La perilla de Murray Feisinger tenía unas cuantas canas a poca distancia del centro. Por su aspecto andaría por los cuarenta años de edad, tenía cara ovalada, entradas en el cabello y unas enormes gafas de carey que aumentaban el tamaño de sus ojos marrones. Ahora estaba de rodillas y mirándome, con un zapato en una mano y mi pie descalzo en la otra. Mi calcetín estaba a su lado, en el suelo, como una rata de laboratorio muerta.
—Tiene los pies estrechos —dijo—, estrechos y largos.
—¿Eso es malo?
—Sólo en casos extremos, y el suyo no lo es. Los tiene un tanto más estrechos que la media, pero lleva zapatillas Puma, que son algo más anchas que la media, aunque no tanto como las de anchura especial. De todos modos, a usted no le sirve que se fabrique calzado de anchura especial, pues tiene el pie estrecho. Sus pies acaban teniendo demasiado espacio, lo cual aumenta la tendencia del talón a la pronación. Eso significa que se vuelve para adentro, de esta manera —dijo moviendo el pie para mostrármelo—, y ahí está la causa de todos sus problemas.
—Ya veo.
—New Balance fabrica calzado de diferentes anchuras. Podría probarse un par. Luego está Brooks. Los zapatos de Brooks son de calidad y más bien del tipo estrecho, por lo que deberían quedarle bien.
—Estupendo —dije. Me habría levantado de la silla, pero eso resulta algo difícil cuando alguien te tiene cogido del pie—. Voy a comprarme un par y, hala, a correr.
—No tan rápido, amigo. ¿Cuánto tiempo lleva corriendo?
—No mucho.
—En realidad, acaba de empezar. ¿Tengo razón?
Ni siquiera había empezado, y no tenía intención de hacerlo. Aún le dije que tenía razón. A continuación emití una risilla tonta, no porque algo me hubiera parecido gracioso sino porque mi querido doctor Feisinger me estaba haciendo cosquillas en el pie.
—¿Le hace cosquillas?
—Un poco.
—Inhibición —dijo—. Esa es la causa de las cosquillas. Hago cosquillas a la gente todos los días. Es inevitable cuando tienes las manos llenas de pies durante seis u ocho horas seguidas. ¿Se ha hecho cosquillas en los pies alguna vez?
—Ni se me había ocurrido.
—Pues bien, fíese de mí: no podría hacerlo incluso si lo intentara. No funcionaría. Las cosquillas son una respuesta a una determinada manera de tocarnos de otra persona. En eso consisten.
—Eso es muy interesante —mentí.
—Con el paso del tiempo a mis pacientes les hago menos cosquillas. Y no es que les toque de manera diferente, sino que se acostumbran a mi manera de tocarles. Están menos inhibidos. En eso consisten las cosquillas. De todos modos el problema que usted tiene en los pies consiste en algo muy diferente. ¿Sabe qué tiene?
Cinco deditos en cada uno de ellos, pensé, y la compañía de un pedicuro locuaz. Pero al parecer se trataba de algo más serio que eso. Yo no me esperaba aquello.
—Tiene el pie de Morton —dijo.
—¿De veras?
—Sin lugar a dudas. —Curvó el dedo índice y me golpeó fuertemente en mi dedo índice del pie—. El pie de Morton. ¿Sabe lo que significa?
La muerte, pensé. O una amputación. O treinta años en una silla de ruedas o, como poco, una inhabilitación para tocar el piano.
—Pues realmente no lo sé —reconocí—. Supongo que tendrá algo que ver con la sal.
—¿Con la sal? —Me miró con perplejidad, aunque sólo por un momento—. El pie de Morton… —dijo entonces, golpeándome nuevamente el dedo del pie. No me hizo cosquillas, por lo que debía de estar superando mis inhibiciones—. No parece nada bueno, ¿eh? Significa únicamente que este dedo de aquí —otro golpe— es más largo que el dedo gordo. Morton es el médico que describió por primera vez el síndrome, el cual viene a suponer una debilidad estructural del pie. Yo creo que se trata de una reversión a cuando vivíamos en los árboles y empleábamos el dedo gordo del pie como pulgar y el resto para agarrarnos a las ramas. La próxima vez que vaya al parque zoológico del Bronx, no se olvide de ir a la casa de los monos y de mirar los pies de esos animalillos.
