés negrísimo aderezadas con una gota de anís. Para cuando salí del restaurante la cafeína estaba corriendo animadamente por mis venas. Ya no estaba ni hambriento ni cansado, y me resultaba difícil recordar por qué había estado enfadado. Todavía me sentía solo, pero pensaba que podría sobrellevarlo.

Volví a casa andando a pesar de la lluvia, sin poder ver si la luna estaba rodeada por un halo o no. Cuando llegué al portal, Armand, tan flemático como de costumbre, me saludó llamándome por mi nombre. Previamente se las había arreglado para no hacerme ni caso, tanto cuando había entrado al edificio como cuando había salido en dirección al restaurante. Él y Félix son una pareja de cuidado, aunque uno es más letárgico que el otro. El tercer conserje, el individuo que trabaja de las doce de la noche a las ocho de la mañana, no aparece sobrio en público por principio. Alguien debería mandarlos a los tres a la casa de la calle Ochenta y nueve con Riverside para que recibieran unas clases prácticas para principiantes durante mes y medio.

Cuando crucé el vestíbulo, una mujer se levantó de la butaca orejera con el estampado de flores. Aparentaba unos veintiocho años. Una melena de rizos negros sueltos le caía unos centímetros por debajo de los hombros; su cara era un triángulo invertido rematado en una boca pequeña y una barbilla afilada; y el color escarlata del pintalabios daba brillo a sus labios y contrastaba con el intenso sombreado de sus ojos. Si sus pestañas eran naturales, debía de haber estimulado su crecimiento con unas buenas dosis de fertilizantes químicos.

—¿Señor Rhodenbarr? —dijo—. He de hablar con usted.

Bueno, aquello explicaba el saludo de Armand; había sido su sutil manera de identificarme. Esperé que hubiera recibido una generosa recompensa por su servicio, ya que acababa de conseguir que le excluyera de mi lista de aguinaldos.

—Usted dirá —respondí.

—Es un asunto de cierta importancia. ¿Le importa si nos vamos de aquí y subimos a su piso?

Me miró batiendo sus inverosímiles pestañas. Encima de ellas se dibujaban dos estrechas líneas curvas que ocupaban el lugar de las cejas que Dios le había dado. ¿Que te molestan las cejas? Pues te las arrancas.

Aquella joven parecía el sueño de un masoquista tal como lo habría plasmado la febril pluma de un dibujante adolescente: llevaba zapatos negros de aguja con una tira de sujeción y una blusa rojo sangre hecha de una brillante tela sintética, ceñida y lo suficientemente ajustada para que uno no pudiera olvidarse ni por un momento de que los seres humanos son mamíferos.

También llevaba un paraguas negro y rojo sin abrir; un bolso de vinilo negro que le iba pintado con los pantalones, y unos largos pendientes de oro. Las esmeraldas que habíamos robado a los Colcannon y vendido a Abel habrían quedado de maravilla colgados de aquellos pequeños lóbulos, pensé, y me pregunté si desearía que volviera al piso y se los trajera.

—¿A mi piso? —repetí.

—¿Sería posible?

—¿Por qué no?

Subimos en el ascensor, y en su limitado espacio recibí una dosis completa de su perfume. Tenía mucho de almizcle y algo de pachulí, y producía al mismo tiempo un efecto erótico y una sensación de mal gusto. Sin embargo no podía quitarme de la cabeza la idea de que en realidad no llevaba perfume, sino que había nacido con aquel olor. El ascensor llegó a mi planta. La puerta se abrió. Avanzamos por el estrecho pasillo e imaginé que todos mis vecinos estarían detrás de sus respectivas puertas con un ojo puesto sobre la mirilla para ver fugazmente qué traía el inquilino ladrón para la noche. Cuando pasamos al lado de la puerta de la señora Hesch, creí oír un carraspeo de reproche.

No habíamos hablado en el ascensor y tampoco lo hicimos en el pasillo. Me entraron ganas de alardear abriendo la puerta sin ayuda de la llave, pero me contuve y abrí los cerrojos de la manera convencional. Una vez dentro me mantuve ocupado encendiendo lámparas, mientras me arrepentía de no haber cambiado las sábanas tras la visita de Denise, pese a que mi invitada no parecía de las que ponen reparos a revolcarse en una cama en la que otra mujer se ha acostado recientemente. Sin embargo…

—¿Le apetece algo para beber? —pregunté.

—Nada.

—¿Una taza de café? ¿Un té? ¿Una infusión de hierbas?

Ella hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Bueno, siéntese. Póngase cómoda. Creo que no recuerdo su nombre…

Jamás he tenido tantas dificultades para mantener las formas como en aquella ocasión, pero no había nada que pudiese hacer al respecto. Aquella joven era una hortera, tenía un aspecto que no dejaba lugar a la imaginación y resultaba totalmente irresistible. No recordaba haberme sentido más cachondo en mi vida y tenía que contener el impulso de ponerme a cuatro patas y empezar a darle mordiscos a la alfombra.

No se sentó, y tampoco me dijo cómo se llamaba. Su rostro adoptó por un segundo una expresión sombría; entonces bajó la vista y metió la mano en el bolso.

Cuando la sacó, sostenía en ella una pistola.

—Si te mueves —dijo—, te levanto la jodida tapa de los sesos, hijoputa.