—No lo olvidaré.
—No vaya usted a pensar que tener el pie de Morton es como haber nacido con cola, por el amor de Dios. De hecho, es más normal tenerlo que no tenerlo, lo cual es una desgracia para los atletas y una ventaja para los pedicuros. En resumidas cuentas, su dolencia, amigo mío, no sólo tiene un nombre insulso sino que además es de lo más corriente.
La única vez en mi vida que había tenido un problema en el pie había sido cuando el idiota de turno me había dado un pisotón en el metro. Naturalmente nunca había intentado subirme a un árbol con ayuda de los dedos del pie. Le pregunté a Feisinger si era grave.
—No si hace vida normal. Pero los atletas… —añadió riendo con satisfacción—. Los atletas dejan de hacer vida normal el mismo día en que se compran su primer par de zapatillas deportivas. Es entonces cuando el pie de Morton empieza a causar verdaderos problemas: dolores en la parte anterior de la planta del pie, por ejemplo. O espolones en el talón. Astillamientos en la tibia. Tendinitis de Aquiles. Pronación excesiva. ¿Se acuerda de nuestra vieja amiga la pronación? —Y a continuación me refrescó la memoria tirándome del tobillo hacia adentro—. Tampoco podemos olvidarnos —añadió siniestramente— de la condromalacia.
—¿De qué?
Feisinger movió la cabeza en un gesto de lúgubre satisfacción.
—La condromalacia. La temida rodilla del atleta, tan espantosa como el codo del tenista.
—Parece terrible.
—Es potencialmente terrible. Pero no tema —añadió con prontitud—, porque Feisinger está aquí, y la curación va a ser coser y cantar. Lo único que necesita usted es encargar ciertos complementos ortopédicos; entonces podrá correr todo lo que quiera mientras el corazón aguante. Para ello le voy a mandar a mi cuñado Ralph. Es el cardiólogo de la familia. —Dio una palmadita a mi pie y agregó—: No es más que una broma que suelo gastar. Siga usted corriendo y no le hará falta visitar a ningún cardiólogo. Es lo mejor que puede hacer por su propio bien. Todo lo que tenemos que hacer es asegurarnos de que sus pies están a la altura de las circunstancias, y aquí es donde intervengo yo.
Los complementos ortopédicos resultaron unos pequeños añadidos que tenía que llevar dentro de las zapatillas. Me los harían de encargo con unas tiras de cuero y corcho una vez el doctor Feisinger me hubiera tomado unas impresiones de los pies, lo cual hizo allí mismo, sin darme tiempo a pensar en dónde me estaba metiendo. Me cogió los pies descalzos y los metió en una caja apretándolos sobre algo parecido a espuma de piloestireno, sólo que más suave.
—La primera impresión que ha dejado es muy buena —me aseguró—. Ahora acompáñeme un momento a la otra sala. Quiero echar un vistazo a sus pies.
Le seguí, andando a paso ligero sobre los talones, mientras él me contaba que mis complementos ortopédicos personales no sólo me permitirían correr sin sufrir dolores, sino que con toda seguridad cambiarían toda mi vida, me ayudarían a corregir mi postura y mi caligrafía y, con toda probabilidad, supondrían una mejora en mi carácter. Me llevó hasta el fondo del pasillo y me hizo pasar a un cubículo donde había un armatoste de aspecto amenazador instalado en la pared que me recordó vagamente a la consulta de un dentista. Me pidió que me sentara en una silla y apartó el artilugio de la pared de tal forma que una protuberancia con forma de cono me apuntara al pie derecho.
—No sé qué decirle sobre esto… —dije.
—No va a sufrir ningún dolor, se lo garantizo. Confíe en mí, amigo mío.
—Se dicen muchas cosas sobre las radiografías, ¿verdad? Esterilidad y cosas por el estilo.
—Todo lo que voy a hacer es sacar una radiografía de un segundo de su tobillo. No voy a pasar por encima de él. ¿Esterilidad, dice? Una cosa son los miembros del cuerpo, por ejemplo el pie, y otra el miembro viril, amigo mío, y a menos que los confunda, le aseguro que no tiene por qué preocuparse.
En cuestión de minutos la máquina ya había hecho su desagradable trabajo y yo estaba en la otra sala poniéndome las Puma. Aunque nunca me habían quedado anchas, ahora me parecían enormes. A cada paso que daba me imaginaba a mis mortónicos pies resbalando peligrosamente de lado a lado. Espolones en el talón, astillamientos en la tibia, la temida rodilla del atleta…
Seguidamente volvimos a la sala de recepción, donde dejé que una pelirroja con acento del Bronx me diera hora para que regresara al cabo de tres semanas a recoger mis complementos ortopédicos.
—El precio total son trescientos dólares —me informó—. Incluye las facturas del laboratorio, esta consulta y todas las siguientes en caso de que los complementos requieran algún ajuste. Es un precio único, no tiene recargos adicionales, y por supuesto es totalmente desgravable.
—Trescientos dólares… —repetí.
—Nada comparado con otros deportes —dijo Feisinger—. Piense usted en lo que gasta sólo durante un fin de semana esquiando, sin contar el equipo. O en lo que paga por utilizar una pista de tenis durante una hora. En cambio, para gozar de todas las ventajas que ofrece correr sólo tiene que salir a la calle y empezar a hacerlo. ¿Y no merece la pena gastarse unos dólares en los únicos pies que Dios le ha dado?
—Correr es bueno para mí, supongo.
—Es lo mejor. Recupera su sistema cardiovascular, fortalece sus músculos y le ayuda a mantenerse en forma. Sin embargo, sus pies se ven obligados a realizar un gran esfuerzo, y si no están preparados para ello…
Pese a todo, trescientos dólares seguía pareciéndome un precio excesivo por una versión de encargo de los pequeños apéndices con forma de arco que venden en la farmacia de la esquina por un dólar cincuenta y nueve centavos. Pero entonces me di cuenta de que no tenía que pagar ahora y de que un adelanto de treinta dólares dejaría a todo el mundo contento. Al cabo de tres semanas empezarían a preguntarse por qué no aparecía por la consulta. Solté tres billetes de diez dólares y me metí en el bolsillo el recibo que me entregó la pelirroja.
—Correr debe de ser estupendo para los pedicuros —aventuré.
Feisinger me dedicó una sonrisa de oreja a oreja.
—No hay nada igual —dijo—. Nada en el mundo. ¿Sabe usted a qué nos dedicábamos en esta consulta hace unos años? A atender ancianas con dolores en los pies. Normal que les dolieran, si pesaban ciento veinte kilos y se compraban calzado que les quedaba pequeño. Yo quitaba callos, vendaba juanetes, solucionaba un problemilla aquí y otro allá, me decía a mí mismo que era un profesional y no le daba demasiada importancia al éxito. Ahora esto ha cambiado por completo. Me dedico exclusivamente a la pedicura deportiva. El mes pasado los complementos ortopédicos de Feisinger recorrieron las calles de Boston. En octubre los complementos ortopédicos de Feisinger llevaron a docenas y docenas de atletas a la meta del maratón de Nueva York. Tengo pacientes que están encantados conmigo. Saben que les estoy ayudando y están encantados conmigo. Y tengo éxito además. Tiene suerte de que esta mañana hayan cancelado una cita, de lo contrario me habría resultado imposible hacerle un hueco. Tengo citas concertadas con mucha antelación. ¿Y sabe qué le digo? Me gusta el éxito. Me gusta prosperar en la vida. En cuanto uno lo prueba, amigo mío, se le abre el apetito.
Me pasó un brazo por los hombros y me llevó a la sala de espera, donde había varios caballeros delgados leyendo números atrasados de El mundo del atleta y Tiempo de atletismo.
—Hasta dentro de tres semanas —dijo—. Mientras tanto puede usted correr con las zapatillas que lleva puestas. No compre unas nuevas, porque le harán los complementos ortopédicos para probárselas. Tómeselo con calma por el momento. No vaya ni muy lejos ni muy rápido. Hasta dentro de tres semanas.
Cuando llegué al pasillo, las Puma me resultaron sumamente incómodas. Qué extraño que hasta aquel momento no hubiera notado lo molesto que era andar con unas zapatillas tan anchas. Avancé por el alfombrado pasillo hasta llegar al ascensor, eché un vistazo por encima del hombro, miré alrededor furtivamente, seguí andando, dejé atrás el ascensor y abrí la puerta que daba a la escalera.
No estaba seguro del efecto que el pie de Morton podría tener a la hora de subir escaleras. ¿Correría un grave riesgo de sufrir el temido espolón de los alpinistas?
Me decidí a probar fortuna. La consulta de Murray Feisinger estaba en el tercer piso, por lo que tenía que subir siete plantas. Empecé a jadear antes de llegar a mi destino, bien porque mis pies carecían de las ventajas que ofrecen los complementos ortopédicos o bien porque las carreras de larga distancia no habían mejorado mi sistema cardiovascular. O por ambas razones.
Fuera cual fuese la causa, me bastaron un par de minutos para recuperar el resuello. Entonces abrí la puerta suavemente, miré a ambos lados como haría un niño bien educado que se dispusiera a cruzar una calle, eché a andar por otro pasillo alfombrado, pasé al lado del ascensor y llegué a la puerta del piso de Abel Cornejo.
Vamos a ver, ¿por qué otro motivo iba a permitir que me hicieran cosquillas en los pies?
Unas horas antes me había despertado, duchado y afeitado, y mientras me dedicaba a untar un bollo con confitura de grosella y esperaba a que el café se hiciera, había recordado la misión de reconocimiento llevada a cabo en Riverside Drive el día anterior y la llamada de teléfono que había interrumpido mis sueños.
Alguien quería la moneda.
Aquello no era ninguna sorpresa. Cuando un objeto tiene un valor original de cinco centavos y con el paso de los años este se multiplica aproximadamente por diez millones, el mundo se llena de personas que no tendrían reparos en apropiárselo. ¿Quién no querría una moneda de cinco centavos de 1913 con la cara de la Libertad?
Pero la persona que me había llamado no quería sólo la moneda. Quería que se la diese yo, lo cual significaba que sabía que la moneda había sido sustraída de la caja de seguridad de los Colcannon. Además sabía quién había sido el instrumento de dicha sustracción.
¿Quién era? ¿Y cómo podía saber un par de minucias como aquellas?
Tras servirme el café y darle un mordisco al bollo, me había quedado un rato sumido en la reflexión. De pronto me sorprendí pensando en la inexpugnable fortaleza donde mi amigo Abel había vivido y fallecido y donde la moneda (¡mi moneda!) lo había sobrevivido. Me imaginé al conserje, un cancerbero con galones de oro apostado ante las puertas del infierno, un bouvier des Flandres de tres cabezas ataviado con un uniforme de color morado. (El cerebro no suele estar en plena forma a primera hora de la mañana, pero la imaginación es capaz de concebir escenas maravillosas). Tuve una visión de la entrada, aquellas rosadas columnas de mármol mate, las placas de bronce: tres psiquiatras, un dentista, un pediatra, un pedicuro, un oftalmólogo…
En aquel preciso momento había despuntado el alba.
Acabé de desayunar y me puse manos a la obra. No recordaba los nombres grabados en las placas, así que para empezar cogí un taxi para ir a Riverside con la Ochenta y nueve y a continuación pasé con aire tranquilo y desenvuelto por delante de la entrada a fin de memorizar rápidamente los siete nombres en cuestión. Unas cuantas puertas más abajo me detuve un momento para apuntarlos antes de que se me borraran de la memoria, tras lo cual proseguí en dirección este hasta llegar a Broadway, donde tomé una taza de café en la barra de un pequeño restaurante chino-cubano. Es posible que la comida cubana que sirven allí sea buena, o la china, pero el café sabe como si cada grano tostado hubiera sido untado con mantequilla rancia antes de ser molido.
Luego cambié un dólar por monedas de diez centavos y empecé a hacer llamadas. En primer lugar probé suerte con los psiquiatras, pero me contestaron que tenían todas las horas ocupadas hasta el final de la semana siguiente. Concerté una cita con el último para el lunes de la próxima semana, pensando que, si para entonces no había conseguido nada, siempre podía acudir, dado que lo que necesitaría a aquellas alturas sería precisamente la ayuda de un psiquiatra.
A continuación consideré los cuatro nombres restantes. El pediatra resultaría complicado, a menos que pidiera a Denise que me prestara a Jared para la ocasión, algo bastante improbable. El dentista tal vez hubiera podido recibirme, sobre todo si le hubiese dicho que se trataba de una urgencia, pero ¿deseaba yo que un desconocido hurgara en mi boca? Actualmente recibo asistencia odontológica gratuita gracias a Craig Sheldrake, el mejor dentista del mundo, y hacía dos semanas que había ido a verle por última vez para una limpieza. Mi boca no necesitaba las atenciones de un dentista y yo no tenía ganas de abrir la boca y decir «aaa».
El oftalmólogo me pareció la mejor opción, mejor incluso que la de los psiquiatras. Un examen de la vista no lleva mucho tiempo. De lo que tenía que asegurarme era de que no me pusiera colirio en los ojos, ya que eso hubiera convertido el uso de la ganzúa en algo muy diferente de un juego de niños. Además, ¿no iba siendo hora de que me echaran un vistazo a los ojos? Nunca había necesitado gafas, y todavía no me había sorprendido sosteniendo un libro con el brazo extendido. Pero tampoco me hacía más joven cada día que pasaba y, según dicen, no es mala idea hacerte un examen de la vista al año para atajar problemas. Hice la llamada, pero me dijeron que el oftalmólogo estaría en las Bahamas hasta el lunes de la semana siguiente.
Así pues, llamé a la consulta de Murray Feisinger, sin saber con qué pretexto podía pedir hora para un pedicuro, y una joven con acento del Bronx (y pelirroja, como más tarde pude constatar) me preguntó qué problema tenía.
—Tengo algo en los pies —le había dicho.
—¿Es usted bailarín o atleta?
Los bailarines tienen aspecto de bailarines. Cualquiera puede parecer un atleta. Todo lo que hay que hacer es sudar y llevar calzado que llame la atención.
—Atleta —respondí, y ella me dio hora.
A continuación había regresado a casa para cambiarme las Weejun por las Puma por mor de la verosimilitud y luego llamé a Carolyn para suspender nuestra habitual cita para comer con la excusa de que tenía que ir al médico. Ella me preguntó de qué tipo de médico se trataba y yo le contesté que un oftalmólogo, no un pedicuro, porque no hubiera sabido qué decirle si se hubiese interesado por el estado de mis pies. Todavía no sabía que tenía el pie de Morton y que sólo me faltaba ejecutar un triple salto para sufrir los efectos de la condromalacia. A la pregunta de qué me pasaba en los ojos, farfullé algo relacionado con que sufría dolores de cabeza cuando pasaba mucho tiempo leyendo, lo cual al parecer dejó satisfecha a Carolyn.
No le había mencionado la llamada recibida a medianoche. A la una y cuarto acudí a mi cita con Feisinger. El conserje había llamado a la consulta para saber si me esperaban y el ascensorista esperó para ver si entraba por la puerta correcta.
Ahora tenía treinta dólares menos y la sensación de que mis pies eran demasiado estrechos y las zapatillas que llevaba me quedaban enormes. Tal vez debería haber ido al pediatra. Podría haber mentido al decir la edad.
Acerqué el oído a la puerta de Abel, escuché atentamente y no oí nada. Vi un timbre en un hueco de la jamba de la puerta, lo apreté y oí un apagado gong en el interior del piso. Como el gong no obtuvo respuesta y el vigoroso golpe que di a la puerta no provocó reacción alguna, respiré hondo, saqué del bolsillo las herramientas de mi oficio y abrí la puerta.
Resultó como mínimo tan fácil como suena. La policía había puesto una pegatina sobre la puerta para prohibir la entrada a cualquier persona no autorizada, categoría en la que yo no podía incluirme por ningún concepto, pero no se había tomado la molestia de precintar el piso de ninguna manera, quizá porque el sistema de seguridad del edificio era realmente un hueso duro. El cerrajero que había forzado el cerrojo de seguridad de Abel (taladrando el cilindro y no abriéndolo con una ganzúa, observé no sin cierta desaprobación profesional) había dejado sólo la cerradura original de la puerta para impedir la entrada al piso. Se trataba de una Segal provista de un pestillo automático que corría cuando cerrabas la puerta y un cerrojo que sólo se podía echar con una llave. Probablemente la poli tuviera la llave (podía habérsela pedido al conserje o al administrador), pero el último hombre que había salido por aquella puerta no se había preocupado de utilizarla, ya que la puerta estaba cerrada únicamente con el pestillo, el cual era tan difícil de abrir como esos botes de aspirinas que hacen de forma especial para que los niños no puedan abrirlos. Todo habría resultado más rápido si hubiera tenido la llave, pero poco más.
Entré, cerré la puerta y giré el pequeño tirador para echar el cerrojo. En el vestíbulo tuve un momento de vacilación. Algo me olía mal y no acertaba a saber qué era.
Qué demonios. Abandoné la penumbra del vestíbulo y pasé al salón, donde la luz entraba a raudales por las ventanas. Cerca de estas, a la izquierda, vi un dibujo a tiza, la mitad sobre el brillante suelo de parquet y la otra mitad sobre la alfombra oriental de Abel. Se trataba de una Sarouk, de las buenas, y las marcas de tiza no le quedaban nada bien.
Mirando el dibujo, pude imaginarme su cadáver tumbado en el suelo, con un brazo extendido y una pierna apuntando directamente a la silla en la que yo había estado sentado la noche del martes. Yo no quería mirar las marcas de tiza pero parecía incapaz de apartar los ojos de ellas. Tenía una sensación extraña. Di media vuelta, volví a girarme, rodeé las marcas, me acerqué a la ventana y miré al otro lado del parque, al río.
Entonces caí en la cuenta de qué era lo que me había escamado en el vestíbulo. Era una ausencia de la que sólo había sido consciente vagamente, tal como Sherlock Holmes había observado al darse cuenta de que el perro no ladraba por la noche.
No había sentido la emoción. La euforia que siempre se apodera de mí cuando atravieso el umbral de una casa sin que me hayan invitado, esa leve excitación que se hace sentir como si fuera café en las venas, brillaba por su ausencia. Había entrado en el piso como un ladrón, me las había arreglado para introducirme en él gracias a mi ingenio y destreza, y sin embargo no tenía ni ilusión ni sensación alguna de triunfo.
Y es que era el piso de mi viejo amigo, el mismo donde había muerto recientemente, y aquello le quitaba toda emoción al trabajo.
Contemplé Nueva Jersey, a lo lejos, que es donde tiene que estar. El cielo se había oscurecido en los pocos minutos que habían pasado desde que había entrado en el piso. Amenazaba lluvia, lo cual significaba que el halo que había visto la pasada noche en torno a la luna había sido un pronóstico acertado o que no lo había sido, dependiendo de lo que dicho halo debe anunciar.
En cuanto supe la causa de mi inquietud me sentí mejor. Ahora podía olvidarme de ello y ponerme a la tarea de robar a los muertos.
Claro que aquello no era lo que estaba haciendo. Sólo estaba recuperando lo que era legítimamente mío (o ilegítimamente, si nos ponemos puntillosos). Ni aun haciendo un esfuerzo de imaginación cabía afirmar que la moneda era propiedad de Abel; él sólo la tenía en depósito, ya que no me la había comprado ni robado.
Así pues, lo único que tenía que hacer era encontrarla.
Supongo que podía haber imitado el método de los brutos que nos habían precedido en casa de los Colcannon. La manera más rápida de registrar un sitio es tirarlo todo por los suelos. Pero si lo hubiera hecho así habría resultado bastante obvio que alguien había pasado por el piso para llevar a cabo una batida, y ¿qué sacaba yo con eso? Además, incluso si esto no me hubiera importado, no habría podido hacerlo, ya que soy ordenado por naturaleza y especialmente reacio a profanar el hogar de un amigo difunto.
Abel también era una persona ordenada. Tenía un sitio para cada cosa y cada cosa estaba en su sitio, de manera que me tomé la molestia de volver a ponerlo todo donde lo había encontrado.
Esto complicó el registro más de lo previsible. La proverbial aguja del proverbial pajar habría sido pan comido en comparación. Empecé mirando en los lugares donde miraría cualquiera, ya que esos son los lugares donde la gente esconde las cosas, incluso la gente de la que uno esperaría algo diferente. Pero sólo encontré agua y un producto de limpieza en la cisterna del retrete, y harina en el bote de la harina, y nada más que aire en las barras huecas del toallero que desenrosqué de la pared. Saqué cajones para mirar en el fondo por si estuviera pegada allí; registré armarios; busqué en bolsillos de chaquetas; metí la mano en zapatos y botas, miré debajo de alfombras…
Podría ir punto por punto y llenar una docena de páginas con la explicación del registro que llevé a cabo en aquellas habitaciones, pero ¿de qué serviría? Tres cosas que no encontré fueron la piedra filosofal, el Santo Grial y el vellocino de oro. Otra más fue el Nickel-V de los Colcannon.
No obstante, di con un montón de cosas interesantes: encontré libros en varios idiomas cuyo valor superaba en todos los casos los mil dólares. No fue muy difícil, ya que constituían la biblioteca personal de Abel Cornejo y estaban en la estantería. Miré detrás de cada uno de ellos y pasé todas sus hojas; descubrí unos sellos de correos del siglo XIX de Malta y Chipre en las páginas del Leviatán de Hobbes, y quinientas libras en moneda inglesa en un ejemplar del Sartor Resartus de Thomas Carlyle. En uno de los estantes de arriba encontré varias monedas probablemente sasánidas ocultas tras tres volúmenes encuadernados en cuero de la poesía de Byron, Shelley y Keats.
En el dormitorio había dos teléfonos, uno sobre la mesilla y el otro sobre una cómoda al fondo de la habitación. Aquello me pareció excesivo. Los examiné y vi que ambos estaban conectados a las tomas de la pared. Sin embargo el de la cómoda no parecía funcionar bien, de modo que desatornillé la placa que le servía de base y descubrí que al aparato le habían quitado todas las piezas para poner en su lugar un fajo de billetes de cincuenta y cien. Conté hasta veinte mil dólares, lo cual me permitió calcular que el total sumaría aproximadamente unos veintitrés mil dólares. Dejé el dinero donde lo había encontrado y volví a montar el teléfono.
Con esto basta para dar una idea de lo que fue el registro. Encontré muchos objetos de valor, que es precisamente lo que uno esperaría encontrar en la casa de un perista próspero y civilizado. Encontré más dinero en efectivo, más sellos y más monedas, y también un buen número de joyas entre ellas el reloj y los pendientes robados a los Colcannon. Se encontraban en un humidificador, debajo de una hilera de puros. Al dar con ellos me entusiasmé pensando que la moneda estaría cerca, pero me equivoqué. A todo esto, no sabía que Abel fumara puros.
En la cocina me comí un trozo de un pastel hecho con varias capas de chocolate espeso. Creo que se trataba del que él llamaba Schwarzwälder Kuchen. Pastel de la Selva Negra. Aparte de esto y el vaso de leche que me bebí con él, no me llevé nada del piso de Abel.
Pensé en ello. Cada vez que me topaba con algo realmente tentador, me decía que debía cogerlo, pero me sentía incapaz de hacerlo. Lo normal sería que no hubiera encontrado ningún impedimento lógico para hacerlo. Que yo supiera, Abel no tenía herederos, y en el caso de que los tuviera, probablemente no llegarían a ver ni la mitad de los caudales que había en aquel piso. La biblioteca sería vendida en bloque a un librero, quien a su vez lucraría considerablemente revendiendo los volúmenes por separado sin llegar a enterarse de las bonificaciones que contenían algunos de ellos entre sus páginas. El reloj y los pendientes acabarían en manos del primer fumador de puros que curioseara en el dormitorio, mientras que los veintitrés mil dólares se quedarían en el teléfono hasta el fin de los tiempos. ¿Qué ocurre con los teléfonos cuando alguien muere? ¿Los recupera la compañía de teléfonos? Si no funcionan, ¿los repara alguien? La persona que reparase aquel teléfono en concreto se llevaría la sorpresa de su vida.
En conclusión, ¿por qué no me llevé nada?
Supongo que simplemente me di cuenta de que no estaba preparado para robar a los muertos recientes. O un amigo muerto… Pensándolo bien, que me cuelguen si puedo encontrar una sola razón lógica que me impida robar a los muertos. Lo normal sería pensar que a ellos les importaría bastante menos que a los vivos. Si no se las pueden llevar consigo, ¿qué más da adónde vayan a parar sus cosas?
Y Dios sabe que a los muertos les roban. La bofia lo hace continuamente. Cuando un desgraciado muere en una de esas pensiones del tres al cuarto que hay en el Bowery, lo primero que hacen los policías al llegar al lugar de los hechos es repartirse todo el dinero que encuentran. Es verdad que yo siempre me rijo por valores más elevados que los de la policía, pero mis valores tampoco eran tan nobles. ¿O sí?
Se me hizo difícil dejar el dinero. Cuando he entrado en una casa o en un establecimiento comercial, cojo invariablemente todo el dinero que se me presenta a la vista. Incluso si he entrado en ese lugar por otro motivo, me meto el dinero en el bolsillo automáticamente, inconscientemente. No pienso en ello. Lo hago y punto.
En aquella ocasión no fue así. Por extraño que parezca, estuve a punto de llevarme el reloj Piaget y los pendientes de esmeraldas. Y no porque me parecieran tentadores, sino porque pensé que el hecho de llevármelos estaría revestido de cierta legitimidad. Al fin y al cabo, habíamos sido Carolyn y yo quienes los habíamos robado.
Pero nos habían pagado por ellos, ¿no es cierto? Por lo tanto ya no nos pertenecían. Le pertenecían a Abel y, en consecuencia, tenían que quedarse en su piso.
Uno de los libros que había hojeado era el ejemplar de la Ética de Spinoza que le habíamos regalado; cuando se me acabaron los sitios donde mirar, lo bajé de su estante y me puse a pasar sus páginas ociosamente. Abel le había encontrado sitio en su biblioteca durante la última noche de su vida. Quizá antes de hacerlo se hubiera detenido para hojearlo y leer una frase o un párrafo.
«Puede darse fácilmente la circunstancia —leí— de que un hombre vanidoso se enorgullezca y se considere a sí mismo agradable para todo el mundo cuando en realidad es un fastidio universal».
Me llevé el libro. No sé por qué. Era propiedad de Abel (un regalo es un regalo, al fin y al cabo), pero por alguna razón me sentía con derecho a reclamarlo.
Creo que se trata simplemente de que detesto irme de un sitio con las manos vacías.